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«El quintral», por Claudia Andrade Ecchio

La mujer leía con una calculada lentitud. Sus ojos recorrían los renglones de izquierda a derecha. Uno a uno. Sin apuro. Como si masticara las palabras, saboreando cada intervención del narrador, cada giro de la historia, cada diálogo de los personajes. No había distracción posible. Ni siquiera levantaba la vista para corroborar que la muchacha siguiera sentada al otro lado de la mesa. Solo se movía para pasar de una hoja a la siguiente, para inspirar profundo cuando escuchaba el sonido del álamo mecerse con el viento o para acomodar sus lentes que, con impertinencia, insistían en deslizarse hasta la punta de su nariz cada cinco minutos. La muchacha había aprendido a identificar cada uno de sus gestos. El chasquido de la lengua cuando detectaba algún error ortográfico imperdonable, el lápiz pasta rojo girando entre los dedos cuando la lectura comenzaba a hacerse tediosa, una casi imperceptible elevación de la ceja derecha cuando leía algo que le gustaba y su mirada penetrante antes de pronunciar el veredicto.

Le falta algo de intensidad, Luisa. Mire, aquí y acá. Me inclino para ver de qué parte del cuento me habla y asiento, mientras mueve el lápiz de un lado a otro, trazando flechas que solo ella y yo podemos comprender. ¿Se da cuenta, mija? Sí, le digo con una sonrisa. Lo mejoro y se lo traigo de nuevo la próxima semana. La espero, me dice, con el labio inferior partido e hinchado, según ella, por el frío de la mañana. Me pongo de pie, arreglo los papeles dispersos sobre la mesa y solo cuando llego a la puerta, me giro para verla una vez más. Su melancolía se desvanece por un instante. Me despide con la mano izquierda levantada y alcanzo a ver el nuevo moretón que, hasta ahora, había cubierto con la manga de su chaleco rosa. Salgo de la biblioteca, miro el añoso álamo que todavía permanece en pie y no sé por qué le pido que la cuide, que ella no se lo merece. Ni ella ni ninguna.

La mujer leía como si en ello se le fuera la vida. Su cuerpo encorvado sobre las hojas escritas a mano se estremecía visiblemente. La muchacha percibió su excitación, pero guardó un silencio respetuoso. Mientras esperaba el dictamen, miró hacia fuera a través de las protecciones metálicas de la ventana. Uno que otro transeúnte pasaba por la calle solitaria. A ratos, se asomaba un quiltro olfateando la vereda en busca de alimento. Solo el viento que bajaba rasante desde los cerros cercanos le daba vida al entorno detenido. Atraída por una vaga noción de peligro, la muchacha fijó la vista en el último álamo de la otrora hermosa hilera que circundaba la biblioteca y su mirada se quedó prendada del parásito que se mecía, apaciblemente, junto con el árbol. Sus flores rojas encendían el cielo despejado de la mañana. De pronto, su rostro se iluminó con el destello de una idea.

Está cada vez mejor, Luisa. ¿Lo dice en serio? Jamás podría bromear con algo así, me dice mientras ordena las páginas que, en esta ocasión, contienen escasas anotaciones. Me las deposita en mis manos extendidas y percibo un leve temblor en su voz. Pero usté ya sabe lo que falta, insinúa. Sí, un final. Ya se me ocurrirá algo. Que sea pronto, mire que una nunca sabe. La garganta se le cierra involuntariamente y unas lágrimas rebeldes escurren por su rostro, bajan por el moretón del mentón y se pierden entre los pliegues de su blusa. Estela, le digo. Y como es la primera vez que la llamo así, se sobresalta. Yo la acompaño, si quiere. Hacemos la denuncia y se viene a mi casa. Con mi hermana, la Blanca, la cuidamos. Extrae un pañuelo de uno de los bolsillos de su faldón, se limpia la cara y se lo queda mirando entre sus manos curtidas. Su resignación me angustia. Gracias, mija. Deme un tiempo para pensarlo, ¿ya? La voz no me sale. Solo atino a decirle que sí con la cabeza y me despido de ella con un beso en la mejilla. Al cruzar la reja que da a la calle, me doy vuelta hacia el álamo que sigue meciéndose, imperturbable. No quiero perderla, le imploro, y casi puedo escuchar su respuesta. Un escalofrío me obliga a acomodarme la chaqueta de mezclilla y a alejarme con rapidez de su ominosa presencia.

La mujer no pudo leer ese día. Ni al siguiente. Ni al siguiente. Ni al siguiente. La mujer no pudo leer en varios días. Y, sin embargo, la muchacha nunca dejó de venir, a pesar de que siempre la recibía el mismo cartel escrito con una intrincada tipografía de color rojo. CERRADO. Al principio, se quedaba estática con los papeles apretados entre sus manos sudorosas; después, los sostenía apenas, con sus brazos lánguidos al costado de su cuerpo y la mirada perdida. Al cabo de dos semanas, en vez de permanecer de pie, comenzó a sentarse en la vereda de enfrente y, usando las piernas como soporte, escribía con una caligrafía apresurada, borroneando de vez en cuando, pero con una imagen clara en su mente. El cuento fluía al compás del álamo y del parásito que lo habitaba.

La niña viene ojeá, sentencia la partera. La abuela paterna se retira del camastro y se santigua, recitando, a baja voz, una letanía aprendida desde la cuna. El padre niega con la cabeza, cierra el puño derecho y escupe al suelo. Supercherías de india, afirma. En tanto, a la sombra de los cirios titilantes, la madre sonríe, satisfecha. Poco antes del alba, mientras la abuela paterna continúa rezando el rosario, aferrada a su fe y a su lecho, y el padre sueña, atacado por una fiebre repentina, una muerte ponzoñosa, la madre camina hacia el linde de la propiedad, envuelta en una manta raída y con la niña abrigada en su regazo. Se detiene al alero de un añoso álamo, desenvuelve la ofrenda con manos temblorosas y levanta su retoño hacia mí. El árbol se estremece cuando mis extremidades se deslizan, lentamente, sobre su corteza. Me extiendo más allá de mis posibilidades para palpar a la niña y así dejar mi savia impregnada en su incipiente cabellera. La envuelvo con la fragancia de mis flores y deposito una de mis semillas en su pecho. Essssss mía, siseo. La madre se asusta y, por instinto, intenta arrebatármela, pero el terror a provocar mi ira la detiene. Me enfrenta con sus ojos de bruja, terrosos como los de todas las mujeres de su familia y, como no doy señales de agresividad, me cree bajo su dominio. Es nuestra, vocifera, desafiante. Nuesssssstra, repito, aunque no comprende el significado de mis murmullos. Y mientras me repliego hacia lo alto y la madre, con rostro triunfante, se aleja con la pequeña, son mis siseos los que la arrullan, mi perfume el que la embriaga y mi nombre el que se fija en su memoria.

Me gusta este giro siniestro, Luisa. ¿De dónde saca tanta idea descabellada?, me pregunta y percibo, de inmediato, un cierto arrepentimiento. No es que quiera decir que usté esté loca, mija. Me rio con ganas. Obvio que no pienso eso, Estela. Me sonríe cuando escucha su nombre. Mire, allí está la inspiración, le digo indicando hacia afuera. Se levanta de la silla con dificultad y camina lento, como midiendo cada paso. Se afirma los lentes al acercarse a la ventana enrejada. Unos dedos marcados en su cuello como tenazas son el único vestigio de la golpiza. Me coloco a su lado y le indico. Allá, en lo alto. ¿Lo ve, Estela? Ella aguza la mirada y se sorprende al ver el quintral meciéndose junto al álamo en una simbiosis perfecta. ¿Desde cuándo?, me pregunta. Está hace rato ya, le respondo. No lo había visto, Luisa. Lo mide con ojo experto. Está muy grande… quizás haya que extirparlo antes de que mate al árbol. No lo va a hacer, le digo con una certeza que incluso a mí me sorprende. Es el último álamo de la cuadra. Si lo mata, se muere con él. A veces, es la única alternativa, me dice, con una mansedumbre que me preocupa. Para cambiarle el tema, le recuerdo que la vengo a buscar al cierre de la biblioteca. Y nos vamos comiendo las tortillas de rescoldo de la Blanca, ¿qué mejor? No es necesario, mija. Me puedo devolver sola a su casa. No quiero preocuparla, insiste. Ya es tarde para eso, pienso, pero prefiero decirle otra cosa. Sola nunca más, le susurro, abrazándola. Apoya su cuerpo contra el mío y nos mecemos juntas, como el álamo y su quintral.

La niña está maldita, sentencia la abuela paterna. Se niega a entrar a la parroquia y cuando intento santiguarla con agua bendita, me escupe en el rostro. El padre asiente sin escuchar la cantinela repetida. Sin embargo, su escepticismo diurno frente a las habladurías de su progenitora contrasta con sus delirios nocturnos, en los que ve a su pequeña hija bailando en el descampado a la luz de la luna o preparando mejunjes malsanos con la india. Es una diabla, insiste la abuela paterna, pero frente a la indiferencia del encomendero, se retira no sin antes depositarle un viejo rosario sobre los documentos que tiene desperdigados sobre su escritorio. Para que te lo coloques sobre el pecho mientras duermes, le dice, retirándose. El padre está a punto de arrojarlo lejos, mas se arrepiente y lo guarda entre sus prendas. Mira el crucifijo de madera colgado frente a él y una idea repentina lo acomete. Se levanta, se coloca su sombrero de ala ancha y sale de la hacienda con destino desconocido. La india lo observa con suspicacia, mientras se pierde en lontananza sobre su yegua preferida. La hilera de álamos que rodea la casa patronal danza al unísono y sobre ella caen las flores rojas del quintral. Es nuestra, murmura la mujer. Nuesssssstra. Ahora y siempre. Recoge las ofrendas y se marcha al cuarto de la niña. La madre se inquieta en sueños cuando siente pasar a la india por fuera de su cuarto, pero no se despierta. En tanto, el quintral se repliega y vigila desde las alturas.

Me tienes en ascuas, Luisa. Aunque creo saber a quién fue a buscar el padre. Sí, al cura famoso ese, le confirmo. Supongo que, al igual que con los demás, no dirás cómo se llama. No, me gusta más así, que ningún personaje tenga nombre. ¿Sabías que ese fraile es el escultor del Señor de Mayo? ¿Ese que tiene la corona de espinas en el cuello por el terremoto? Sí, lo leí en una novela que saqué de acá. Toda la razón, mija. Una de las cosas que siempre me llamó la atención de usté era que le gustara pedir libros sobre la Quintrala, lo que es raro, porque acá le tienen harto miedo todavía. Menos la Blanca y yo, le recuerdo, pero se hace como que no me escucha y sigue con su relato. Antes de casarme, fui sola a Santiago a hacer unas diligencias y aproveché de pasarlo a ver a la iglesia de los agustinos. ¿Al Cristo? Sí, mija, a quién más. Fue una experiencia inolvidable y muy reveladora. ¿En qué sentido?, le pregunto, aunque intuyo la respuesta. Desvía la vista hacia la ventana y noto que observa el álamo a través de los fierros oxidados de la ventana. La vida nos malogró a los dos, me dice. Quisiera responderle que el único malogrado aquí es el golpeador de su marido, pero prefiero cobijarme en su perfume de rosas. Luisa, ¿hoy me viene a buscar, verdá? Por supuesto. A las cinco, ¿le parece? Sí, mija. Suelto su cuerpo y salgo de la biblioteca. Olvido los papeles sobre la mesa, pero no me preocupo. Son tan míos como de ella. Antes de cruzar la reja, una ráfaga fría me obliga a desviar la mirada hacia el álamo y observo varias flores rojas esparcidas en la tierra seca. Me acerco y, entre un cúmulo de hojas muertas, vislumbro una semilla solitaria. La recojo y, en vez de quedármela, la deposito como ofrenda a los pies del árbol. Para que tengas una vida nueva, digo en alta voz. Para que todas la tengamos, agrego. Y tengo la impresión de que el quintral sisea, expectante.

Dicen que el cura estuvo prendado de la madre en otra época y que ahora intenta suplir su falta con la niña. Que se afana enseñándole la palabra divina y que trata, infructuosamente, de domeñar su carácter tempestuoso. Que apacigua los delirios de la abuela paterna y que supervisa los sahumerios de la india. Pero ni su devoción ni su entusiamo pueden evitar los designios del quintral. La abuela paterna se ahoga con un trozo de carne en las festividades de Semana Santa, con el rosario nuevo colgándole entre los dedos enjutos. El padre fallece tras padecer, por varias noches, de una fiebre repentina, con el rosario viejo congándole del cuello inerte. La madre, en tanto, prefiere ocultarse para no enfrentar un juicio por brujería. Es la niña, murmura, antes de partir en un exilio forzoso. Es la niña, repite, en cuclillas a la sombra del álamo. La niña no es mía, solloza. Es nuesssssstra, escucha con pavor, mientras las flores rojas cubren su cabellera en señal de advertencia. De entre sus ropas, extrae la semilla que robó a su hija la noche de su nacimiento, la deposita sobre la tierra húmeda a los pies del árbol y huye al percibir las extremidades del quintral descendiendo en su búsqueda. La india, quien observa al alero de la casa patronal, se recogocija con la niña apapachada entre sus piernas.

Así no pasó, Luisa. Lo sé, pero esa es la idea. Reescribir una historia archiconocida para darle un nuevo sentido. ¿No le gusta?, pregunto con cierto temor, porque no había levantado la ceja, en señal de aprobación, ni una sola vez. Quería que nadie pudiera con ella, insisto. Ni su abuela devota, ni su padre encomendero, ni su madre bruja. Tampoco el cura, me dice. Mucho menos él, le respondo. Su cuerpo encorvado sobre la mesa no me asusta tanto como el suspiro resignado que suelta. No me gustan mucho los cambios, me confiesa. ¿Del cuento?, insisto. De la vida, mija. Me topé con el padre Esteban el otro día en la feria. Me ve la cara desencajada y baja la vista antes de seguir. Me habló del perdón y de las pruebas que nos pone el Señor. Me contó que mi esposo lo fue a ver, que está arrepentido y que le juró que nunca más. Que se mete ese cura de m… Luisa, me advierte, y me callo por respeto a ella. Usté y su hermana son jóvenes, mija. Creen que una puede vivir independiente, pero no. Dígame, me mira seria. ¿Qué va a hacer esa india sola con la niña? Convertirla en una mujer libre, le digo. Eso no existe, mija. Estela, ¿recuerda la frase famosa de la Quintrala cuando expulsó al Cristo de la Agonía? Su rostro se ilumina un momento. Levanta la vista hacia mí y recita como si se tratara de un sortilegio. ¡No quiero, en mi propia casa, hombres que me pongan mala cara! Ahí tiene su respuesta, Estela. Ni ella ni ninguna. Su risa inunda el silencio de la biblioteca. Está bien, Luisa. Cuente la historia como le venga en gana. Me levanto para abrazarla y, con el alboroto, desparramo todos los papeles sobre el piso. ¿Se viene conmigo y la Blanca, entonces? Asiente. Me gusta que sea desobediente, ¿sabe? Que el cura ese y sus consejos se vayan a la m… Me tapa la boca, juguetona. ¡Luisa, por Dios! Mejor termine rápido su cuento, mija, mire que quiero leer su versión de la historia. Nuesssssstra, le siseo. Y nos mecemos, alegres, entre las guirnaldas rojas que cruzan el techo de la biblioteca cada septiembre.

La india y la niña dejaron de existir hace cuatro siglos, pero su recuerdo sigue enraizado en la memoria de su tierra. Y cada vez que las flores rojas del quintral florecen y se diseminan con el viento, se dice que las brujas de ojos terrosos vuelven a caminar entre las gentes. Por eso, mientras la mujer y su sobrina recorren el terreno abandonado en compañía de una corredora de propiedades de la zona, no se extrañan de lo que escuchan. La casona de adobe, les informa, se vino definitivamente abajo en el terremoto del 60. Los álamos, les confirma, se están muriendo uno a uno de una plaga desconocida. Las personas, les confiesa, no se acercan por temor al maleficio. La mujer, sin embargo, parece poco interesada en los rumores y calcula, con ojo experto, las dimensiones de la futura construcción. La corredora insiste en la advertencia. Los más viejos, les murmura, han visto a la Quintrala deambulando en las noches de luna nueva. Sin embargo, en lugar de asustarse, la mujer y su sobrina se entusiasman incluso más. Mientras la muchacha se ocupa de la corredora y los trámites, la tía dirige sus pasos hacia el último álamo de la propiedad. Escondido entre el ramaje, el quintral respira en estado de latencia. Mis ancestras te cantan, murmura la mujer, mientras extrae del bolsillo izquierdo de su largo chaleco de lana una pañoleta ajada. Mis ancestras te llaman, murmura nuevamente, en tanto desenvuelve la ofrenda, con cuidado, y la deposita a los pies del álamo. La semilla, hija de otro tiempo y transmitida de generación en generación, reverbera ante la presencia de su progenitor. Mis ancestras piden un nuevo pacto. Y el quintral despierta de su letargo, siseando, a la espera de lo que vendrá.

Ya antes me daba susto acercarme al álamo y ahora, con su relato, incluso más, Luisa. La idea es que se sienta segura con la presencia del quintral, Estela, como la niña y la india, y todas las brujas que les siguieron. Es un cuento, mija. Las palabras bien intencionadas no protegen a nadie, sentencia. No le discuto, aunque la Blanca siempre me dice que las historias poderosas pueden crear realidades nuevas. Si fuera solo un cuento, ¿por qué se asusta tanto?, le pregunto, y ella se encoje de hombros sin saber qué decir. Quizás, me confiesa, es porque el parásito solo protege a las quintralitas. Y una que no lo es… Todas somos brujas, la interrumpo, cada una a su manera. Aunque no parece muy convencida, se entusiasma con una idea que hace un tiempo ronda su mente. Para fines de octubre, me dice, podría organizar una feria para que todas las brujas de la zona puedan mostrar sus artes. El terreno de la biblioteca es grande, agrega con ilusión. Nada de ferias de emprendedoras, le digo, haciendo una mueca. Un aquelarre mejor, Estela. ¡Ay, por Dios! La alegría se quiebra con los furibundos golpes que atacan la reja. Nos giramos hacia la ventana, asustadas, y vemos al hombre gritando fuera de sí. Estela. Estela. Estela. No salga, le imploro, mientras con el celular intento comunicarme, infructuosamente, con la Blanca. El hombre sigue chillando en un estado de locura aterradora. Esteeeeeela, regresa a la casa por la chucha, vocifera, echando abajo, con su fuerza descontrolada, parte de la reja, lo que le deja el camino libre hacia nosotras. No salga, le insisto, mientras empiezo a arrimar una de las mesas hacia la puerta. Los papeles se dispersan como flores. El lápiz rojo cae al piso como semilla. Y Estela es una página en blanco que tiembla frente a un desenlace demasiado conocido. Si no es conmigo no es con nadie, amenaza una última vez, antes que todo se convierta en una pesadilla.

La bibliotecaria acepta la responsabilidad delegada por las dos mujeres que incentivaron la construcción de la biblioteca en la zona y se hace cargo de las funciones propias del edificio, aunque nadie quiere visitar el lugar por el terreno siniestro en el que está emplazado. Sin embargo, de a poco, las liceanas se entusiasman y comienzan a ir con mayor frecuencia. Una de ellas llama su atención, porque pide, semana a semana, todos los libros sobre la mujer más conocida y temida de la zona: la Quintrala. Cuando no quedan más textos que leer, la bibliotecaria le recomienda historias de brujas europeas, pero ella prefiere herbarios indígenas y bestiarios latinoamericanos. Y cuando incluso estos se acaban, la liceana continúa con libros de botánica y de sabiduría popular. No es hasta su último año en el liceo que la muchacha le comenta, de pasada, que quiere escribir un relato sobre la famosa encomendera y la bibliotecaria le ofrece, con una fervorosidad inusitada, su ayuda en ortografía y redacción. Y así comenzó la rutina semanal de lectura atenta y espera ansiosa, que he observado con curiosidad, y que solo ha sido interrumpida en dos ocasiones: la primera cuando la bibliotecaria dejó de venir por la golpiza y la segunda cuando los gritos del hombre me despertaron de mi somnolencia vespertina. Esa tarde de fines de septiembre, descendí subrepticiamente por la corteza del árbol, me deslicé entre el polvo suspendido de la tierra seca y, justo cuando el hombre estaba por alcanzar la puerta de la biblioteca, lo atrapé con mis extremidades viscosas, arrastrándolo hacia lo alto del álamo, donde comencé a engullirlo con ferocidad. Mientras sus estertores se confundían con los sonidos de mi ávida deglución, la bibliotecaria lloraba, aferrada a la muchacha, quien, a través de la ventana, observaba a su hermana pasando por sobre la reja caída y dirigiendo sus pasos hacia mí. Su baile desenfrenado en torno al álamo me recordó a la india y a la niña danzando en las noches de luna nueva y fue tal mi regocijo que mis flores rojas se esparcieron por el aire, llevando sus semillas a otras latitudes, donde, espero, puedan vivir en libertad.

La mujer terminó de leer. Dejó el lápiz rojo casi sin usar sobre la mesa y se quitó los lentes con un movimiento calculado. La muchacha, que ya conocía todos sus gestos, esperaba, con paciencia, el veredicto. El silencio de la biblioteca solo era interrumpido por un viento rasante que descendía desde los cerros cercanos, esquivando casas, recorriendo calles y abriéndose paso entre los transeúntes y los quiltros, mientras una brisa siseante circundaba al último álamo de la propiedad, donde se mecía, complacido, el parásito de las flores rojas.


© Claudia Andrade Ecchio | Relato inédito

Claudia Andrade Ecchio | Chile, 1977

Es doctora en Literatura Chilena e Hispanoamericana. Fundadora de La otra LIJ, espacio dedicado a la divulgación de literatura destinada a niños/as, adolescentes y jóvenes. Ha publicado las novelas La espera (2016, en coautoría con Camila Valenzuela), Maleficio. El brujo y su sombra (2016) y Todavía (2020). También ha participado en la compilación de relatos Imaginarias. Antología de mujeres en mundos peligrosos (2019).

Foto de autora: Camila Valenzuela

Imagen de encabezado: Chau Luong

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