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«Frutti di mare», por Nahuel Fernández Etlis

Los ciervos lo ven como un ciervo macho de cornamenta majestuosa. Los perros, como un Siberian Husky de pelaje blanco. Los humanos, como un joven hermoso, desnudo. Pero todos ven algo en común: ojos rojos, opacos, como si su mirada sangrara.

El cielo nocturno derramó sombras en la playa. La arena y el mar se hicieron negros como ese cielo con sarpullido brillante. La luna estaba mordida de un lado. De vez en cuando, el susurro del oleaje en medio del silencio.

Damián y Naila paseaban por la orilla. Miraban arriba, intentado adivinar las constelaciones, riendo borrachos tras la cena reciente. Se habían embarrado hasta los tobillos, y sus cabelleras, endurecidas por la arena y la sal, se dejaban manosear por la ventisca marina.

Un bulto enfrente.

Al cuerpo oscuro, del tamaño de un pie adulto, le resbalaba la luz lunar, revelándose plateado cuando se le acercaron para verlo mejor: un pez. O al menos, eso fue en algún momento. Ahora era dos tercios de pez. Le habían cortado la cabeza, pero no como hacen los pescaderos, dando un golpe limpio y recto con sus cuchillas. No. El cortador había puesto su voluntad en cercenar en forma de medialuna, siguiendo la línea de las branquias. Un trabajo desprolijo que permitía ver la médula asomando. Naila se tapó la boca, desviando la mirada. Pero Damián tuvo otra actitud. Se acuclilló, atento a la manera en que la decapitación se había hecho. Tan particular, tan personal. Ninguno de los dos volvió a hablar hasta volver al campamento.

Ella no paraba de relatar lo visto. Tiraba teorías al aire, preguntas, interjecciones de asco, y tardó una buena porción de tiempo en notar la mudez de Damián.

—¿Qué te pasa?

Él no respondió. En vez de eso, miró a Naila y le dio un fuerte beso. Siguió camino abajo, dando bocados, respondiendo con excitación a cada gemido de ella. Tras un coito voraz, cayeron dormidos.

Damián soñó con el océano. Vio las profundidades más hondas, nadó entre medusas, pulpos, rapes. Recordó a Lovecraft y sus civilizaciones sumergidas, oyó el canto de criaturas que nunca había oído, palpó corales que tenían textura de huesos, saboreó la sal. Y lo vio a Él. Damián supo al instante quién era, y lo saludó con extrema cortesía. Él respondió con una breve inclinación, sin dejar de mirarlo con esos ojos rojos. Despertó en un mar de sudor.

Al mediodía, tras un suculento almuerzo de rabas y cornalitos, Damián y Naila decidieron dar un paseo por la costa. Había algo mágico en aquella playa, algo magnético. Quizá fuera porque estaba lejos de las más habitadas, escondida incluso; su lugar secreto. El sol asaba sus pieles, la arena ardía al colarse entre los dedos, y el viento soplaba en pequeños suspiros. Apenas algunas rocas esparcidas tras la arena, frente al agua, ofrecían una mínima sombra. Él le contaba anécdotas vergonzosas de su infancia, ella reía. Entonces los vieron: peces decapitados, repetidos a lo largo de la orilla como formando un sendero hasta donde alcanzaba la visión. Damián los estudió con ojos y dedos. Mismo modus operandi que el de la noche anterior. También misma especie de pez, fuera cual fuera. Naila puso cara de sardina, no parpadeaba, la boca abierta pero muda.

—No pasa nada, mi amor —dijo Damián, y alzó uno de los cadáveres para comprobarlo.

Ella lanzó una arcada, y él se le acercó, soltando el pescado. Le dio un fuerte abrazo, la besó en la frente, le acarició la cara, le besó los labios, sacó su lengua, que aleteó junto a la de ella, boquearon uno sobre otro, las manos como tentáculos, tocando carne, lamiendo carne, mordiendo carne. Los dedos de él en la almeja de ella. Ella lo devoró a él, una anguila, una culebra, serpenteando hasta el mejillón, piel brillante por baba y humedad, resbaladiza, dos cefalópodos enredados, hasta el estallido jugoso que los dejó descansar. Se durmieron bajo una roca, cerca del cardumen putrefacto.

Esa noche fueron de nuevo a cenar afuera. Comieron una cazuela de mariscos para abrir el apetito, y continuaron con calamar y papas fritas. Damián se atiborraba de manjares. Devoraba con la pasión del náufrago que no ha ingerido nada en días. Su barbilla chorreaba, los dedos aceitosos, la mirada lujuriosa. Naila, por otra parte, comía despacio, prudente, como si fuera a encontrar espinas. Al pinchar un tentáculo, éste se agitó. Fue un movimiento ligero, pero bastó para que ella dejara caer los cubiertos.

—Esto está vivo —dijo.

Damián no escuchaba, seguía metiendo trozos de molusco en su cavidad. Ella repitió:

—Esto está vivo, Damián, ¿podés dejar de comer?

Esta vez se detuvo, molesto, y echó un vistazo al plato de ella.

—No, está muerto. Comé.

Naila no pudo seguir siquiera con las papas fritas: fue directo al baño y dejó salir toda la cena. En su mesa, Damián engulló lo que quedaba en ambos platos.

Durante la noche, Naila se retorcía en su bolsa de dormir. Destellos de escenas submarinas la perturbaban: sirenas monstruosas la abrían en canal con herramientas de hueso. Luego, aún viva, era arrastrada de los intestinos hacia un santuario cavernoso decorado con esqueletos de peces; le cortaban brazos y piernas con hachas de piedra, y una daga le pasó por el cuello junto a una voz que entonaba:

El pez por la boca muere.

Al despertar en un alarido, vio que estaba sola en la carpa.

—¿Damián? —le preguntó a nadie.

El viento agitaba la carpa, aullaba, sonaba a ballenas agónicas. Naila se vistió y salió. Caminó a través del campamento en busca de Damián, apuntando con la linterna hacia los rincones de sombras más espesas. Llegó a la entrada, donde el sereno dormía con la boca abierta. Ella se sumergió en la penumbra de la calle.

El haz de luz no bastaba para tanta noche. Naila anduvo casi a ciegas, con el viento oleando en su ropa, hasta que tuvo un presentimiento. Se dejó guiar por él hasta la costa. La linterna cortaba un círculo en la oscuridad abajo, dejándole ver apenas dónde pisaba. Cada paso se le hundía en la arena, caminata de tortuga. El mar, furioso, gruñía con espuma. Espuma de rabia. A Naila le pareció divisar cosas que se movían a sus lados, figuras humanoides danzando.

—¿Damián?

Movió lentamente la luz hacia las sombras inquietas, y en el trayecto del haz se atravesó Damián, a unos cuantos metros adelante.

—¡Damián! —gritó, ignorando a las figuras.

Lo encontró desnudo, agachado sobre el fango oceánico. Parecía en trance, las manos ocupadas en alguna labor. Naila pisó algo viscoso: un pez sin cabeza. Apuntó la linterna hacia Damián, que portaba cuchillo en mano derecha, animal en la izquierda. Ella se le aproximó hasta que lo tuvo enfrente.

—¿Qué estás haciendo, mi amor?

Él seguía con la faena, sumido en su hipnosis. Naila apuntó tras de sí, alumbrando un cementerio íctico que se extendía hasta más allá de su vista. Damián murmuraba algo en un dialecto incomprensible.

—Damián. Damián. Despertate, por el amor de Dios, despertate ahora. ¡Damián!

Su nombre lo devolvió a tierra firme. Se miró las manos, su desnudez, y, por último, miró a su novia. Lucía tan confundido que no atinó ni a erguirse. Naila lo abrazó.

—Está todo bien, mi amor. Vamos a casa.

Él balbuceó algo.

—¿Qué? —preguntó ella.

Los labios de Damián se abrieron para dar paso a un cangrejito, que escapó en un torrente de agua. Naila tropezó hacia atrás, enfangándose.

—Dije que estamos en casa —pronunció él.

Ella echó a correr, tan veloz como pudo, llevándose la luz. Damián contempló la inmensidad negra, donde arriba se mezclaba con abajo, un gran mar con dos lunas, olas tronando, viento que traía olor a pez. Y Él, emergiendo de la noche, desnudo como Damián, hermoso, empapado. Siempre empapado. Armado con su cuchillo de piedra.

El pez por la boca muere —entonó.

La hoja rebanó despacio la garganta de ese bípedo que tenía enfrente, y lo observó abandonar la vida con sus ojos rojos, opacos. Complacido, lo vio boquear, hasta que la arena le cubrió la cara, ya muy lejos del cuerpo.


© Nahuel Fernández Etlis | Del libro de relatos Universos despiadados (Expreso Nova, 2015)

Nahuel Fernández Etlis | Argentina, 1988

Estudió cine y diseño de videojuegos. Ha publicado los libros de cuentos Desfile de fenómenos (2014), Universos despiadados (2015) y la novela Stoupakis (2018). Sus relatos han sido antologados en Cuentos de la Abadía de Carfax 4 (2014), Pelos de punta 8: Sangre fría (2016) y Nosotros, los abisales (2018). Desde 2016 dicta tres talleres literarios, además de brindar servicios como ghostwriter, transcriptor y traductor. Sitio web: nahuelfernandezetlis.wordpress.com

Foto de autor: Inés Rodríguez

Imagen de encabezado: Beth Macdonald

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