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«Penúltimas vidas», por Román Sanz Mouta

Caminaba.

Caminaba solo.

Caminaba entre los restos despellejados del útero protector e inmutable que nos amparaba. Ruinas formando pilares faraónicos de escombros de todo tipo, cada vez más erosionados y pervertidos por el implacable transcurrir de un tiempo que había perdido su significado.

No restaba ni la sombra de aquellos ampulosos edificios que aspiraban al cielo, de transportes aéreos, marítimos o terrestres. Nada más que sus esqueletos, acompañados por los poco orgullosos huesos raídos de la especie humana.

Caída en infortunios.

Entre ello caminaba Jon Sin Nada ni Nadie. De vida antigua, pelo y barba cana, pero reciente bautizo; arrastrando los pies en cadencia lenta y mecánica, un movimiento artificial culpa de la memoria física, de la arcaica rutina diaria, impulsado por una hebra de esperanza que le bisbiseaba:

«Sigue andando, Jon. Encontraremos a alguien…».

Y Jon, tan obediente como abatido, continuaba andando. Con pequeños reposos al aire durante el día o en las noches luminosas, buscando siempre ganar kilómetros. Escondido, recóndito cuando la oscuridad se imponía y Esos llegaban.

Esos, capaces por igual de aplastar un país o de cazar diminutos hombres uno por uno para saciar su voraz apetito; de vaciar mares con su peso y paso, desposeyendo de nombre al horizonte, dejando cicatrices que son nuevas fronteras y horribles puntos cardinales.

Entonces y durante permanecía Jon Sin Nada ni Nadie oculto en lúgubre silencio, mimetizándose con la hendidura donde se hallara, inmóvil y aterrado; sabiendo que ni techos ni paredes podrían protegerle si lo divisaban.

Los monstruos…

Que le apartaron de su familia. Que aplastaron a su hija con apéndices y dientes sádicos. Ante sus ojos cobardes e impotentes. Arrancada de su abrazo mientras él se sometía al pánico. Inmóvil. Inútil. Vergüenza de padre.

Pero eso fue antes.

Avanza ahora Jon Sin Nada ni Nadie por extintas metrópolis donde el verde reclama su dominio de vuelta. Por carreteras yermas que se cubren de inmisericorde desierto. Planicies desoladas como su propio ser que gritan soledades. Y alterna con bosques y montes donde la raíz es madre y nutre a esas forestas, ya no contenidas, que medran y recuperan terreno. La naturaleza reconquistando su lugar predominante.

Camina Jon siendo ignorado por los animales, con sentimiento mutuo. Incluso los depredadores han quedado saciados de tanto banquete humano. Un bufé mundial.

Perdiendo Jon volumen y masa en el periplo constante y desquiciado al que se somete, estirándose reseca su piel desnutrida; mostrando un organismo escuálido de bicho palo que podría quebrar el viento, apenas pellejo sobre calavera. De alimento frugal, solo viandas germinadas y agua dulce que cubre ríos o charcas.

No fue ni será cazador.

No se atreve Jon con los prefabricados de antaño; teme que las conservas le instauren como objetivo para Esos. Que le roben el poder de la invisibilidad por menudencia.

Aunque el hambre le corroa. Aunque nada sea eterno.

Excepto la nostalgia. De ruido y hálito, de movimiento múltiple con prisa, de aglomeración furiosa. Añoranza por las voces, por la interacción, por el contacto y los abrazos y los besos. Incluso por los insultos, las disputas, el gusto al conflicto. Melancolía por su pequeña cuando la recuerda jugando, riendo, gritando para llamar la atención. Queriendo y siendo querida mientras revolucionaba su existencia en cada despertar.

Todo eso ha quedado extinto.

Está solo.

Y ella, despellejada y tragada en una agonía que imagina interminable.   

Retorna el ocaso sin luna y Jon Sin Nada ni Nadie busca un mejor meandro; un intersticio donde soterrarse y arrojar cosas sobre sí. Hacerse más pequeño y objeto inánime, menos vivo.

¿Cuánto le durará la condenada suerte?

¿Será esta noche la última?

Incapaz de ignorar un voyerismo innato de raza, se permite un resquicio para mirar al exterior. Ser testigo de las tinieblas latientes que engullen la misma oscuridad.

Y llegan.

Criaturas informes, de todo tamaño e improbable concepción, desgarrando la atmósfera con sus gañidos enfermos, que toman apariencias obscenas en la mente de Jon. Seres ciclópeos que se elevan sobre el cenit a modo de innombrables e incognoscibles siluetas troqueladas, dejando adivinarse sus aberrantes protuberancias; filamentos que rastrean, buscan y barren vestigios humanos. Que hurgan entre su apocalipsis.

Infatigables.

Y que se marchan con la primera luz. A sus dimensiones de mundos otros y abismos en las simas del cosmos. A sus estrellas muertas o agujeros negros sobre blanco.

No cree Jon Sin Nada ni Nadie que le teman al sol. Quizá sea un sistema de turnos, una clepsidra universal propia de númenes.

Quizá es que estos invasores lo toman con desidiosa calma, pues no necesitan ofrecer explicaciones a sus insignificantes sometidos. Indignas hormigas.

Quizá, tal y como llegaron y devoraron la tierra aquella lejana e infernal noche, se vayan sin aviso para no volver.

Pero no confía Jon en ello.

No confía en nada; tan siquiera en sus sueños donde todo es remembranza del pretérito; mejores épocas de falsa entelequia que se desvanece, donde está con ella en memorias seleccionadas, en fábulas reinventadas. Hasta que llegan las pesadillas, las Bestias, y también allí se la arrebatan. A cada cerrar de ojos. Cíclico tormento.  

La humanidad lo perdió todo, pero ¿por qué él sigue vivo?

¿Por qué no termina?

«Un poco más, Jon. Aguanta. Solo un poco más…».

Retorna al camino sumando otro amanecer, con apetitos y sedes que sobrepasan lo mundano. Con su cuerpo reclamando necesidades desatendidas. Derrotado, pero no vencido. Rendirse sería su postrera ignominia. No la avergonzará una segunda vez.

Camina Jon Sin Nada ni Nadie esperando incólume que se derrame la última gota de su reloj de arena; dejando a un lado el indómito océano, que le sorprende y es capaz de alterar su hábito y detener su ritmo de paso para observar conmovido, pues animales nunca vistos pueblan y cabalgan sus aguas.

Evoluciones e involuciones.

Cuasi un cuadro abstracto pintado por visionarios. Y apenas un esbozo de cuanto está por venir.

A su hija le hubiera gustado la imagen.

Reanuda su apesadumbrada marcha intentando desprenderse de la conocida nostalgia y solidificar los sentimientos. Sus instintos no le remiten al miedo por las nuevas faunas, no como cuando llega la opaca nebulosa que es carro de guerra celestial. Pero le perturba ser aperitivo de una entidad incluso más grande.

«Sigue, Jon. Resiste. Puede que ya estés cerca. No te detengas…».

Y continúa, desapegado y carente de ilusiones, socavada cada vez más esa voz de optimista anhelo, enterrada bajo los crípticos e ignotos mensajes de sus destructores, los cuales vibran en frecuencias blasfemas a través de insanos pensamientos.  

Y escucha; algo innatural, remoto, artificial y desterrado. Cambia de velocidades, lo que su castigado cuerpo le permite en apremio. Corriendo. Casi delirando. Flotando en pos de un espejismo.

Ve una niña. Sucia, de melena rubia encrespada, con apariencia de juguete roto. Excavando entre la basura que fuimos. Rescatando tesoros con forma de ropa mugrienta y comida a la que Jon renuncia. Sobreviviendo.

Y se descubren.

Se reencuentran.

Él quiere correr y abrazarla.

Ella quiere huir y salvarse.

Con gestos de paz, a lenta cámara, Jon reduce la distancia con la desconfiada chiquilla, que se agazapa nerviosa, en tensión; capaz de saltar sobre el potencial peligro que supone el desconocido o escapar de éste.

Un palmo los separa.

Un suspiro.

Una oportunidad.

Jon Sin Nada ni Nadie se arrodilla y alarga sus manos en ofrenda sin romper la conexión visual.

La pequeña lo husmea. Lo mide. Y extiende sus dedos. Se juntan leve sus pieles.

Confían.

Jon quiere soltar lágrimas que fluyen por dentro mientras intenta recordar cómo se habla, cómo se convoca el lenguaje.

La niña, más simple, más lista, lo envuelve, toda brazos y pelo enmarañado.

Se aferran como reducto último de pueblo y linaje. Futuro y pasado.

Ella se libera y murmura: «soy Agnes».

Y se apagan las luces.

Sin aviso, de súbito. Negando el advenimiento.  

Se cierra el telón y nada ven. Solo se sienten cerca el uno a la otra mientras zarcillos de densa niebla se mueven y caen en picado sobre ellos, cual sólida tormenta de otredad que les rodea nefasta. 

La niña lo abraza de nuevo buscando protección contra lo inesperado.

Esos ya vienen, emergen, fluyen inabarcables entre la bruma.

No hay dónde ocultarse.

Jon la sostiene. La cubre con su cuerpo ejerciendo de muralla. Se aprisiona con todo el material de catástrofe que les rodea, entre montañas de cráneos que sonríen sabiendo de la nueva compañía.

Esos siguen horadando. Cada vez más cerca.

Jon toma una decisión impetuosa: preservarla. Se despide en susurro, la sumerge profunda bajo más chatarra. Se expone.

Jon convertido en escudo.

En distracción sin feria.

Se ciernen sobre él.

Los separan.

Ella aguanta la respiración.

Sabe lo que sucede. Quiere ayudar.

De pronto, se desliza valiente para brotar desde el suelo de restos e intentar el rescate. Hasta que una orden, cual bomba de retardo, la detiene. Agnes queda paralizada, recordando eternamente ese susurro del hombre:

«¡No! Vive. No te dejes capturar. Que nunca te vean. Encuentra a otros».

Y obedece. Continúa oculta. Aguanta domeñando sus inestables riendas de impaciencia infantil, escuchando el tormento plañidero de Jon, que parece desafiar a Esos, las Criaturas. Celebrar su conclusión con una pequeña victoria.  

Aguarda la niña que retorne el día robado de forma perenne, deseando alcanzar el alba, retomar la luz.

Y de repente vuelve el astro.

Esos se marchan…

Con Jon en las entrañas.

Y Agnes Sin Nada ni Nadie, comiendo pequeños bocados de una lata caducada, inicia su viaje, la promesa que hizo, con una voz y una idea en bucle rebullendo en su cabeza.

«Sigue andando, Agnes. Encontraremos a alguien…».

Caminando entre charcos y pozas de carne, sangre y hueso.


© Román Sanz Mouta | Relato inédito

Román Sanz Mouta | España, 1976

Ha publicado las novelas Intrusión (2016), De gigantes y hombres (2018) y Benceno en la piel (2019). Además de firmar reseñas y artículos como miembro de la web cultural Dentro del Monolito, ha colaborado en las revistas Círculo de Lovecraft, NGC3660 y Tentacle Pulp, y en las compilaciones de cuentos T.ERRORES (2020) y Dentro de un agujero de gusano. Antología Space Opera (2021).

Foto de autor: Archivo

Foto de encabezado: Viktor Talashuk

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