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«Por supuesto que te voy a esperar», por Pamela Rojas Núñez

Justo cuando es medianoche,

la viuda con su lamento

hace temblar al viajero,

cual si fuera hoja al viento.

Los Quebradeños


Comienza a darle frío sentada sobre esa roca. La noche desértica y el viento cordillerano no son una buena combinación. ¿En qué estaba pensando, se pregunta Matilde, cuando salió de casa con esas ropas tan ligeras? No debí dejar que fuera solo. Quiero confiar en él. Pedro lo prometió. Pero tantas veces había creído en su palabra y tantas veces la había decepcionado.

Iremos al norte, a las minas, por oro. Quiero darte lo mejor, mi vida. Tendremos una linda casa y una vista hermosa. ¿Vista a dónde? Si hay pura tierra. Amor, ¿has visto los colores de las montañas y sus formas? Son como dinosaurios dormidos. ¿Has visto desde las alturas a las nubes desplazarse entre los cerros? Son como la espuma de las olas en el mar. ¿Has sentido la garúa de la camanchaca? Ese escalofrío que recorre tu cuerpo, te recuerda que estás vivo.

Hizo una sonrisa triste. Esas palabras fueron su perdición. Hizo propio el sueño de su esposo y lo siguió sin dudar.

Según Pedro, una gran ave de alas doradas lo condujo por la quebrada. Un alicanto, dijo, estoy seguro. Vi que se tragó una pepita de oro. La mina debe estar por aquí, Matilde, él quiere que tengamos la minita. Nos ha bendecido, dijo mientras construía la casita de adobe que los refugiaría por los siguientes cinco años. Ya verás, Matilde, encontraré la mina y nos podremos ir a Pueblo Hundido a vivir, con una casita que no tenga todo lleno de tierra, tendrás lindos vestidos. Te verás hermosa.

¿Cuánto rato lleva esperando? Pedro encontró la minita tras mucho tiempo de búsqueda. Y no se había equivocado. Estaba a tan solo pocos kilómetros de su casa. Recuerda muy bien el rostro de su esposo entrando por el umbral de la puerta mientras sonreía y extendía los brazos hacia ella, aunque es incapaz de recordar cuánto rato lleva sentada en esa roca esperando. La encontré, la encontré, dijo él, y se abrazaron. Tantos sueños y esperanzas se harían realidad.

Después de la euforia inicial, comenzaron a planificarlo todo. Pedro dejó sobre la mesa un saquito con algunas muestras que extrajo de la mina. Ella guardó una pepita en su relicario. ¿Sabes cómo llegar? Matilde tomó un lápiz y un papel y dibujó dos mapas con las indicaciones de Pedro. Hay que inscribir la mina, Pedro, no vaya a ser que alguien la descubra y quiera robarla.

Su madre se lo había advertido. El vicio de Pedro solo te traerá desgracia, Matilde. Una a veces es tan tonta, se enamora y cree que el amor lo puede todo y no po’, no lo puede. Suspira y mira a ambos lados de la carretera. Nadie. ¿Habría Pedro inscrito la mina a su nombre? Él se había esforzado tanto por encontrarla y estaban muy entusiasmados por tener una casita en el pueblo y no en la quebrada.

Pedro tomó uno de los mapas, la besó y partió. Vuelvo pronto, dijo. Vuelvo pronto y no volvió. Malnacido. No era la primera vez que Pedro se mandaba una cagá. No debí dejar que fuera solo. Seguro que está borracho en algún lado. Mi mamá me había dicho y yo no quise hacerle caso. Tan tonta una, tan ciega que es de repente. Pero no iba a dejar que él la cagara esta vez. Por eso salió de casa y caminó hacia Pueblo Hundido entre las quebradas y también por el borde del camino. 

El sol se ocultó hace mucho y Matilde espera, todavía, sentada en esa roca. No hubo ninguna señal de Pedro durante toda su estancia. Pediría un aventón al próximo que pase. El frío se hace insoportable y no quiere pasar la noche sola en el desierto, porque, aunque sabe que no hay nadie en kilómetros, no puede sacarse el miedo del cuerpo, ni el dolor en el pecho.

A lo lejos ve unas luces que se acercan. Salta de la roca y camina hacia ellas en silencio, sobando sus brazos porque hace frío. Un hombre baja la ventana, la observa preocupado y, amablemente, abre la puerta de su camioneta para dejarla subir. Matilde arremanga su vestido y se sube. Voy a Pueblo Hundido, anuncia ella. Hace tiempo que no escuchaba ese nombre, de cuando estaba chico, mis abuelos le decían así. El hombre hace preguntas que a ella no le interesa responder. ¿Qué haces aquí? ¿Por qué estás tan sola? ¿Qué tenías en mente? ¿Estás pololeando? Erís bonita, ¿por qué no te vay conmigo? Matilde solo sonríe sin decir una palabra.

La camioneta toma la próxima curva. Frena de golpe, tanto que los neumáticos chirrían y, tras una brusca aceleración, desaparece en medio de la noche.

Matilde lleva esperando horas en esa roca. No entiende en qué momento las luces pasaron frente a ella, cómo es que no las hizo parar. Ahora están demasiado lejos, imposible de alcanzar. Y hace frío, mucho frío. Debí quedarme en la casa. Debí quedarme y esperar al Pedro no más. Es tan obcecada. No le importó atravesar el desierto con tal de encontrar a su esposo. Capacito que ya le robaron todo. Siempre tan distraído. 

Amanece. ¿Por qué no camina, mejor? Si quiere llegar a Pueblo Hundido, debe caminar. Hace el intento de bajarse de ahí, pero la roca y el dolor en el pecho no la dejan avanzar. Tiene miedo. Pedro no va a regresar. Es una de las grandes certezas que tiene esa noche. No sabe por qué. O sea, sí sabe. Solo no puede recordar.

¿Cuánto rato llevo esperando?

Tiene la sensación de miles de amaneceres y atardeceres, tiene la sensación de eternidad, pero sabe muy bien que ayer por la tarde estaba en su casa, que Pedro iría a Pueblo Hundido a inscribir la mina, que el alicanto lo guió, que su vida cambiaría. Se toca el cuello. El relicario en el que guardaba una pepita de oro ya no está. Mira hacia el suelo desesperada. No lo ve. ¿Dónde está su relicario? ¿Dónde está Pedro?

Ah, sí. Ya recuerda. Pedro fue a inscribir la Mina. No volvió. Ella fue a buscarlo. Se encontró con unos hombres. Unos amigos de Pedro que lo ayudarían en la mina, dijeron. ¿Dónde está la mina? ¿Dónde está Pedro? Ya viene. Matilde sabe que es mentira, que no viene, que no vendrá. Llévanos a la mina. No. Siente una punzada y una dolorosa calidez en el pecho, después ve el cuchillo.

 A lo lejos ve unas luces que se acercan. Salta de la roca y camina hacia ellas en silencio, sobando sus brazos porque hace frío. No alcanza a interrumpir el paso de las luces, porque estas se detienen de golpe unos metros antes de lo estimado. Un hombre grita furioso. No es Pedro. Matilde lo sabe aunque a ratos se le olvida. Pedro no volverá. Una mujer forcejea dentro del vehículo. Suéltame, le dice, mientras abre la puerta e intenta bajarse. Es jovencita. Como yo. Matilde camina hacia ella. Él sigue gritando, amenaza. Matilde corre y se asoma hacia el interior. Sus miradas se cruzan y él suelta a la joven, la empuja y, espantado, se va a toda velocidad, con la puerta de pasajeros todavía abierta y derrapando en las curvas de la cuesta.

Allá va otra posibilidad de llegar a Pueblo Hundido.

La joven está sentada en el suelo. Llora mucho. Matilde le dice que esté tranquila, que ya vendrá alguien. Pedro vendrá. La joven no la mira, no la escucha, la ignora. Registra en sus bolsillos hasta sacar un curioso aparato. Tiembla. El aparato brilla y emite sonidos.

—Soy Sofía, vengan a buscarme, por favor, tengo miedo. Te mandé mi ubicación —dice llorando— Sí, fue él. No sé qué iba a hacer. No sé, se fue. Me dejó tirada acá. Apúrate.

Matilde se sienta a su lado a esperar. La joven no la mira, no la escucha, la ignora. Unas luces se acercan. Ambas están tensas. No es Pedro.

—No es él —dice Sofía aliviada y se pone de pie, mientras hace señas para que las luces se detengan.

El vehículo se estaciona, se baja otra mujer. Ambas se abrazan por mucho rato. Se suben al auto y Matilde las despide con un gesto que ninguna ve en sus espejos. No era Pedro, se lamenta. 

Comienza a darle frío sentada sobre esa roca. La noche desértica y el viento cordillerano no son una buena combinación. ¿En qué estaba pensando, se pregunta Matilde, cuando salió de casa con esas ropas tan ligeras? No debí dejar que fuera solo. Quiero confiar en él. Él lo prometió. Pero tantas veces había creído en su palabra y tantas veces la había decepcionado. ¿Quién? ¿Pedro?

¿Por qué estaba ahí? Ya no lo recordaba.

Se trepa a la roca. Su vestido blanco brilla con el amanecer. El viento es un susurro, una voz que pregunta. ¿Has visto los colores de las montañas y sus formas? Son como dinosaurios dormidos. ¿Has visto desde las alturas a las nubes desplazarse entre los cerros? Son como la espuma de las olas en el mar. ¿Has sentido la garúa de la camanchaca? Ese escalofrío que recorre tu cuerpo, te recuerda que estás vivo.

Ah, sí. Pedro. No el viento. Por supuesto que te voy a esperar, Pedro. ¿Dónde estás?


© Pamela Rojas Núñez | Relato inédito

Pamela Rojas Núñez | Chile, 1987

Es Profesora de Enseñanza Media y Licenciada en Lengua y Literatura Hispánica. Es también docente del Programa transversal de Lenguaje y Comunicación del Instituto Profesional DUOC UC y participa en dos colectivos: La Ventana del Sur, agrupación que busca visibilizar y conectar a las escritoras chilenas de lo insólito, y La Otra LIJ, espacio para la difusión de la literatura juvenil. Ha sido antologada en Imaginarias. Antología de mujeres en mundos peligrosos (2019) y Mundos. Antología de ciencia ficción, fantasía y terror (2019).

Foto de autora: Archivo

Foto de encabezado: Bailey Hall

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