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«Remake Theory #9», por Juan Manuel Candal

2.

Todavía estaba despertando, dejando atrás los últimos harapos de ese sueño incómodo, sueño lacio y fucsia, con la sensación de alarma que había dominado aquellas imágenes extrañas… cuando notó que las manos de ella lo buscaban. Manos gráciles, de pianista. Frías, más aptas para el golpe percusivo que la caricia. Se dio vuelta y la encontró despierta.

     —¿Qué pasa?

     No se había preparado para la pregunta. De repente, cayó en el mundo cotidiano y todo lo previo comenzó a disiparse.

     —¿Por?

     —Tenés cara de algo…

     Le sonrió y la tomó con suavidad por la nuca, para que se deslizara nuevamente a su lado y apoyara la cabeza en su pecho. Así estaba bien. Ana, a su lado, respiraba profundo.

     —Creo que fue algo que soñé.

1.

Suena el teléfono. No, no es el teléfono, es el timbre. ¿Por qué suena tan fuerte? Voy hasta la puerta y abro. Del otro lado, mamá, ojerosa. Le pregunto si quiere pasar, pero sé lo que me va a decir.

     Me voy, dice, me tengo que ir. Al hotel. ¿Qué hotel?, pregunto, pero yo sé de qué hotel me habla y ella sabe que lo sé. Lo leo en su rostro: Siempre supimos que este momento iba a llegar. Quisiera razonar con ella, pero ella se va, ya no está, y tampoco está ahora la casa; estoy acomodando las frazadas en medio del invierno, a la intemperie, cansado. Sobre mí, el árbol enorme, antiquísimo. Sé que es un sueño, lo sé en este instante, sé que podría despertar y seguramente estaré en alguna de las casas en las que creo haber vivido, quizás con alguna de las mujeres que recuerdo a mi lado, pero una fuerza superior, ya no un designio, nada de orden celestial, otra pulsión, me llama a no sentar base, a seguir camino, porque lo esencial está más cerca, sí, pero todavía está en otra parte. Así que miro, soñoliento, el mundo alrededor: bancos de plaza vacíos, polvo de ladrillo mezclado con tierra sobrevolando el pasto en brava marea, la luz de mediamañana apagada, las huellas que se van borrando, zapatos viejos que hicieron camino. Elijo dormir, por dentro y por fuera del sueño, pero un hombre, parco, de rasgos indefinibles, me mira a lo lejos. Es el actor de mi película. ¿Cómo pude haberlo olvidado? Por suerte, llego al bar inmediatamente, donde puedo encontrar a mi protagonista, al que debo darle las indicaciones pertinentes de la escena. Miro la fotocopia del guion que mi asistente pone en mis manos. Se titula Praca Wersja #9. Y dice: Interior-Habitación matrimonial-Día: él despierta con una mjr extrñ a su lado tal vez ya la haya visitado antes tal vez no pero ella ya está despierta y a la espera y se llama Adriana /Alicia /Amelia /Ana /Bianca /Brenda /Carla /Clara /Delia /Eliana /Ernestina /Fabiana /Fabiola /Fernanda /Gabriela /Gala /Hana /Harumi /Iara /Ivana /Isabel /Jazmín /Juliana /Julieta /Kamila /Katja /Lara /Laura /Leticia /Liliana /Marcia /Mariana /Mariela /Micaela /Nadia /Natalia /Noelia /Olivia /Paloma /Pamela /Paulina /Raquel /Rocío /Romina /Sabrina /Selena /Sofía /Talisa /Tiara /Uma /Vanesa /Verónica / Walkirya/ Wanda/ Ximena/ Yael/ Yamile/ Zoe a la que le cuenta el sueño que acaba de tener, leo. Ahora recuerdo que este sueño es una reelaboración de ese otro sueño, del mismo sueño de siempre; sé que tengo que preservar el núcleo intacto, que algo muy importante depende de que yo pueda mantener los fragmentos en su lugar. Mi prtagnst acaba de entrar al bar también, quizás incluso yo sea él y él sea yo. Me siento en una de las mesas, cerca de un ventanal, pero parece el vagón-restaurante de un tren estancado. Se acerca la mjr, exótica, mueve las piernas con elegancia pero tropieza inmediatamente; sin embargo, no cae al piso, sino que logra atajar el desatino sin soltar el menú encuadernado en gamuza que trae en una mano, que deposita en mi mesa a la vez que me saluda. Es igual que siempre: interesante, sin ser llamativa. Su pelo, ahora totalmente fucsia, la rejuvenece, la devuelve a un tiempo de caos estético en el que espanto y belleza son intercambiables, o mejor, son dos maneras de expresar la misma cosa. No me hace falta mirar el menú, sé que no existirá lo que vaya a pedir, sé que el precio estará en chelines o rublos, y de cualquier modo, sé que tengo que irme rápido porque ellos ya saben que estoy aquí. Vienen, vienen por mí, sombras relámpago, me han ubicado. Seguramente la mjr fucsia es la delatora, aunque sé que no, que más tarde se develará que no. Me levanto, camino con paso ligero hasta la salida, y luego corro entre decorados sin techo, saltando entre marcas de papel, cayendo justo bajo el foco de las luces. Entro al shppng y entre la maraña de gnt desaparezco. Atravieso pasillos y puertas pero es al llegar a la peluquería que entiendo que allí está la mjr que me ha entregado, la mjr fucsia. Ella no puede verme, pero la escucho hablar con un hmbr entre las sombras, al que le dice que me está siguiendo y estoy fuera de peligro. Pero no debería ser un hmbr, sino una peluquera. Algo está mal, algo está terriblemente mal. La mjr fucsia gira la cabeza muy, muy lentamente, sabiendo que va a encontrarme allí, enterado de todo. Entonces sonríe, y es una mueca ominosa: un ángel de la guarda que me podría sofocar con tal de mantenerme a salvo. Se levanta; se levanta y se acerca a mí, va a decir algo terrible que no puedo permitirme escuchar, así que me doy vuelta y comienzo a correr, a correr otra vez, pasando caras como supernovas, paredes que son gradientes, hasta que ya no son nada excepto la imagen estática de un parque de diversiones abandonado. Entro para refugiarme, o no para refugiarme, entro porque sé que debo encontrar la montaña rusa oxidada, preparar la vía de escape del prtgnst que era yo hasta recién. Es importante que encuentre el lugar exacto desde el cual filmar la escena. Así que dejo atrás la promesa incumplida del tren fantasma, la estampa vintage de las tazas gigantes y sólo me detengo cuando veo el trazado del teleférico, que permanece inalterado. Es el momento de la tentación: el cable se desliza infinito, más allá del horizonte. Quiero subir y alejarme de este ciclo interminable, saber si hay otra cosa por fuera de esta rutina hiperbólica, pero ya estoy caminando en dirección a la montaña rusa que, majestuosa y arrebolada, se erige a unos metros. ¿Arrebolada? Me acerco corriendo, preocupado. Es verdad: las vías de acero han sido reemplazadas por ramas que se vuelven más y más raquíticas a medida que se pierden en el horizonte. Ningún carro podría transitar por ahí. La escena se diluye si no puede filmarse: mi prtgnst no tendrá vía de escape. Estoy transpirando y sé que no solamente en este plano. Me subo a las vías de árbol y trepo como un maniático hasta llegar a la cúspide, y entiendo que ya no hay manera de salir o volver atrás. Calculo el salto que tendría que dar el héroe: unos diecisiete metros, aproximadamente. Recuerdo el colchón de la plaza. Con esfuerzo logro mover uno, dos, diez colchones que consigo en una grieta de la lógica. Calculo que es posible lanzarse y sobrevivir al impacto. ¿Puede morir el héroe? A esta altura del sueño ya nunca somos la misma prsn. ¿Podría ser atrapado él y yo seguir camino? No lo sé, pero sé que tengo que cumplir todos los pases de rigor, cada noche, en cada cama/trama. Dejo los colchones y corro entre los matorrales hasta dar con el claro en el que se ve, majestuoso, el hotel. La nube de cenizas, como siempre, permanece alrededor, en animación suspendida. Pero hay algo extraño: la puerta está abierta. No sé qué significa esto, pero una puerta abierta siempre es una invitación. Doy un paso al frente. Una mano se posa en mi hombro. Es la mjr fucsia. Me recuerda que nunca, bajo ningún aspecto, tengo que cruzar esa puerta. Esto es lo que te queda del mundo, los fragmentos a los que lograste darle cohesión, una narrativa torpe y llena de agujeros, pero que tiene algún sentido, me dice. Sé que tiene razón. Pero estoy cansado de saltar transversalmente con tal de no avanzar adelante. Sin embargo, la mjr es inflexible: para seguir saltando en paralelos, y que el tiempo no transcurra, es necesario que algún ancla permanezca inamovible. Asiento, asiento, sé que este es el precio de haber encontrado un modo de liberar la consciencia más allá del eje de las frecuencias, y me dejo conducir hacia ese otro amanecer que es siempre el mismo.

3.

Todavía estaba despertando, dejando atrás los últimos vestigios de sueño, un sueño cada vez más incómodo, sueño lacio y chocolate, todavía con la sensación de alarma que había dominado el último rato, cuando por un momento aquellas imágenes extrañas parecieron inconexas, o incluso, al agolparse, amenazaron con cancelarse unas a otras, y la entropía asomó su rostro espantoso desde algún umbral que ya desaparecía. Manos. Notó manos, las de ella (¿qué ella?). Lo buscaban sobre las sábanas. Tal vez estuviera desnuda o llevara puesta una remera de él. Marcia solía despertar antes, jovial, renovada. La ilusión del descanso todavía le era pertinente. Seguramente ya habría desayunado, probablemente conociera ya el pronóstico del clima extendido para todo el fin de semana largo. Sabía que si daba alguna mínima señal de vigilia, ella empezaría a manotearlo, con esa gracia tan torpe, gracia de morsa muerta, que la hacía insoportable, pero, a la vez, extrañamente eficaz. A veces se preguntaba cómo esos dedos regordetes podían sostener un lápiz con tan prodigioso talento. Como siempre, terminó por rendirse. Se dio vuelta y la encontró despierta, pero no era Marcia. Se desperezó para ganar tiempo, mientras pasaba nombres en su mente. ¿Juliana? Sí, era Juliana. Sonrió: ya no le parecía tan irritante la idea de una iniciativa, contraataque e invasión. Pero ella se detuvo.

     —¿Qué pasa?

     No se había preparado para la pregunta. Se soltó de aquella altura todavía incandescente y cayó en el mundo cotidiano, olvidando todo impulso previo.

     —¿Por?

     —No sé, tenés cara de algo…

     Le sonrió y la tomó con suavidad por la nuca, para que ella se deslizara nuevamente y apoyara la cabeza en su pecho. Así estaba bien.

     —Creo que fue algo que soñé. —Iba a añadir Juliana, pero prefirió no arriesgar.

     —Contame, bobo —dijo ella, con una sonrisa, y lo besó.

     Pensó en la cara de su madre, el día que se enteró de la enfermedad y decrepitud inminentes que se iban a llevar a su hijo. Hubiera sido cuestión de tiempo, hasta que el tiempo dejó de ser un factor.

     —Dale —insistió, juguetona.

Podía compartir la superficie y, como lo había descubierto, sabía que a veces hay verdad suficiente en la superficie de las cosas y no se necesita más, pero tenía que evitar el error que había cometido con Marcia ¿O había sido Verónica? Bueno, tenía que evitar cometer el mismo error. Lápices. Pero Juliana era agente de viajes, no podría dibujar ni un croquis: no tenía de qué preocuparse.

Su madre. Todo empezaba (siempre) con su madre, que tocaba timbre, en ese departamento, o tal vez uno parecido. Había caminado mucho, acumulando años en el camino, y había llegado confundida, desorbitada. Tengo que irme, decía, tengo que irme al hotel. ¿Qué hotel? Pero ella no respondía, como si la respuesta fuera obvia, como si hubiera dicho Tengo que irme a París, o Tengo que irme al Café Tuo Tempo. Más tarde, o quizás inmediatamente, él se mudaba a la plaza Moreno, que quedaba a dos cuadras: llevaba su cama y algunas frazadas, y dormía entre los bancos también verdes, bajo el amparo de un árbol antiquísimo. Después aparecía en un bar, donde se filmaba una película dirigida por un polaco. No sabía cómo había averiguado que la dirigía un polaco, pero había retenido el dato, llegado de boca de uno de los actores, actores que por supuesto hablaban un idioma que él no comprendía. Uno de ellos, presumiblemente el protagonista, se veía involucrado en una trama policial paranoica y escapaba de alguna organización sombría. Una mujer, de rasgos interesantes y refinados, lo atendía en el bar: no era particularmente llamativa, y sin embargo, una vez vista, era imposible sacarle los ojos de encima. La mujer, de cabello lacio, color chocolate, apenas llegaba a tomarle el pedido, porque el protagonista pronto debía irse corriendo: sus perseguidores, como sombras relámpago, estaban cerca. Corría hacia una feria cercana y allí lograba abrirse camino por diferentes pasillos, entre carpas y stands, hasta que desembocaba en una peluquería transitoria. En una de las sillas, la mujer de cabello color chocolate recibía instrucciones de parte de la supuesta peluquera: al parecer, tenía que protegerlo a cualquier costo. Ahora el protagonista comprendía que ella también era parte de la conspiración, incluso si estaba de su lado. Salía corriendo una vez más, y entonces la producción de la película desaparecía y con ésta el protagonista, y ya era él nuevamente, que recorría una montaña rusa oxidada, en un parque que había cerrado muchos años atrás. Tenía que buscar el lugar perfecto para el rodaje, ¿desde dónde podía filmarse la caída libre del carrito en el que el protagonista iba a escapar de sus perseguidores? Una curva angosta, a diecisiete metros del suelo, que luego se convertía en espiral descendente, parecía el lugar indicado. La huida tenía que ser épica, perfectamente milimetrada, tenía que producir adrenalina hasta el último instante. Después, el héroe de la película correría entre los matorrales hasta dar con un claro, en el medio del cual se erigía un hotel. En ese momento las cámaras y las luces desaparecerían (como siempre) y volvería a sorprenderse al encontrar aquel lugar que su madre enloquecida buscaba, pero el hotel estaría abandonado, con una nube de cenizas flotando alrededor, como si el instante de la desgracia hubiera quedado para siempre en suspenso. La mujer del pelo chocolate lo sabía, y por eso ahora le palmeaba la espalda, a él, no a ese protagonista tan alto y europeo.

     —En un momento no era yo, pero después sí. Hasta ahí me acuerdo, creo que fue más o menos cuando me despertaste.

     —¿Era linda?

     —¿Eh?

     —La chica.

     Suspiró. No había pensado bien el relato.

     —Más o menos. Era como exótica.

     —Ah. Exótica.

     —Sí, y a mí algo que no me gustan son las cosas exóticas —dijo con su sonrisa más encantadora y la besó. Ella se resistió por un momento, hasta que se dejó tocar e invadir, y la mujer exótica perdió peso específico.

Con Marcia había sido peor. Se había movido angustiado en la noche tardía, y ella lo había despertado durante el sueño, momentos después de llegar al claro donde estaba el hotel. Le había relatado más o menos lo mismo que a Juliana, pero sin tener en cuenta que hablaba con una dibujante. Y eso le había costado caro. Aquella vez (¿una semana atrás? ¿dos días? ¿la noche previa?) Marcia había tomado cartas en el asunto y así, a la tarde, la encontró ensimismada sobre una hoja blanca, en la que bocetaba algo.

     Le llevó apenas un minuto comprender.

     —¿Qué estás dibujando, linda? —Gracias a Dios por esos vocativos genéricos.

     Ella redondeó un par de trazos y levantó la hoja. Era un retrato de la mujer chocolate. Lo supo sin que mediara una palabra entre ellos. Lo embargó una sensación extraña, como si hubieran violado su intimidad. ¿Cómo podía saber Marcia? ¿Cómo podía haberla dibujado cuando no había escuchado más que una descripción general? ¿Cuánto podía revelar la palabra mujer? Había un detalle curioso: había sombreado el pelo con dos colores: un pardo chocolate y un rosado furioso, casi fucsia. En ese momento comprendió el peligro en el que se había involucrado por contar semidormido las huellas de un sueño.

     —¿Por qué le hiciste el pelo así?

     Ella se encogió de hombros.

     —Es un dibujo. Y tampoco está terminado. Dame. —Y se lo sacó de las manos, tal vez ofendida.

Ese sábado a la tarde —le informó Juliana— tenían planes de ir al cine. Aceptó todo como si recordara lo que seguramente había prometido (él, alguien como él). En el cine vieron una película particularmente extraña: un hombre combatía villanos disfrazado de murciélago, y a todo el mundo le parecía lógico. Por supuesto, aplaudió con ellos cuando rodaron créditos y se guardó sus opiniones. Había aprendido que era valioso dejar que los demás hablasen y le indicaran así las coordenadas. Lo más seguro era evitar pronunciamientos categóricos.

     A la salida, ella insistió con que visitaran a la robotiza. Él accedió mientras terminaba esa gaseosa horrible con gusto a maní. En el shopping, un pasillo oscuro, apenas iluminado por luces de neón, conducía a los aposentos de la robotiza, una especie de evidente truco de hojalata dorada que invitaba a dejar una contribución a cambio de una lectura. (Él recordó a ese hombre que se había encontrado cuando estaba con Verónica (¿o esa había sido Nadia?), un cincuentón entrecano que coleccionaba novelas policiales y se emocionaba con cada una como si fuera la primera vez, repitiendo a viva voz En cualquier momento revelan quién es el asesino: ¡estos libros son fantásticos!).

     La robotiza, sin embargo, leía el historial de intercambio radiactivo de la pareja y sacaba conclusiones estadísticas. Por un momento él se emocionó: nunca había escuchado esta idea. Sabía que una pareja tenía algún tipo de intercambio radiactivo si dormía cerca mucho tiempo, pero no que pudiera medirse o, mejor todavía, que fuera posible sacar conclusiones al respecto. Pero la robotiza tardó un rato y finalmente dijo, para desilusión de todos:

     —Hay un error en los elementos. Disculpen las molestias, muchas gracias, tengan ustedes un excelente día.

Esa noche Juliana preparó algo liviano para la cena. En la televisión, de fondo, pasaban la serie Shogún Inflamable, una suerte de formato antológico bizarro, o al menos así la definía la guía electrónica en display.

     Ella sirvió la ensalada con pollo.

     —¿Podemos cambiar de canal?

     Él señaló el control remoto, desinteresado. Juliana pasó unos cuantos canales, noticieros, un partido de fútbol entre Lanús y Río Gallegos, 2-1, recital de trovador ibérico, documental sobre la mantícora. Entonces ella bostezó. Tenía los ojos entornados. Por Dios, que se vaya a dormir, pensó él, pero dijo:

     —Si tenés sueñito, acostate.

     —¿Y vos? ¿Venís a acostarte conmigo?

     —No, me voy a quedar un rato más, mirando la tele —mintió.

     Juliana levantó los platos, se despidió con un beso liviano, se fue a lavar los dientes, volvió a despedirse, fue a acostarse, volvió diciendo que hacía frío, que si podía usar un jogging de él, él dijo que sí, ella volvió a despedirse con otro beso menos liviano y finalmente cerró la puerta de la habitación. Él bajó el volumen del televisor y escuchó el chirrido de los resortes: ella acostándose. Un momento después, debajo de la puerta se apagó el resplandor de la luz del velador. Esperó dos o tres minutos y fue a la computadora. Abrió el Netscape Navigator y buscó información. No sabía cuántos saltos llevaba, pero necesitaba un punto de referencia. Buscó su nombre en formato de keywords, y el resultado le contó la historia de su vida en apenas diez líneas o menos.

     Su nombre, su edad, su fecha de nacimiento. Estos datos siempre permanecían iguales. Pero luego venía el paseo. Abogado. Premio Nobel de Física. Vendedor de seguros. Sub-gerente de la discográfica T.A.L.E.N.T.O. Guitarrista. Locutor. Escritor de novelas steampunk. Agente de viajes. Esposa: sí. Esposa: no. Hijos: 2. Hijos: no. Hijos: 3. Estado civil: casado. Estado civil: viudo. Hermanos: Roberto, Mariela, Ricardo, Sebastián, Ariel, Pamela, Leticia, Bernardo, Vanesa, Sofía, Manuel, Alberto, Leo, Hernán, Natalia, Felipe, Adriana, Daniel, Daniela, Ricardo, Pamela, Leticia, hijo único, Sofía, Manuel, Alberto.

     El otro dato que nunca cambiaba era la ciudad de residencia, Buenos Aires.

9.

Todavía estaba despertando, dejando atrás los últimos vestigios de ese sueño incómodo, sueño lacio, negro, atado, todavía con sensación de alarma, dolor lumbar, y posición inadecuada, cuando comprendió que ese zumbido extraño era en realidad una pieza para cuerdas y base electrónica, que sonaba desde el living. Se dio vuelta, vio la cama vacía y estiró brazos y espalda, pero el dolor no iba a ceder esa mañana.

     —¿Qué pasa?

     En la puerta de la habitación, con una bandeja con tazas y tostadas, estaba Brenda. Ladeaba la cabeza, mientras le dedicaba una sonrisa serena. Llevaba solamente una remera vieja y enorme con un estampado en el que una infinidad de camas de hospital se extendían en fuga, en paralelo a una orilla. Debajo, en una tipografía elegante: A Momentary Lapse of Reason.

     —¿Por?

     —No sé. Preparé el desayuno.

     Se reclinó contra el respaldo, invitándola a hacer lo mismo. Mientras ella se acomodaba, con cuidado de no volcar la bandeja, pronunció:

     —Creo que fue algo que soñé.


© Juan Manuel Candal | Relato inédito

Juan Manuel Candal | Argentina, 1976

Nació en Buenos Aires y se licenció como director y guionista de cine. Ha publicado los volúmenes de cuentos Yo robé tu nombre (2009), Siempre tendremos Venezuela (2011), Intimidad para el ojo iniciado (2013) y Prisma (2015), además de la novelas Mundo porno (2012), Boutade (2013) y #RGB (2016). Es también autor del libro de ensayos Rosas para Stalin + el magnífico legado de Curtis LeMay (2013). Su obra integra diversas antologías y revistas de creación.

Foto de autor: Archivo

Foto de encabezado: Daniel Koponyas

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