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«A solas con Tomasito», por Walter Koza

A ver, Diego, no te pongas nervioso. Tranquilo. No te pongas nervioso, que es para peor.  Recapitulemos. Terminaron de cenar a eso de las nueve, nueve y pico. Tomasito se durmió temprano, a las diez menos cuarto, eso lo sabés bien porque justo viste el reloj de la mesita de luz. Se durmió en tu cama, la que compartís con Marcela todas las noches. Ella viajó por laburo y no vuelve hasta el jueves. Hoy es lunes, o a lo mejor ya es martes, madrugada del martes. Ni sabés la hora que es, solo está claro que es de noche. Pero sigamos recapitulando, acostaste al chiquilín en su habitación. Volviste al comedor, levantaste la mesa y lavaste los platos. Después te acomodaste en el sofá para verte alguna serie de Netflix, pero te llamó Marcela y estuvieron conversando como diez minutos. Hasta ahí todo perfecto. Ella te contó de las reuniones que está teniendo en el sur, y que el miércoles a la noche se pega la vuelta. Después de cortar, te dio sueño y ya no quisiste ver televisión. Así que apagaste, fuiste al baño a mear y a cepillarte los dientes, como todas las noches. Te pusiste el pijama y, ahí nomás, derecho al sobre. Todo normal. Lo que sí, vos querías seguir con la novela que estabas leyendo, pero, en lugar de eso, te quedaste boludeando con el celular. Consideraste la posibilidad de mandarle un WhatsApp a Ximena, pero lo pensaste mejor y no lo hiciste. Finalmente, a las once y media, apagaste la luz del velador, te pusiste de costado y te dormiste.

Hasta que, te despertó Tomasito, que lloraba. Nada del otro mundo, el nene tiene dos años, y suele despertarse un par de veces en la noche. Por lo general, con unas palmaditas y una mamadera alcanza y sobra. No toma teta, por eso Marcela te lo pudo dejar. Entonces, te despertaste al escucharlo e hiciste lo lógico: manoteaste el velador de la mesita de luz y lo prendiste, pero no pasó nada. No, en verdad sí pasó algo, llegaste a ver como una chispita, como si fuera un chasquiboom que duró un segundo. Insististe con la llave del velador, pero no hubo caso. Seguro se debió haber quemado la lamparita. No hay drama, total, usabas la linternita del celular y chau. Entonces agarraste el celu y le pasaste el dedo por la pantalla. Y nada, che, tampoco se veía nada. Como si se le hubiera gastado toda la batería. Cosa rara, porque vos, como todas las noches, lo dejaste cargando.

Así, más dormido que despierto, te incorporaste de la cama. Tomasito seguía con su llantito entrecortado. «Se cortó la luz», pensaste y te levantaste. El piso estaba frío, ¿te acordás? Pero eso no era lo raro, lo raro es que lo sentiste húmedo, como si se hubiera mojado. Estaba húmedo y resbaloso, así que tuviste que poner atención para no resbalarte e irte a la mierda. Diste un paso, luego otro. Tanteabas con las manos buscando la pared, que parecía estar más lejos que de costumbre. Encima las pantuflas que no aparecían por ningún lado, y el piso estaba cada vez más helado. Un garrón.

 Seguiste caminando y al final apareció una de las paredes, la que tendría que tener el ventanal, que ahora no está. Cómo mierda no está ese puto ventanal. Dejame de joder, Diego. ¿Vos te drogaste antes de ir a la cama? No, ya sé, te estoy jodiendo. Sé que te portás bien cuando te quedás solo cuidando a Tomasito. Pero el pibe ahora está dele y dele llorar. Se puso a llorar con más fuerza. Vos primero le chistaste y luego le dijiste que se quedara tranquilo, que papá estaba yendo para allá. Aunque todavía no podés salir de la pieza.

 Seguís caminando y por fin te encontrás con el marco de la puerta. ¡Vamos, carajo! Ya podés salir; encima, al lado está la llave de luz, que la presionás, pero es al pedo. No importa, ya estás fuera de tu dormitorio y podés cruzar el pasillito que te conecta con la pieza del chiquilín. Entre tu dormitorio y el del nene está el baño principal, a tu izquierda, y, a tu derecha, la entrada que da al living. Bueno, pareciera que te confundiste de casa, porque no encontrás ni el baño, ni el living, ni la concha del mono. Lo único que hay es un pasillo que mide como un estadio de fútbol, como el Monumental. Negás con la cabeza, apretás fuerte los ojos y los abrís, tomás aire helado y te decís que todo es una boludez, que tenés que ir a buscar a tu hijo para que se calme. «¡Papá, vení, papá», te grita, y vos te desesperás más. «Ahora voy, mi amor, papá te va a preparar la mamadera», le contestás. Apurás el paso y te das la jeta contra la pared. Puteás, puteás de lo lindo. Puteás al departamento, a tu vieja, a la cornuda de Marcela, que justo tenía que irse de viaje y dejarte solo con el pendejo que no para de llorar. Puta que lo parió, qué mala leche. El pasillo hace una curva, o eso es lo que creés, no ves una mierda. De pronto, te encontrás con una ventana. ¿Qué mierda hace una ventana en el pasillo? No importa, te alegra que haya una ventana. Tiene cortina y todo. La querés abrir, lo conseguís, pero no llegás a ver la calle. Está todo oscuro, como una boca de lobo. Por lo menos te entra airecito, un viento helado, pero así y todo te deja más tranquilo.

Entonces, sentís que algo te pasa por entre las patas.

 Mamita, qué cagazo. Qué mierda es eso. ¿Un ratón, en el décimo piso, en esta zona? Obvio que no. Te debe haber parecido. Tranquilo, parece que Tomasito ya no llora. Seguís caminando y escuchás una risita. Una risita de bebé. Creés conocer esa risa, no es la de Tomasito, pero te resulta conocida. Ahora deja de reírse para llamarte. «Papá», dice, pero alargando la segunda «a». «Papááááá, vení a jugar conmigo». «Ya voy, Tomás», le decís, porque solamente puede ser tu hijo.

«Sí, dale, vení a jugar con Tomás y conmigo», dice la voz.

Ahora sí, con motivo, te desesperás. Tenés miedo. «No se te ocurra tocarle un pelo, hijo de puta», gritás. Y volvés a escuchar a Tomasito que llora, a los gritos.

 Corrés, ya no te importa no ver nada. Te das contra la pared, te tropezás con muebles. No importa. Quedás en frente de un aparador que tiene una cajita de fósforos. Prendés uno, pero se te apaga enseguida. Lo hacés con otro y en ese segundo de luz creés ver una cosita que se te escabulle entre los muebles. No le das bola, porque también ves la puerta de la pieza de Tomasito. El fósforo te quema los dedos. Lo dejás caer y se apaga, y todo se vuelve negro. Corrés hasta la habitación, pero en el trayecto algo te muerde el talón de Aquiles, sentís unos dientitos que se te clavan y una risita de nenito. Te duele como la puta madre y caés al piso. Seguís camino arrastrándote. Tomasito llora, llora y llora, y dice «papá, vení, papá». Y vos llegás gateando, sin poder levantarte. Pero llegás. Apoyás las manos en el colchón de su camita, y lo alzás. Lo abrazás y le besás la frente, una frente heladísima. No importa, ya estás con tu chiquito. Hace tanto frío, entonces lo abrazás más fuerte aún, Tomasito no se queja. Del otro extremo del departamento, seguís escuchando la risita infantil, pero no le das importancia. Seguís abrazando a Tomasito que sigue frío, pero ya paró de llorar. Y lo seguís abrazando hasta que las fuerzas ya no te dan más.

Hasta que te quedás dormido.


© Walter Koza | Relato inédito

Walter Koza | Argentina, 1976

Nació en Rosario, es escritor y lingüista. Publicó los libros Secretos del mundo animal (2021), Humor metafísico (2015) y El guardameta (2015). En 2017, editó la antología de historietas Edípica. Colaboró con cuentos y guiones de historieta en diversos medios de Argentina y del extranjero. Actualmente es investigador adjunto del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET, Argentina) y miembro del Club Palindromista Internacional.

Foto de autor: Archivo

Foto de encabezado: GuerrillaBuzz Crypto PR

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