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«Gambito de Bender», por Mariangela Ugarelli

 «Pero vuelva a jugar» dijo el Maestro «una partida es sólo una partida. La especie humana persiste en el error, hasta que sale una incesante aurora fuera del círculo mágico».

‘Gambito de Rey’, R.H.


Apertura

La primera vez que le partieron la nariz fue también la primera vez que el pobre Vanya, de solo ocho años, ganó una partida de ajedrez. Fue también el día en el que aquel juego se recortó en la mente del padre de Vanya como una inimaginable posibilidad. No era algo que le hubiera interesado nunca si su hijo, Vanya, el niño macilento y enclenque, no hubiera recibido un puñetazo en el colegio por ganarle una partida a otro. Es posible (pero difícil) que su hijo tampoco se hubiera interesado jamás. Era cuestión de tiempo, sin embargo, que la caja lacrada que guarecía debajo de la cama del padre —ardiendo— le llamara la atención al curioso Vanechka; cuestión de tiempo que se encontrara con la caja y así su padre se viera obligado a impartir un conocimiento para él inútil, pero mágico para su hijo.

Incluso si no hubiese sido así… el día en el que a Vanya le partieron la nariz por primera vez, quien lo hizo, Ilya el matón del patio de recreo, se sentía particularmente inspirado. Bajo el espeso cerezo que cubría unas mesas de la nieve, Ilya se disponía a impartir algo. El corpulento niño sacó sus piezas como si fueran chocolates, saboreando la dimensión, la identidad de cada una de ellas y explicó sus movimientos para así eliminar la excusa de posible ignorancia. Vanya y el ajedrez iban a encontrarse más allá de su propia voluntad. Ilya desdobló una tabla a cuadros. Ahora la mesa bajo el adusto cerezo era un tablero y los muchachitos cariredondos los reyes de lanza de oro a comandar un ejército diminuto. Ilya se sentó del lado de las piezas blancas. Sus ojos lanzaban chispas azules entre los mechones rubios que le barrían la frente como espigas de trigo. Dos otros niños macizos se acomodaron a sendos lados. Ilya señaló a uno de los alfeñiques que se apiñaban temerosos debajo del cerezo, con la espalda pegada al tronco como a la falda de la madre. El niño volteaba la cabeza hacia la oscura madera del cerezo, intentando negar su destino. Los matonescos niños empujaron a la primera víctima. Cada derrota era una excusa para que Ilya, unos dos pesados años mayor, golpeara al oponente que, casi siempre, acababa de jugar y perder su primera partida. Después de ver caer a los otros niños que, como él y para mala suerte de todos, se habían quedado un segundo de más en el patio de recreo, Vanya era el último al que le tocaba jugar. Ilya, sin embargo, no podría haber imaginado que en menos de diez jugadas Vanya ya le habría ganado. Ilya insistió. Repetía la partida una y otra vez y no podía vencer al niño. Entonces, contuvo toda la ira en su mano derecha y le rompió la cara a Vanya de un solo puñetazo. Desmayándose, Vanya pensó, casi risueño, que había valido lo mismo ganar o perder. Para los otros, sin embargo, algo había cambiado. Los niños golpeados rodearon al que yacía en el suelo, manchando la nieve con un listón de sangre que le manaba de la nariz. Lo miraron con respeto confundido. Luego, corrieron y contaron la escena a la maestra.

Apenas recobró la consciencia, lo primero que hizo Ilya fue saborear su primera gran victoria y sonreír. Sabía que era el inicio de algo importante. El Dr. Koroviev, monóculo y cigarro largo en la boca, no lo sabía y tampoco le importaba. Al ser el único doctor en el pueblo, cobraba muchísimo más de lo que el padre de Vanya podía pagar en ese momento. Él, que solo había recibido, con poco interés y un filo de resentimiento, la caja de coral como única herencia de su propio padre, vio que dentro de ella se escondía la solución. Vanya jugaría y ganaría, y ganando pagaría las cuentas, los libros de ajedrez que necesitaría para comprar revistas de ajedrez que luego pagarían arreglos para la casa, un par de zapatos y la extensa cuenta que le quedaban debiendo al Dr. Koroviev, quien fiaba porque tenía buen corazón, pero cobraba mucho, muchísimo para comprarse monóculos y cigarros largos y corbatines a cuadritos

Mediojuego

Vas a jugar con blancas pero recuerda siempre que no estás jugando solo. Esto parece un comentario estúpido, evidente, pero lo olvidarás y eso hará que pierdas la partida cuando muevas tu caballo de dama a d5. Si no ves las piezas negras, las piezas negras te destruirán. Te quedarás tan embelesado por la belleza de tu propia estructura de marfil que te olvidarás de tu oponente casi del todo. Por un instante, olvidarás su rostro y su nombre y será en ese momento en el que cometas ese error. Es fácil olvidarlo si la partida es larga y tu oponente decide ponerse de pie y zumbar alrededor de todos los tableros produciendo un ruido blanco, sordo pero tremendo. Te va a dejar solo y vas a sentir por un segundo que lo tienes, vas a sonreír y te vas a equivocar. Sientes que estás jugando solo. Pero no lo estás.

Cuando Vanya recibió esta nota, se deshizo de ella de inmediato. La incendió, de hecho, del puro miedo. El sobre, sin embargo, persistía. Cada día el mismo sobre que (y Vanya esto no lo sabía por supuesto) contenía el mismo mensaje. Al finalmente abrirlo primero se alegró de que no tuviese ningún elemento partidario atado a su existencia. No sabía si era ético, pero alguien parecía estarle revelando el plan de su rival para el torneo interclubes local, concurso con un premio módico pero nada despreciable. No. Eso no era lo que acababa de leer. El anónimo le estaba revelando el error, los errores que él mismo iba a cometer. En ese momento la distinción le era fantasmagórica, y optó por, de todos modos, quemar el papel pero retener la idea por si venía a cuento en la partida. Junto con la nota había un montón de papeles con jugadas y partidas escritas en ellos que, por si venían a cuento, guardó sin revisar.

Vanya tenía catorce años y tenía la forma de una gimnasta olímpica. Podía jugar simultáneas en siete tableros y ganarles a todos con impresionante elasticidad. Era divertido ganar pero era demasiado fácil. Había tenido derrotas y no pocas, especialmente al inicio. Sus primeros fracasos contra su padre y su primera partida perdida en el torneo escolar habían quedado grabadas a fuego en su espíritu, aunque no podía abandonar la sensación de que deberían haber sido muchas más. Siempre les temía a los maestros, ni qué decir a los Grandes Maestros, que podrían estar ocultos entre cualquiera, listos para desenmascarar al prodigio que él sentía que no era. La primera vez que perdió sobre un escenario todas sus piezas lo habían abandonado y lo miraban con admonición frente al codo de su captor. Su padre no asentía. Estaba absolutamente solo y cayendo, cayendo dentro de uno de los cuadrados del tablero hacia un espacio sin fin, una soledad que oprime, que asfixia, una estrella que es consumida por la noche: un cosmonauta solitario flotando, cada vez más lejos, que se ahoga de la pura sensación de espacio.

Allí mismo decidió que no quería sentir eso nunca más. Si memorizaba todos los patrones sencillamente era imposible perder. Es inevitable que, un día de estos, una máquina juegue contra un humano y le gane. Llegará el día en que una máquina le gane al campeón del mundo. Ese día algo se romperá; en el futuro. Hasta que ese día no llegase, Vanya estaba dispuesto a hacer todo por tomar el lugar del autómata perfecto, una máquina de hueso, madera, sangre y papel. Su intuición no era mala, pero una cosa es conocer las reglas básicas del juego, dominar el centro, mover las piezas, proteger al rey, tratar de ganar material, algunas aperturas básicas y evitar el mate pastor para no quedar como un imbécil; otra cosa muy distinta era abandonar todo eso del todo, desconfiar de su natural intuición humana y apostarle al análisis, jugada por jugada. Como tablas de multiplicar, dibujaba, apuntaba y memorizaba todas las posibilidades de las piezas blancas y sus consiguientes respuestas en las negras, analizando las mejores posibilidades y calculando las mejores posiciones. Si podía recordar todas las posiciones con claridad absoluta, como las letras del alfabeto, no había ocasión de perder. El oponente quedará tan confundido, pensará que su oponente ha cometido un error y cuando Vanya cometa un error, su oponente pensará que es parte de un plan más profundo. La víctima irá de un polo a otro hasta regresar a la silla donde aprendió por primera vez a jugar y a perder. Quería encontrar ese pedazo en el corazón de su oponente y apretarlo hasta hacerlo sangrar.

Entre todos los números, entre los quince y los dieciocho, era difícil para Vanya verse como un adolescente prodigio; verse, ya a lo lejos, de niño ganando una y otra vez a boquiabiertos adultos con una dulce sonrisa que solo se fijaba que su padre estuviese asintiendo. Para cuando llegó el torneo estatal, Vanya tenía veinte años y era el favorito para llevarse el primer lugar. Su enciclopedia de jugadas posibles había aumentado tanto que, en algún momento, sin que Vanya lo notara, se perdieron entre sus hojas las que habían llegado en el paquete. No era posible para Iván Ivánovich llevar él solo verdadera cuenta del progreso de su misión, por lo cual, si bien notó un incremento sustancial, no tenía tiempo para cuestionarlo. El padre ya había comenzado a acumular recortes periodísticos. En algunos hablaban de sus bellos y delgados dedos, largos como lirios pero, a la vez, hablaban también de la firmeza con la que levantaba cada pieza para moverla. Estaban los que discurrían en sus textos sobre la precisión matemática, inhumana y diabólica de sus jugadas, palabras que acompañaban la fotografía de un muchacho taciturno y totalmente desorientado.

Al subir las escaleras de la tarima donde lo esperaba su oponente, ya en la final del torneo, sintió que no era la primera vez. No era la primera vez que había subido a una tarima, evidentemente, pero sí a esa, y sin embargo el espacio entre cada escalón, el casi imperceptible crujido que hacía la madera pintada de blanco, le era de una familiaridad abrasiva. Había poco lugar en su cabeza para esas ideas, empero, llena de cuadrados y vectores como estaba, mapas que se superponían y bailaban uno con otro. Del lado opuesto de la tarima, un rostro no del todo desconocido, una silla no del todo ajena. Vanya acomodaba las piezas de su lado, blancas, colocando cada una al centro de su respectivo cuadrado; tascaba a los caballos que desesperaban por saltar, a los peones que deseaban avanzar hacia el sacrificio o el cielo que eran casi lo mismo. Miraba los ojos opacos, malignos, de su oponente. Eran de un azul grisáceo, triste. Parecía que, como él, su oponente también se había gastado haciendo todo lo que el espíritu le había aconsejado al cuerpo y el cuerpo permitido al espíritu preparándose para el combate. Fue en la cuarta jugada donde lo vio. Estuvo a punto de tomar el caballo del oponente con uno de los suyos en d5, lo que parecía una jugada obvia, única. En vez de eso, sacó el alfil con prepotencia. El cerebro del oponente se desarmaba detrás de los vidrios opacos de sus ojos. ¿Le había entregado una pieza? ¿Por qué? Cinco, diez, veinte jugadas más adelante, no veía razón alguna. Estaba tan confundido que pensó que era un error de su oponente quien, sin embargo, sabía que, treinta y seis jugadas más adelante, el sacrificio le daría una diminuta ventaja que podría explotar para desanudar un final particularmente florido. Eso ocurriría aún en media hora. Mientras tanto, Vanya quería sonreír al ver a su oponente caer en todas sus trampas turno tras turno, al ver cómo aquel orgulloso ejército había dejado las armas para bailar al compás de sus estrategias. La adrenalina le abría los ojos como para contemplar más profundamente una victoria del todo nueva para él. Pensó en la carta pero la euforia era demasiada como para cuestionar la identidad de su emisor.

Llegando a casa su padre abrió una botella y Vanya colapsó sobre la cama del cansancio. A la mañana siguiente el padre dormía la resaca celebratoria del hijo, a quien ahora invitaban a una exhibición en el club de ajedrez de San Pietro, el más importante de Moscovia, donde estudiaban y enseñaban los mejores Grandes Maestros del país.

Todo parecía ir bien en el primer turno. Jugó e4 en todos los tableros, lo cual sorprendió a los estudiantes del otro lado, vigilados de cerca por sus entrenadores. Ellos aún no lo veían pero el colapso era inminente. Mientras jugaba tablero tras tablero, la máquina había comenzado a atascarse poco a poco. Entre todas las posibilidades combinatorias no había tenido en cuenta la posibilidad de que le fallara el corazón. No había considerado opción alguna fuera de la victoria y la derrota, las tablas ni siquiera figuraban en su mente. Y así, como si se apagara una luz, Iván Ivánovich no podía pensar en otra jugada más allá del e4. Se había quedado en blanco. Las reglas más elementales se deshacían, se escapaban mientras trataba de asirlas con la mente. La presión había hecho estallar la represa. Vanya se acercó al primer tablero y, en vez de continuar la partida, giró hacia la izquierda, y corrió en línea recta hasta atravesar la puerta y salir a la calle. Podía escucharlos, a los estudiantes, a los maestros, a los Grandes Maestros, burlarse despiadadamente de él; y entonces Iván Ivanovich, que sigue corriendo, es Vanya, es Vanechka y comienza a llorar como un niño, es un niño que llora como si no lo viera nadie. Entre las voces de los estudiantes, los maestros, los Grandes Maestros, los meseros, los canillitas, los cocineros, los que pisaban por primera vez el Club de Ajedrez, los que no sabían jugar y que perderían contra el mate pastor, todos, todos los que se burlaban de él y reían asquerosamente, escucha el nombre que sería su lápida: «¡Bender!»

Mientras corre el largo de la calle sin ver, Vanya, el fugaz peatón, piensa en uno de los tantos trucos del experto combinador, Ostap Bender, personaje de sus lecturas de infancia. Con su camaleónico ingenio logró distraer a los grandes maestros de un club de ajedrez al retarlos a todos a simultáneas mientras que su secuaz secuestraba el botín, oculto en una de las doce sillas. Jugó la misma jugada en todos los tableros y huyó. Ostap Bender era el más perfecto estafador, al igual que él. El cortaviento, la bufanda, la gorra de capitán, el bigote y sus rocambolescos lemas eran suyos y corría con ellos en dirección a quién sabía dónde, hasta llegar quizá a Río de Janeiro. Ostap corrió como corre una alimaña que sabe que su distracción ha surtido efecto, pero cuyo poder encantado acaba de terminar. Bender corrió porque no sabía jugar ajedrez. Bender jugó e4 en todos los tableros porque no sabía que podía jugar otra cosa que mantuviera el engaño. Él, Iván Ivánovich, conociendo todas las jugadas, acababa de jugar e4 en todos los tableros. Las jugadas se fragmentaban en átomos, las frases en palabras y las palabras en letras. Él no era más que el experto memorizador mientras Ostap Bender era el experto combinador. Él corría y, tras él, Ostap Bender corría para alcanzarlo, para arriba, para abajo, lateral, diagonal. Ostap Bender corría la calle entera con la agilidad de una furiosa torre para interceptarlo en la esquina donde Ostap Bender ahora alfil lo esperaba con la mirada torva y el brillo de una navaja corta. Ostap Bender nunca ha matado a nadie aunque le han querido matar así que, como siempre, debía correr. Los caballos que se apresuraban frente al carruaje que avanzaba bólido por la calle también se parecían a Ostap Bender y el Pedro el Grande que los domaba también. Iván Ivánovich corría, lloraba, miraba al suelo, buscaba a su padre entre el gentío, pero solo escuchaba las voces que delataban su verdadera identidad. ¿Cuál es tu verdadero nombre, camarada? ¡Ostap Bender! Sin ver, sin saber, Vanya estaba por correr directamente hacia su destino colisionando directamente contra el carruaje, sus cuatro caballos y sus dieciséis patas. Perdido en el incesante tascar de los cascos, Ivan Ivánovich, joven promesa del ajedrez local, murió.

Final

Vanya se despertó en la mitad del bosque. Poco a poco, fue andando y hallando su camino hacia la ciudad iluminada de San Pietro. La densidad de árboles negros con hojas trocadas en nieve le daba la sensación monstruosa de estar en un diorama. Ni el frío ni el blanco absoluto ni el nigérrimo bosque podían detenerlo. De camino, en el momento en el que los árboles comienzan a ser personas, los animales se alejan, el negro desaparece y comienzan a avanzar los faroles como manzanas doradas en el aire, se cruzó con dos hombres que cargaban un espejo. Cuando volteó a mirarse se sorprendió. Ya ni pensaba verse. Pensaba que el espejo le pediría alguna explicación pero solo le devolvió su mirada hueca como herida de bala. ¿De qué material estaba hecho ese reflejo? Una fantástica pregunta para sus colegas de la facultad. A medida que se acercaba, la presencia de barbilargos teósofos, filósofos casi lampiños dejando cenizas de cigarrillo como el caracol sus babas tras de sí, y los bigotudos filólogos de ojos rotos se acrecentaba entre los transeúntes. No saludaba a sus colegas. Le daban lo mismo todas esas cabezas rodeadas de moscas. Hablaban de folclor, casas con patas y brujas que corren sobre los hombros de sus víctimas. Se contaban historias para alejarse, burlarse, sobarse un poco el corazón ante la dureza del vacío. Sin embargo, uno está siempre más cerca de un misterio de lo que cree. Tras subir no menos de cien escalones de cemento pelado, llegó hasta la oficina donde Masha lo esperaba.

Estaba sentada sobre una silla de espalda alta y tenía el cabello recogido en un peinado complicado pero discreto. Sorbía rapé. Al lado derecho una maceta negra con flores amarillas. Masha palideció: no sabía cómo evitar que se le helara la sangre cada vez que veía a Vanya cruzar el umbral de esa oficina, que era el punto de encuentro designado si fracasaba. Ella era una del grupo formalista-figurativista de la facultad donde Ivan Ivánovich, Vanya, teologaba. Él cometió el error de comentarle sus disquisiciones sobre la vida y la muerte y la justicia del hombre. Ella cometió el error de decirle que conocía una solución. Le dijo que en el octavo escalón de su departamento, el número cuatro del Pasaje Sadoballa, San Pietro, Moscovia, se había alojado Don S. Como si nada, había llegado un día proclamándose embajador de una tierra impronunciable para ella. Supay. Él podía cambiarlo todo.

—Cuando quieras que se detenga la baraja, en ese momento vas a caer. Y al final, vas a caer, Vanya. Estás cayendo.

Iván Ivánovich sabía que Masha tenía razón. Era un adicto; pero no conocía otra forma de existir; no conocía a otro dios.

—Vanya, ¿Cuándo vas a parar?

Vanya lloraba sin fin. Se arrodilló frente a Masha, empuñando su vestido negro cubriéndose con su falda de terciopelo.

—Masha. Esta vez fue mucho peor. Gané la partida porque sabía qué hacer, ya la había perdido una vez y simplemente no tomé el caballo. Pero ahora…Estaba tan cerca y me humillaron. Nunca en toda mi vida había sentido una emoción tan intensa e intensamente terrible. Nunca había logrado fallarme a mí mismo de una manera tan absoluta y a su vez, patética. Mi padre…

Para este momento Masha ya le tenía poca paciencia a Vanya. Sabía que igual lo iba a volver a intentar. ¿Con qué sangre había tallado del mármol la imagen perfecta de sí mismo, una imagen que lo acechaba sin dejarlo dormir? ¿A cuántos había matado ya para satisfacer los deseos de Don S.? Masha llevaba la cuenta porque a ella sí le pesaban. No terminaba de entender a Vanya. Vanya tomó las manos de Masha en las suyas y las acercó a sus labios sin besarlas. Sus labios temblaban: sabía que su triunfo significaba no volver a poder acercarse a esas manos y eso le producía un terror abisal en el cual no podía pensar si no quería detenerse. Masha lo sabía; sus manos temblaban también. El deseo, sin embargo, era más fuerte. Cambiar una sola jugada cambiaría todo el juego y aunque prometieran verse en aquella misma oficina en aquella misma facultad en aquel mismo año, Masha y Vanya sabían que Iván Ivánovich, el gran maestro de ajedrez, el dueño del dedo acusador, el ojo crítico y la risa burlona, en una de esas, podría no aparecer.

Al salir de la facultad vio, por encima del hombro, a sus barbados colegas murmurando y recordó a los grandes maestros y sus dedos que señalaban, sus lenguas que denunciaban y se burlaban, como se habían burlado también sus barbados colegas. Vanya había dedicado los últimos diez años de su vida a lo que él pensaba era un inusitado descubrimiento y sus colegas una deleznable falsificación. Las cuitas de Sasha Vtory aparece en un único manuscrito del siglo XVII, tardío, apócrifo y molesto. En él se cuenta la historia del mercader titular, quien, seducido por fuerzas oscuras, abandona a su familia y trabajo para cumplir su sueño de juventud. Para lograrlo, el héroe debe renunciar e injuriar a Dios en un documento que el demonio le había hecho escribir y firmar. Cuando el abad del pueblo abre el sobre con el manuscrito que lo incriminaba, sin embargo, Sasha ya se había arrepentido y las furibundas denuncias se convirtieron en elevados elogios; caen entonces las espadas contra él y logra escapar de la condena infernal tomando los hábitos. De acuerdo con Vanya tendría que haber existido un segundo y hasta un tercer manuscrito de Las cuitas… por unos errores que delataban la imperfección de una copia. Su memoria fotográfica, que no se había podrido del todo, recordaba cada uno de los errores del manuscrito, explicación única para ciertas frases truncas e ilógicas; y descubrió que no le había fallado la intuición al recibir una llamada de la Universidad de San Pietro, Moscovia, que iluminaba su descubrimiento. En ese momento, bendijo al monje que había copiado el texto y besó todos sus errores, los errores que le permitirían, por fin, confirmar su hipótesis. En ese único momento Vanya, de treinta y tres años, había dejado de pensar en el ajedrez casi por completo. Como la carta de Sasha Vtory, sin embargo, el segundo manuscrito se había transformado. El día de su presentación, uno de sus barbados colegas reclamó por unas extrañas impresiones en el manuscrito que se prestaban a sospechas. Luego del peritaje de ocho filólogos escrutadores se llegó a una decisión final: la mancha en cuestión coincidía perfectamente en color con la sustancia conocida como café y en diámetro con el recipiente conocido como taza de café del MASOFIL, asociación de filósofos y paleógrafos con sede en la Universidad de San Pietro, Moscovia, donde trabajaba el descuidado Iván Ivánovich. Estas tazas claramente no databan del siglo XVII, como era obvio, por tanto, el manuscrito era por entero falso. No había lugar a contraargumento. ¿De dónde había salido esa mancha? Si él no tomaba café. ¿Sabotaje? Iván Ivánovich podría mantener su puesto en la universidad si no mencionaba este embarazoso impasse jamás y acariciaba las barbas de sus colegas paleógrafos, filólogos y filósofos por el resto de su miserable existencia.

Hacía mucho tiempo ya que a Iván Ivánovich le habían quitado el único motivo por el cual no se arriesgaba a ir al departamento del Pasaje Sadoballa, San Pietro, Moscovia. Ahora no tenía ninguna razón para no llevarlo más allá, cada vez más cerca de la punta de la pirámide. Masha aparecería eventualmente, tenía que aparecer. La fruta estaba demasiado cerca y Vanya volvería al departamento número 4 del Pasaje Sadoballa, San Pietro, Moscovia, a jugar con Don S. con los papeles bajo el brazo, su enciclopedia de jugadas, todo el conocimiento sobre el juego que había podido adquirir hasta ahora y una carta en la que se advertía y prohibía a sí mismo colapsar, amenazándose con el terrible Gambito de Bender.

Jugar es, por sobre todas las cosas (incluso por encima de ganar ), lo más importante para Don S. De hecho, a Don S. no le gusta ganar. Ganar es, para Don S, simplemente un exceso que a veces se permite. Las cartas y el tablero de ajedrez son las formas con las que el ser humano trata de entender sus propios conceptos más elementales. Entre los hombres, el ajedrez adquiere un esoterismo del cual pocos otros juegos gozan. Ni las damas, ni el mancala, ni el parcheesi o el senet han podido representar el balance agónico de dos ejércitos de aire, idénticos salvo en sus colores. ¿Es el balance del juego? ¿La imagen del agón bélico? ¿La asociación intelectual? ¿Dónde empieza y dónde termina la suerte? ¿Dónde empieza y dónde termina una jugada absoluta que puede desmantelar todo el juego? Todas las jugadas ya han sido jugadas desde la primera vez en la que se planteó el tablero; solo hay que descubrirlas, desempañar el espejo. Para Don S. no existen diferencias arbitrarias entre artista y artesano. A Don S. le gustaban las cartas, el ajedrez y el baile. Otros preferían los dados, el azufre y leguleyadas legales. Las tres eran, también, formas de hablar que los humanos saben entender.

Como nadie piensa en los ancianos, son blancos fáciles para un enmascarado rufián nocturno con malas ideas, perversas ambiciones o ganas de partirle una botella en la cabeza a alguien solo porque sí. En la noche, en la Plaza del Patriarca en San Pietro, Moscovia, Apollon Apollonovich, ochenta y siete años, se sienta en una de las mesas de ajedrez. Esa noche, Apollon Apollonovich, recubierto de un pesado abrigo negro, las barbas largas como un filósofo y una pequeña montaña de nieve sobre sus ralos pelos negros, se sentía lobo de alguna oveja a la que pensaba esquilar partida tras partida. Le gustaba sentirse malvado, aunque sea un poquito, mientras ganaba a duras penas las monedas del día a día. El poco pan negro y duro que le llegaba era parte de un intercambio mayor con todos los ancianos que iban a ganarse la vida a las mesas de ajedrez. Apollon Apollonovich no era un tipo malvado, era un viejito de la Plaza del Patriarca. Esta es la diferencia entre la víctima y el victimario. Apollon Apollonovich se siente lobo al ver a Ivan Ivanovich sentarse frente a él, presentándose como Vanya. Apollon Apollonovich no sabe que Ivan Ivanovich ha venido a buscarlo, no a él sino a alguien como él. No sabe que para Vanya la partida que jugarán no importará en lo más mínimo. Estas eran las únicas partidas donde Vanya podía soltarse y ganar o perder a su gusto, como si jugara solo. A pesar de ello, solía sentirse bien si ganaba; la justificación de la violencia física yacía sobre el tablero a la vista de cualquier inspector curioso que se propusiese la irrelevante tarea de atrapar al asesino de ancianos de la Plaza del Patriarca. Vanya no estaba viendo a Apollon Apolonovich como un viejo ajedrecista, sino como un ser desahuciado, escupido por la ciudad; alguien por quien nadie preguntaría. Un hombre que vive en la calle, que vive solo, que, además, ha vivido bastante vida. Es un viejo, quien, probablemente, en todos sus años, habría dibujado en el tablero las mismas danzas con las que Vanya le ganaría pero no en el orden correcto, en el momento correcto. Cada vez que Vanya lo hacía se sentía con más derecho. Tenía que justificarlo porque no podía abandonarlo. Le pesaba cada uno como sendas cadenas en cada pie. Haría lo que fuera necesario, cualquier cosa que Don S, el demonio feliz que vivía en Sadoballa, San Pietro, Moscovia, le pidiera para poder intentarlo una vez más. El Supay, sin embargo, siempre le pedía lo mismo. Don S nunca se excede en sadismo o especificidad; es un demonio danzante que le permite a Ivan Ivánovich retornar a cualquier momento, con toda la ventaja que su tecnología pueda darle, a enmendar cualquier error. Don S lo hace casi por gusto; crear un poco de caos en el mundo que entretuviera las tardes rosadas de Moscovia. Vanya no podía controlar la sonrisa que se le escapaba de la boca. Algún día, quizá, se entregaría a la policía. Pero no hoy.


© Mariangela Ugarelli | Del libro de relatos Plaqueta 1 (2021)

Mariangela Ugarelli | Perú, 1993

Es Licenciada en Literatura Hispánica por la Pontificia Universidad Católica del Perú y candidata a doctora en la Johns Hopkins University. Ha publicado las colecciones de cuentos Plaqueta 1 (2021) y Artilugios (2022). Su obra ha aparecido en diversas antologías y revistas, entre ellas Esta realidad no existe. Antología de ciencia ficción por escritores del Perú (2021). Como investigadora, se ha presentado en múltiples congresos y ha publicado en revistas especializadas como Latin American Literary Review.

Foto de autor: Archivo

Foto de encabezado: Zarak khan

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