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«Ambición», por Kalton Harold Bruhl

El hombre recorrió la oficina vacía. Se detuvo frente a uno de los ventanales y metió las manos en los bolsillos del pantalón mientras se balanceaba sobre los talones. Las luces de la ciudad y su propio reflejo se fundían en el cristal. Lo había logrado, vaya que lo había logrado. Allí abajo deambulaban miles de perdedores. Miles de hombres y mujeres a quienes les faltaba ambición. Les faltaba ser un poco más como él. Sonrió satisfecho y regresó a su despacho. Encendió su computadora y comenzó a leer el último reporte del mercado de valores. Un par de millones más. Entrelazó los dedos tras la nuca y se reclinó en su asiento. La vida no dejaba de mejorar. Quizás podría encontrar el tiempo suficiente para irse de fin de semana con alguna aspirante a modelo. Su contacto en la agencia siempre le enviaba los portafolios de las más hermosas. Estaba sintiendo un agradable cosquilleo en la entrepierna cuando escuchó el timbre de su celular. Su rostro se ensombreció por el desprecio: era su esposa. Siempre encontraba el momento preciso para importunarlo. Resopló molesto antes de responder. ¿Qué quieres?, preguntó. Voy a cambiar a videollamada, anunció la mujer. Está bien, respondió él con indiferencia. ¿Estás solo?, preguntó su esposa, ¿O todavía tienes abajo los pantalones y tu asistente está arrodillada frente a ti? No seas ridícula, ¿para eso me llamaste? Ella guardó silencio por unos instantes. La verdad es que ya no me importa lo que hagas, dijo encogiéndose de hombros. Ni lo que me hagas a mí, agregó, pasándose la punta de los dedos por los moretones en su rostro. Él negó con la cabeza. Eso te lo buscaste tú misma, ya sabes que no tengo mucha paciencia cuando me hacen preguntas estúpidas. Como «¿por qué cada fin de semana regresas oliendo a un perfume diferente?», preguntó ella con sorna. Si únicamente quieres hacerme perder el tiempo, gruñó él, será mejor que corte la llamada. Espera, pidió ella, apenas será un minuto. Quiero que veas. Quiero que sepas que eres el único culpable y que, no importa cómo, vas a pagarme cada golpe y cada insulto. Ella levantó la mano y colocó el revólver contra su sien derecha. Te odio, dijo antes de apretar el gatillo. Él quedó inmóvil por el asombro, sosteniendo frente al rostro la pantalla donde aparecía el cuerpo de su esposa desplomado sobre un sillón. Cuando logró recomponer un poco las ideas se levantó de golpe y dejó caer el teléfono sobre el escritorio. Se llevó la palma de la mano a la frente. No podía creerlo. La muy cerda. En lugar de preparar un viaje a la playa con una jovencita, ahora tenía que preparar el funeral de una vieja. Era una maldita desagradecida. Claro que era a ella a quien le debía su fortuna. Él era un pobre abogado y ella una rica heredera. Su dinero le había ayudado durante su ascenso, pero estaba seguro de que siempre hubiese triunfado. Él era un ganador. Ella había sido solo una herramienta. Una herramienta vieja y oxidada. Curvó los labios hacia abajo. Quizás había sido lo mejor. Llamaría a la policía y reportaría el suicidio. Por lo menos la vieja bruja había actuado con un cierto grado de inteligencia. La policía vería el reporte de las llamadas que lo colocaban a kilómetros de la escena. Además, tenía docenas de testigos: los empleados de la oficina y el personal de servicio en la mansión. Dejó escapar una risita. No solo había ganado un par de millones esa noche, estaba seguro de que después de rebajar los impuestos de la herencia, serían unos trescientos millones más. Fue hacia el bar. Necesitaba un trago. Había mucho por celebrar. Destapó la botella de coñac y buscó una copa. Estaba a punto de saborear el licor cuando se apagaron las luces del despacho. La oscuridad era densa. Siempre tenía corridas las cortinas. La única iluminación provenía del escritorio. Era un pequeño resplandor. El celular, recordó. Avanzó despacio hacia el escritorio. Tomó el celular. En la pantalla se miraba el sillón de su dormitorio. Acercó la pantalla a su rostro. El cuerpo de su esposa había desaparecido. Las ideas comenzaron a bullir dentro de su cabeza. Te odio. Te odio. El recuerdo de esas palabras llegó acompañado de una descarga de miedo. Debía existir una explicación. La mucama podía haber encontrado el cuerpo. Algún espasmo post mortem que arrojó el cuerpo al suelo. Debía tranquilizarse. No podía perder la compostura en ese momento. Te odio. Te odioooo. Dio un pequeño salto. Las palabras no estaban dentro de su mente, reconoció alarmado, venían del otro lado del despacho. Dirigió la luz del celular hacia la puerta. El picaporte comenzó a moverse. Te odio, te odio, te odio. El celular se deslizó de sus manos. Cerró los ojos y empezó a recordar cada insulto y cada golpe.


© Kalton Harold Bruhl | Relato inédito

Kalton Harold Bruhl | Honduras, 1976

Nació en Tegucigalpa. Es narrador y miembro de la Academia Hondureña de la Lengua. Entre sus obras destacan los libros La mente dividida (2011), La dama en el café y otros misterios (2014) y Rituales (2021). Ha recibido, además, el Premio de Novela Corta Centroamericana 2011 y el Premio Nacional de Literatura 2015.

Foto de autor: Archivo

Foto de encabezado: Chaozzy Lin

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