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«El santo de la espada», por Erick J. Mota

Miyamoto Musashi cuenta en su biografía que cuando cumplió los treinta años se dedicó a pensar acerca de la razón por la cual nunca había perdido un duelo. Esta reflexión lo llevó por un camino espiritual que le inspiró a escribir El libro de los cinco anillos. Ramón Fernández no era ni budista ni católico. Su padre era un comunista empedernido que se negó a quitar el retrato de Mao Zedong de la sala de la casa hasta mucho después que Beijing cayera bajo el dominio imperial japonés.

Cuando Ramón cumplió los treinta también se percató que en toda su vida tampoco había perdido un duelo con espada. Pero dados sus antecedentes esto no lo llevó por ningún camino espiritual. Simplemente no era aún un espadachín reconocido. A su edad ya Musashi era un santo de la espada, mientras que él era solamente un bicitaxista que llevaba su katana a todas partes. No tenía un nombre o un apellido japonés. No conocía gente importante y jamás había entrado en el ejército o la policía. ¿De qué le servía haber entrenado toda la vida y nunca haber perdido un duelo? Para todos era solo un bravucón más. Un negro que conduce un taxi con una katana a un lado del asiento. Solo eso.

Pero Ramón sabía que era mucho más. El problema del budismo en el Caribe radicaba en que la autoafirmación y el reconocimiento público también llevaban a la iluminación del alma. Y Ramón, como todos en la isla, necesitaba reconocimiento para trascender como un buen samurái. Y para conseguirlo necesitaba derrotar a un verdadero kendoka. A un oficial japonés. Uno con nombre y apellido. De esos que llevaban la vieja katana familiar que rebanó cabezas durante el período Tokugawa y la restauración Menji.

El problema era encontrarlo.

Generalmente los grandes espadachines descendientes de samuráis estaban en Japón. Y los que llegaban a la Habana no cogían un bicitaxi para transitar por la ciudad. Y cuando parecía que su sueño se alejaba más y más de la realidad… había aparecido aquel barco de guerra. Justo a las puertas de la bahía estaba aquel enorme acorazado. Un buque insignia de alguna de las tantas flotas que Japón tenía regadas por el mundo. Un barco lleno de oficiales con abolengo samurái que se regarían por la ciudad para ir a sus bares, sus casinos y sus prostíbulos. La oportunidad que esperaba para pasar al siguiente nivel en el Camino, Buda se la enviaba en bandeja de plata. Ahora solo tenía que merodear por el puerto, por el paseo del Prado y por el complejo de hoteles y prostíbulos caros del Malecón. Encontrar un oficial sería fácil, buscar problemas se le daba bien, y derrotarlo… de eso solo Buda sabría.

Con extremo cuidado tomó su katana del altar en una esquina de su cuarto. Se sentó sobre la alfombrilla de meditación y comenzó a pulirla. La guarda no era nada del otro mundo pero el acero era auténtico. Claro, no se trataba de acero hecho por herreros medievales en su propia forja. Tan solo estaba hecha de acero AISI 1050 siguiendo un procedimiento moderno, aunque prácticamente igual al de la era Edo. Era una katana barata, pero a fin de cuentas una katana hecha en Japón. Nada de copias norteamericanas o mexicanas del legendario sable japonés.

Mientras limpiaba el acero contemplaba el barco anclado como quien contempla su destino. Casi oscurecía. Era el momento de salir a su encuentro. Afuera el crepúsculo iluminaba las torretas del Musashi. Lejos, una lechuza ululaba.

***

La noche en que Ramón pasó por enésima vez en su bicitaxi por el Parque Central fue lo que se dice una noche gloriosa. El parque estaba abarrotado de marineros de la armada nipona. La famosa dai Nippon Teikoku Kaigun, la Marina Imperial japonesa que derrotó a los norteamericanos en Pearl Harbor y en la batalla del Canal de Panamá. Pero además de los marinos, los infantes y los oficiales, Ramón se percató que había movimiento entre los cubanos que frecuentaban el parque. Estaban las putas de siempre, una que otra geisha venida a menos y muchos bicitaxistas. Todos repitiendo lo mismo. «Bishōjo, Bishōnen, buenos precios», «tres yenes hasta el Imperial frente al Malecón». Ramón los miró y pensó en cómo la gente podía mentir tan descaradamente. «Esos buitres prometen, en japonés, chicos y chicas bellos… el soldado que caiga en esa trampa terminará con las putas del puerto, sino con una puñalada». Ramón conocía muy bien los tugurios del puerto donde terminaban los japoneses distraídos que creían que entraban en el gran burdel Imperial del Malecón de la Habana.

Respiró hondo tratando de recordar un mantra de Bob Marley pero el budismo del Caribe no acudió en su ayuda esta vez. El depredador en su interior quería sangre. Pero no sería la de esos taxistas. Había suficientes militares japoneses como para que uno de ellos fuera un espadachín consumado. El oficial japonés descendiente de samurái por quien tanto había esperado

A la segunda vuelta al parque vio a los muchachos del partido comunista. Los forzudos del puerto que trabajaban de día como animales y en la noche tenían sueños húmedos con Stalin. Siempre se paseaban por los lugares que frecuentaban los japoneses en busca de pelea. 

Dio una vuelta más sin buscar un cliente en específico. Después se estacionó cerca de la gente del partido. Con tantos marinos la proximidad de una pelea era inminente. Quizá tuviera un poco de suerte y algún oficial desenvainara una katana. Nunca se sabía.

Y fue cuando el infante de marina se trepó en el monumento como si fuera un ninja. Era la estatua de José Martí hecha de mármol blanco que se alzaba en el centro matemático de la plazoleta. El soldado estaba totalmente borracho y dialogaba en japonés con lo que parecía ser el resto de su pelotón. Una apuesta, al parecer.

Solo cuando comenzó a orinar la estatua fue que los chicos del partido montaron en cólera. Los comunistas arremetieron contra los marinos con una furia sin límites. Los borrachines, por muy infantes de marina que fuesen, fueron barridos del recinto del monumento por la presión comunista. Pero pronto el resto de los marinos se lanzó contra los obreros del puerto. Acrecentó la reacción japonesa la forma en la que un mulato alto y fuerte se trepó a la estatua y tomando al infante por sus testículos tiró de él hasta hacerlo caer. Ni la furia, ni las patadas o los bastonazos de la policía militar hizo retroceder a los muchachos del sindicato del puerto y a los compañeros del partido comunista. Pero la superioridad nipona los hizo perder terreno, hasta que llegaron más obreros.

Se trataba de los abakuás del dojo de capoeira en la calle Jesús María. Todos trabajaban en Puerto Habana durante el día y en la noche entrenaban sin descanso hasta que regresaban a sus casas. Poco o nada se sabía de la hermandad africana de los ñáñigos, salvo que hablaban entre ellos su propia lengua y juraban ayudar a sus hermanos, los ekobios, hasta la muerte.

Todos formaban un grupo compacto que enarbolaba machetes y lanzaban patadas giratorias contra la multitud de marinos. Algunos oficiales mostraron sus katanas y a lo lejos se escuchó el aullido de la sirena de la policía con espadas.

Ramón notó que la pelea entre los oficiales y los ekobios estaba bastante balanceada. Hasta que notó a un oficial que se había abierto camino hasta el recinto del monumento. Precisamente al pie de la estatua peleaba contra el mulato enorme que blandía dos espadas de madera al modo de la eskrima filipina. Ramón observó la cautela del oficial, las fintas para eludir los golpes de los bastones y el golpe final lleno de elegancia en la decapitación. De un tajo limpio la cabeza del hombre fue rebanada cayendo esta a los pies de la estatua como si fuese una especie de antiquísimo sacrificio. Era ahora o nunca para Ramón. Ya la camioneta de la Policía con espadas doblaba por el Paseo del Prado.

Lanzó su bicitaxi contra la multitud de machetes y katanas creando una brecha entre ambos grupos. Tomó su katana y saltó sobre los oficiales japoneses. Ninguno estaba a su nivel. Todos le rodearon y cayeron muertos en cinco movimientos.

Pero su objetivo era el oficial que permanecía al pie de la estatua dentro del recinto del monumento. Avanzó en silencio mientras la Policía con espadas se acercaba y caía sobre los abakuá. Reconoció en aquel hombre los ojos del guerrero que buscaba. Descendiente de verdaderos samuráis. Un sargento de la policía con espadas pretendió darle un corte, esquivó el tajo y le perforó la yugular. Otros dos policías intentaron caer sobre él pero la regia voz del oficial los detuvo. Estaba seguro de que no tenía autoridad sobre un cuerpo especial de la policía si tan solo fuese un oficial de la marina. Pero solo el tono de su voz los hizo congelarse. Era la voz de un verdadero samurái.

Alzó su arma y aguardó el ataque.

El ruido de la pelea pareció detenerse.

Solo el viento se escuchaba en la noche.

El japonés lanzó un men, corte dirigido a su cabeza. Lo esquivó y le lanzó un coté. Un golpe directo de su espada a las costillas. El primer golpe del samurái era una finta y paró el coté de Ramón. Pero el corte a las costillas era también una finta de Ramón quien atacó a fondo buscando el cuello con la punta de su espada. Los cuerpos se cruzaron.

Cada uno desarrolló su estocada. La sangre manchó el blanco mármol de la estatua. Ramón cayó de rodillas mientras pensaba «Una finta dentro de otra finta… ingenioso el samurái». Pero antes de caer sin vida pudo escuchar cómo la cabeza de su enemigo chocaba con el piso unos segundos antes que su cuerpo.

El ruido de la pelea volvió.

Arriba, justo en el hombro de Martí, una lechuza se posó. Un viento suave alivió el calor de la noche.

Ramón soltó su arma y se dejó caer.

Sin aún conseguir recordar un mantra budista adecuado a la situación se entregó a las brumas del mundo de los espíritus. Las hojas de los framboyanes del parque, esparcidas por la brisa nocturna, caían lentamente sobre la estatua.

«No son hojas de cerezo las que caen sobre mí,

el otoño llega igualmente al Caribe y a Japón.

La muerte acontece».

Segundos más tarde su cuerpo chocaba contra el duro mármol del suelo.

De Ramón, el espadachín invicto, el santo de la espada, solo quedaba un maniquí inanimado tendido en un charco de su propia sangre.

Las hojas de framboyán cayeron sobre su cuerpo con suavidad.


© Erick J. Mota | Relato inédito

Erick J. Mota | Cuba, 1972

Es escritor y licenciado en Física por la Universidad de La Habana. Ha publicado los libros Bajo presión (2008), Algunos recuerdos que valen la pena (2010), La Habana Underguater (2010), El colapso de las Habanas infinitas (2018) y Memorias del mar de Dirac (2022). Sus cuentos han sido reunidos en antologías internacionales como Terra Nova (2014) y Umbrales virulentos (2020).

Foto de autor: Archivo

Foto de encabezado: Krys Amon

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