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«Los otros», por Edmundo Paz Soldán

A la memoria de Ph. K.

Fran se encontraba en su luminosa habitación cuando escuchó a su mamá llamándolo a gritos a almorzar. Suspiró: hubiese querido continuar recreando, tirado en el piso con sus ejércitos de plomo, la batalla de las Termópilas. Le había tomado unos meses informarse de los pormenores de la batalla y proveerse de los mapas adecuados. Había estado encerrado allí toda la mañana, no fue al colegio pretextando un resfrío; y era la libertad estar en sus pijamas azules y perderse en su mundo de juegos de estrategia, soldados que caían, generales que vacilaban, columnas en formación que incendiaban villorrios. Intentó ignorar los gritos, pero no por mucho rato. Cuando lo llamó su papá, debió bajar, cabizbajo, fingiendo tener la nariz congestionada para que no lo enviaran al colegio. Todavía en pijamas el jovencito. Seguro con tus soldados, ya no estás en edad. Algún día los haré desaparecer. Sentado en la mesa, papá hacía el crucigrama. Acababa de llegar de la oficina, no se había sacado la corbata. Me duele todo, papi. La nariz, la garganta. Cómo puedes tener un resfrío con este calor. Búscate una mejor excusa y charlamos. Escritor norteamericano de ciencia ficción, cuatro letras. En serio, anoche dormí con la ventana abierta y en la madrugada hizo mucho frío. No tengo idea, no sé de escritores. Igual, con ventana abierta o cerrada, no es motivo. A tu edad trabajaba a partir de las cinco de la mañana. Pero cuando uno tiene todo, se malcría. Había escuchado hasta cansarse el relato de la adolescencia sacrificada de papá, cómo el abuelo lo hacía levantarse temprano para que se hiciera cargo de los hornos en la panadería. Decía que hubiera querido criar así a sus hijos, pero su mujer se lo había impedido, consintiéndolos desde pequeños. Mamá se sentó a la mesa. Cómo te fue en el trabajo, preguntó. La respuesta fue un gruñido. Hubo otras preguntas, hubo otros gruñidos. El segundero en el reloj del comedor se movía con parsimonia, el minutero permanecía inmóvil como una espada en desuso. Fran estaba ahí, pero no estaba. Escuchaba a sus papás, pero no los escuchaba. La sopa de pollo la sentía insípida. O acaso había comenzado a creer de verdad en su resfrío. Esta tarde saldré temprano, decía su papá, que se estaba dejando crecer las patillas y tenía una expresión algo anacrónica, de guitarrista de banda de rock en los cincuenta. Voy al dentista. Las palabras lentas, las sílabas mordidas. Voy. Al. Den. Tis. Ta. Creí que habías ido ya la anterior semana, dijo su mujer sin verlo, con ese tono incrédulo que usaba ante cualquier plan de su marido. Sus lentes gruesos y su piel descuidada —archipiélagos de manchas negras en el cuello y las manos— la hacían ver más vieja de lo que era. Me sigue doliendo. Parece que me la tendrán que sacar. Papá partió el pan, y en ese momento Fran notó algo raro. Quizás era la forma en que había agarrado el pan, con la mano izquierda, él que era derecho. Continuó con la sopa, mirándolo de reojo. El ralo bigote, las ojeras que delataban las noches de póker. Fran tuvo la intuición, primero, y la certeza, después. Papá era él, y sin embargo no era él. Alguien lo reemplazaba, alguien aparentaba decir sus palabras con el mismo tono agobiado por la vida, y trataba de imitar su inimitable mirada sin lustre. ¿Mamá se habría dado cuenta de ello? Papá se levantó de la mesa y se dirigió a la cocina. Mamá, susurró Fran. ¿Qué? Papá… Se armó de valor para terminar la frase. No es el mismo. Papá no es papá. Yo también lo he notado. Hace mucho que no es el mismo. Tanto trabajo cambia a la gente. No me refería a eso, mamá. Papá… es otro. Eso también decía tu hermano cuando llegó a la adolescencia. Por eso aprovechó el menor descuido para mandarse a mudar. Para eso los criamos, para que algún día levanten vuelo. Todos los hijos son ingratos. Papá puso una cubeta de hielo sobre la mesa y regresó a su silla. Miró a Fran, y éste vio por un segundo un rostro de horror, como una máscara de plastilina que acabara de ser estrujada. Gritó, y saltó de la mesa y se dirigió corriendo a su cuarto. Papá y mamá se miraron. ¿Qué diablos le pasa esta vez? Yo levanto las manos, dijo ella. A ver si lo puedes poner en vereda. Ella siguió comiendo. El tiró una servilleta al suelo y subió las escaleras a grandes trancos, acompañado por el crujido de la madera. Tocó la puerta del cuarto de Fran. Fran escuchó los golpes como si fueran el anuncio de algo siniestro. Se puso rápidamente unos jeans sobre el pantalón del pijama. Escuchó los ladridos de Springsteen, el malhumorado boxer del vecino, y a lo lejos las campanadas de la iglesia. Escondió a sus soldados de plomo bajo la cama, abrió la ventana y, agarrándose del reborde, se dejó caer al jardín.

Esperó a Eric y Joaquín a la salida del colegio, en el kiosko de la plazuela donde solían encontrarse los recreos. Bajo un jacarandá que dejaba llover flores sin cesar, les contó, agitado, lo que ocurría. Así que tu papá no es tu papá, dijo Joaquín, el rostro incapaz de contener la proliferación de pecas. No te entiendo. Y qué vida la tuya. Te olvidaste de cambiarte la camisa del pijama. Está hablando en metáforas, dijo Eric, que usaba lentes con montura de carey y tenía los incisivos salidos. El que no siente de vez en cuando que sus papás no son sus papás, que levante la mano. Todos tenemos que desconocerlos a veces. Fran volvió a contarles todo. Daba pasos inquietos de un lado a otro, estrujaba las manos sin descanso. El sol se había instalado en el corazón del cielo, y caía como una plomada sobre la ciudad de calles vacías a la hora de la siesta. Al final, moviendo la cabeza y entre bromas, aceptaron acompañarlo de regreso a casa. Eran diez cuadras. Las cosas que uno hace por los amigos, dijo Joaquín. Tienes que dejar la bayer, dijo Eric. Saben que no tomo ni cerveza, dijo Fran. ¿Y aquella vez, viendo Tom y Jerry? La primera y la última. Llegaron y entraron con sigilo por el jardín. Springsteen volvió a la carga con sus ladridos. Se acercaron a la ventana al costado derecho. El papá de Fran leía el periódico sentado en el sofá de la sala, como si nada hubiera ocurrido. No veo nada raro, dijo Eric. Tu papá parece el mismo de siempre. Esperen, esperen. Pasó un minuto. Fran, de pronto, comenzó a enumerar las sutiles diferencias entre su papá y el que creía un impostor: la forma en que agarraba el periódico y pasaba las páginas, la manera en que doblaba una pierna sobre la otra, el ángulo en que caía un mechón de pelo negro sobre la frente. Logró que la duda se instalara en Joaquín; Eric permanecía escéptico. Mucha televisión, dijo, pasando un trapo por los vidrios de los anteojos. Yo me voy, si quieren quédense ustedes. Parece un juego, encuentre los siete errores. En ese momento, apareció la mamá de Fran; se acercó a su marido, le dio un vaso de limonada con hielo, y desapareció rumbo a la cocina. Ni se te ocurra moverte, le dijo Fran a Eric. Mi mamá corre peligro. Está allí adentro con un extraño. Quién sabe, robará la casa y la matará. Tendrás eso en tu conciencia. Quizás tu papá declaró contra la mafia, dijo Joaquín, y lo metieron en un programa de protección de testigos, y trajeron a un actor para que lo reemplace. De por ahí es un clon, dijo Eric. ¿No han visto esa mala película de Schwarzenegger? No se hagan la burla, dijo Fran. Había que hacer algo. ¿Qué? Los soldaditos de plomo debían cobrar vida; podría ordenarles que marcharan hacia la sala y atacaran al extraño. No debía imaginar tonterías. Springsteen lo estaba poniendo más nervioso aún, qué manera de ladrar, un día de estos le daría pan con vidrio molido. Joaquín sugirió entrar por la puerta de la cocina. Lo atacamos entre los tres, lo amordazamos y llamamos a la policía. Eric dijo esas cosas sólo se le pueden ocurrir a Joaquín. Amordazamos, qué palabrita. Te pasa por ver tanta televisión. Como si fuera coser y cantar. Mi papá es fuerte, dijo Fran con algo de orgullo; hace mucho que no va al gimnasio, pero igual se conserva bien. Eric sugirió que podía ir corriendo a su casa y traer un revólver, sabía dónde estaba el de su papi. ¿No que no creías? Entre el dolor y la nada, prefiero el dolor. El tono de Eric era de falsa solemnidad, se dijo Fran, como cuando declamaba en las clases de literatura. No es momento para bromas. Se preguntó cómo siendo los tres tan diferentes habían terminado de mejores amigos. Acaso cada uno, a su modo, no terminaba de encontrarse en el mundillo adolescente del colegio, hecho de seres que jugaban a ser hombres en base a violencia y morbo sexual. Acaso había una explicación más práctica: a los once años, los tres habían descubierto que les fascinaba el fútbol en tapitas, y durante dos años se habían reunido casi todos los sábados por la tarde, en la sala de juegos de Joaquín, a jugarlo sobre una frazada gris que Eric había robado de su casa.  Fran volvió a observar al extraño que hacía el crucigrama del periódico y recordó con nostalgia a su papá; a duras penas aguantó las lágrimas. Quizás el impostor lo había asesinado, y había tirado el cadáver al río con una piedra maciza amarrada a los pies. No volvería a verlo más. Era cierto, no se llevaban bien, papá era tan hosco, tan poco dado a muestras de cariño. No había sido siempre así. Fue él el que le regaló los primeros soldaditos de plomo, a manera de sobornarlo para que fuera al colegio esa primera, traumática, lluviosa semana. Con él fue de niño al estadio todos los domingos, a ver mediocres partidos de fútbol. En el entretiempo, comían sándwiches de carne con chorrellana. Esos días no volverían. Después de una breve discusión, acordaron ir juntos a casa de Eric. Irían en micro, sería más rápido. Fueron corriendo a la parada, a una cuadra y media. A lo lejos, se volvieron a escuchar las campanas de la iglesia.

Fran deseaba que el micro avanzara más rápido. El chofer escuchaba música clásica y paraba en cada esquina; el bus se iba llenando de gente: oficinistas gesticulantes, colegiales de mala traza, secretarias sin sonrisas. ¿De dónde salía tanta gente? Sus amigos charlaban en el asiento delantero y lo miraban de reojo. Acaso lo creían un ser patético y sólo le estaban siguiendo la corriente. Era difícil culparlos, después de todo. Ellos no habían sentido lo que él a la hora del almuerzo, al ver que detrás de la cara tranquila de papá se escondía una cara de horror, y que la máscara caía apenas un segundo para revelarle a él la verdad, si tenía los ojos para verla. La había visto, y por eso se había salvado; mamá no, y por eso, si seguían demorándose, la aguardaba un fin atroz. Nos bajamos en la próxima esquina, dijo Eric abriendo la boca más de la cuenta, mostrándole sus dientes amarillentos. Y Fran, de pronto, comprendió todo. Por eso Eric había querido ir solo a traer el revólver. Y todo su escepticismo había sido una actuación. Porque el Eric que conocía no tenía todos los dientes amarillentos; un molar en el lado superior izquierdo era negro, gracias a un puente que le habían puesto hacía un par de años. No podía estar equivocado, lo veía todos los días en el colegio. Eric se levantó de su asiento, Joaquín hizo lo propio. Fran notó que Joaquín se levantaba dando primero un paso hacia adelante con el pie derecho, y no con el izquierdo, como recordaba que lo hacía, como creía recordar que lo hacía. ¿Vienes o qué?, preguntó Eric. Ese timbre de voz no era el de Eric. Una ligera diferencia, pero la suficiente para su oído aguzado. Momentos antes no se había dado cuenta de ello. La rutina de la realidad era tan fuerte que a veces era imposible notar cambios leves, trastornos en el orden de las cosas. Ahora sí, Fran estaba seguro de que, como su papá, Eric y Joaquín eran otros, unos impostores. Se aferró al reborde metálico del asiento delantero, trató de ganar unos segundos mientras discurría su próxima movida. Miró al chofer, a las secretarias, a los oficinistas, a los colegiales en torno suyo. Sospechó con pavor que todos eran otros. En la ventana se apoyaban las montañas en el oeste, teñidas de un resplandor entre púrpura y anaranjado. Fran se dio la vuelta y corrió hacia la puerta trasera; el micro se hallaba todavía en movimiento; saltó y cayó pesadamente, golpeándose contra el pavimento. El micro se detuvo. Fran se incorporó a duras penas. Dio unos pasos vacilantes, luego comenzó a correr antes de que la gente descendiera del micro. Le dolía todo el cuerpo, pero aún así siguió corriendo. Sentía que lo seguían, creía sentir que lo seguían; percibía el golpeteo apurado de unos pasos en el pavimento de la calle. No volteó la cabeza para mirar si era así. Con la respiración acezante, se dijo que debía llegar al lugar al que habían llevado a todos los que estaban en la ciudad antes de que llegaran los otros. O al lugar al que se habían fugado todos los que estaban en la ciudad antes de que llegaran los otros. No sabía dónde se hallaba ese lugar, pero estaba seguro de que existía. Cruzó un puente. Debía seguir corriendo.


© Edmundo Paz Soldán | Del libro de relatos Lazos de familia (La Hoguera, 2008)

Edmundo Paz Soldán | Bolivia, 1967

Nació en Cochabamba. Es narrador y profesor de Literatura Latinoamericana en Cornell University. Entre sus novelas destacan Río Fugitivo (1998), Palacio Quemado (2006), Iris (2014), Allá afuera hay monstruos (2021) y La mirada de las plantas (2022); también es autor de colecciones de relatos como Amores imperfectos (1998), Las visiones (2016) y La vía del futuro (2021). Su obra ha sido traducida a varios idiomas y ha recibido numerosos premios, entre los que destacan el premio Juan Rulfo de cuento (1997) y el Premio Nacional de Novela de Bolivia (2002).

Foto de autor: Archivo

Foto de encabezado: Lucas Favre 

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