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«Mi servilleta», por Ana Luisa Islas

Le gustaba la idea de que fuera una servilleta. Le recordaba lo frágil que es todo. Que era todo. Lo rápido que puede romperse y lo mucho que debe cuidarse. Su novio era de servilleta, se lo había hecho un día en la sobremesa ella misma. La doblaba compulsivamente, como quien no sabe qué hacer, mientras su madre la regañaba por teléfono por seguir aplazando la adultez y la responsabilidad, porque no servía de nada estar tan lejos de casa si no era feliz y no estaba contenta con lo que hacía.

Su madre no era de las que le preguntaban sobre un novio, aunque no porque no quisiera sino porque ella la mandó tanto a la mierda tantas veces que decidió, un buen día, no preguntar más. Así que, a falta del derecho que toda madre tiene de molestar a su hija sobre cuándo piensa casarse y tener hijos, la molestaba sobre todo lo demás. Y ella, para no escucharla, movía la cabeza con desgana, decía que sí, que sí, que ya me lo dijiste la vez pasada, ya te dije que ya estoy haciendo algo por cambiar eso, y doblaba la servilleta que tenía en sus manos. 

De niña había aprendido a hacerlo, doblar servilletas. En el libro de texto del cole le enseñaron a crear con cualquier cuadrado de papel a un hombre. Servía para pasar el rato cuando los adultos se enfrascaban en conversaciones interminables en el comedor. Ellos hablaban, ella creaba hombres (o mujeres, según el caso). Les hacía una gorra, con un trozo de la envoltura de unas mentas; les pintaba bigote, como el de su padre; les hacía un ramo de rosas con migas de pan. Éste, el que se creó a sí misma, tenía gafas. Siempre le habían gustado los hombres con gafas, eran más interesantes los miopes que los de vista veinte por veinte. Quizás ver el mundo distorsionado les aclaraba la mente, les afinaba otros sentidos, pensaba. Quizás, había sus excepciones.

El pelo no se le veía, pero es porque tenía la cabeza grande y le sobresalía al papel. A veces ella lo imaginaba calvo, le gustaban los calvos. A veces, lo imaginaba roquero, con las matas más largas que las suyas, pero no más cuidadas que las de ella, eso nunca, eso siempre le provocó asco, pero sobre todo mucha pereza. Nunca fue de esas de las que se peinan, y la competencia continua le provocaba arcadas. Siempre decía que los hombres que usaban más cremas que ella, que tampoco es que usara muchas, no encontrarían un lugar en su baño y mucho menos en su habitación.

A veces él era amoroso, las más, pocas veces le reprochaba sus errores o su idiotez. ¿Por qué dejaste que te vieran la cara de esa forma?, ¿por qué te llevas con esa amiga o con esa otra?, ¿para qué vas a ese trabajo en lugar de a ese otro? Pórtate bien, no digas groserías, llama a tu madre, era lo más que le podía llegar a decir. Ella lo imaginaba mirándola con cara de desaprobación mientras dormía aún al mediodía. Eran elucubraciones suyas. Él, que lo último que hacía era juzgarla. De hecho, de eso, poco. La seguía a todos los sitios, siempre estaba de acuerdo con lo que ella proponía o decía. No es que él fuera mucho de proponer, la verdad. Siempre quería hacer lo que ella decía. Lo que tú quieras, contestaba siempre. La miraba y la escuchaba atento cuando ella contaba los planes que tenía para los dos: México, escribir, viajar, tener un hijo, adoptar un perro, ahora un gato, un gatito chiquito, de esos que salen en los videos de Facebook, firmar un papel, dormir, despertar, siempre estaba atento y dispuesto a todo lo que ella dispusiera.

Si ella no hubiera sido tan aprensiva, tan «marimandona», así le decía él cuando ella se ponía dictatorial; si no hubiera sido tan autoritaria, no habría podido soportar ese pasotismo. Le convenía que él siempre le dijera que sí. Además, la hacía crecer. La impulsaba, le daba soporte siempre. La aupaba cuando más lo necesitaba. Cuando más le hacía falta, él sonreía. Cuando más le hacía falta, él lloraba. Si lo hubiera escrito, no habría sido tan perfecto, pero lo había hecho una tarde, en una sobremesa, en una servilleta, de esas que parece que no se degradarán jamás.

Y a pesar de que se habían jurado amor eterno, desde que se crearon a sí mismos como la pareja perfecta, él era de papel. Era frágil. Aguantó mucho. Salpicones de café, gotas de vino. Lo sufrió todo. Ella intentaba cubrirle las cicatrices con excusas, con una imaginación que a medida que él desaparecía se volvía más fructífera: perdió un ojo en un choque, se ha dejado la barba —tras un manchón de gravy—, lo mordió un perro, contaba a sus amigos.

Ella también tenía la marca de los años en su cuerpo. No había a nadie a quién engañar. Ya no tenía veinticinco años. Los pantalones que le quedaban usaban un espacio del armario muy reducido. El resto esperaba pacientemente una época que nunca volvería. A él no le gustaba mucho salir, así que ella se quedaba en casa con él, para no dejarle solo, claro. Pedían una pizza, cocinaban, comían palomitas mientras veían una película. Dejó el baile, así que ahora, sus caderas, como las de Shakira, no mentían.

Al principio de su relación, cuando volvía borracha por las noches, él la miraba mal, con cara de desaprobación, como quien te mira por arriba del hombro porque no necesita de esa droga que tanto te hace falta para ser feliz, para ser. Dejó de ir. Y dejó también de bailar en las fiestas. Y de salir en general, porque, aunque la servilleta no fuera degradable, cada nueva cicatriz le recordaba a ella la condición de servilleta. Ya habría más bailes en las discotecas, ya hubo muchos bailes en discotecas. Ahora no tocaba bailar, ahora tocaba estar con él. Una servilleta. Un papel. Algo frágil que estaba solo de prestado y que ella sabía que no duraría mucho tiempo más. Con la esquinita rota.

Y, aun así, ella había apostado por él, por ellos, por lo que construirían juntos. Lograron mucho. Nunca ella había sido tan fructífera, tan ella, tan encerrada en sí misma, tan guapa, tan inspirada, tan cercana a su arte. Nunca. Siempre había sido de las que dejan todo para luego. La fiesta, los amigos, las cenas y las parejas furtivas siempre habían estado antes que hacer lo que más amaba, antes que escribir, antes que cantar, antes que cocinar, antes que bailar como si nadie la mirase. Hasta que llegó él. Y entonces ella empezó a bailar frente a él, hasta el amanecer. Y él la veía, porque no era mucho de bailar, porque era torpe. Ella se lo recordaba. Tú eres torpe, no llevas bien el ritmo, pareces un robot. Y él la miraba, la leía, la escuchaba y probaba todo lo que ella preparaba, con amor y con paciencia. Siempre. Siempre.

Jamás pensó que todo terminaría como terminó. Se imaginó de todo. Una inundación, un incendio, una ruptura escandalosa tras un enojo incontrolable. Estaban en la playa, a pesar de que él le tenía pánico al mar. Claramente, era un papel. Siempre la acompañaba a la playa, porque sabía que ella amaba pasar el día en la playa, fumando un porro y bebiendo cava, hablando, viendo las nubes, dándose baños esporádicos. Solo ella nadaba, claro. Él se quedaba sobre su libro, ese que ella le elegía minuciosamente. Se quedaba leyendo. En su imaginación se decía a sí misma que el libro que elegía era el libro que él leía en el momento. Así lo contaba. Está leyendo a Talese. Le gusta el periodismo narrativo. Él no es muy de lecturas largas, abandona los libros muy rápido, es como yo. Nos cansamos pronto de los textos que no nos gustan. Y también de los que nos gustan. Son pocos los clásicos que ha terminado y no le da pena admitirlo. Él está por encima de los clásicos, bromeaba como pavo real.

Mientras él se quedaba leyendo, ella disfrutaba de ese momento en el que sentía el agua del mar alrededor de cada centímetro de su cuerpo. Era ya prácticamente el único momento del día en el que él la dejaba sola. Ahí sí que no la acompañaba. Y era ahí cuando respiraba tranquila, como quien por fin descansa del largo desahucio de un familiar con cáncer. Ahí no tenía por qué preocuparse de su vida ni de la de él. Más de la de él que de la de ella. Era a él al que había que marcarle el paso, ella, quieras o no, andaba sola, iba tirando. Pim, pam, día con día. Piano, piano. A él había casi que acarrearlo, casi como a un burro. Había que hacerle reír por las mañanas, quitarle la sal en las comidas, vigilar que no se tomara más de cuatro ibuprofenos al día, guiarle, mimarle, decirle que todo iba a estar bien.

Curioso que no se diera cuenta ella en esos momentos que era él quien con su amor y pasividad la impulsaba a ser eso que siempre había tenido miedo de ser. No se daba cuenta de que al no ser él, la impulsaba a ella a ser. Y él era en ella. Feliz. Él nunca fue infeliz a su lado, ni cuando ella se iba a nadar, a descansar de él. La amaba. Siempre. Fin de la discusión. No había de qué tener miedo. El miedo se lo provocaba más ella misma cuando, en los días en que él la hacía enfadar, pensaba en tirarle todo el café encima y acabar de una puta vez con toda esa puta farsa de mierda. La gente debe pensar que estoy loca y a veces de verdad creo que estoy loca. Y luego se arrepentía y se dormía llorando, con ganas de abrazarlo, pero con miedo de mojarle. Le amaba tanto. Le necesitaba. No podía concebir su vida sin él. Había empezado a vivir cuando le conoció, cuando le creó.

Después de que pasó lo que pasó, a ella le venían estos pensamientos en los sueños y la atormentaban. Había deseado su muerte. Dolorosa y lenta por el contacto con el café hirviendo. La había pedido.

Nunca supo bien qué fue lo que pasó. No supo si se fue, cansado de ella y de lo mucho que su vida lo asfixiaba. No supo si se voló con una ráfaga que hace levantar a la sombrilla mejor clavada o si algún niño se lo llevó para jugar con él hasta olvidarle dentro de un castillo de arena que una ola de mar inundó. Volvió de nadar, venía tan ensimismada que no recordó ni su existencia. Se olvidó de él por un momento. Un momento largo. Dos o tres minutos más tarde de haberse secado lentamente con la toalla y de haberla sacudido delicadamente para sentarse sobre ella cayó en la cuenta de que él no estaba más junto a la sombrilla, sentado sobre el libro que ella le elegía minuciosamente cada día como trono. La solución, de Araceli Manjón-Cabeza, leyó claramente. La portada boca arriba, la sillita vacía. Él, ni sus luces, pensó.

Se giró, le buscó, nada. Preguntó por él. ¿Cómo preguntar por él? Una servilleta de qué, le decía la gente. Nadie entendía. Lloraba desesperada o no sabía explicarse bien o esta gente era lerda del culo. ¿Era que la gente no entendía o ella no sabía cómo coño explicarse? Una servilleta, ser vi lle ta, con forma de hombre, con gafas. ¿Qué era lo que no entendían? Pendejos. Revolvió los botes de basura, derrumbó castillos buscando su rastro entre la arena ante el llanto de niños pequeños y los gritos eufóricos de sus padres. Hubo incluso un policía que se le acerco, para verificar si estaba bien de salud. A ver, oficial, siempre aplicaba el oficial, no por respeto, sino con un tono despectivo, como quien se burla de un cargo de pacotilla, a ver oficial, le estoy diciendo que he perdido a mi servilleta, la estoy buscando, no necesito de su ayuda porque si la necesitara, claramente, se la habría pedido. ¿Su qué? Mi servilleta, qué la gente está sorda o ¿qué carajos? Mi servilleta, de color marrón, claro, con unas gafas dibujadas. Tiene forma de un hombre.

Ella misma se escuchaba, quizás era el efecto de la marihuana, y se pensaba idiota. Vete a casa, decía, ya harás una nueva. No quería una nueva, lo quería a él. Aunque ya estuviera muerto, quería conservarle, guardarle, recordarle, no quería que lo suyo se quedara así, en nada. Quería darle un entierro digno, el entierro que su bella relación se merecía. Se sentía mal por haberle dejado, por haber respirado tranquila mientras se recostaba viendo las nubes al flotar. Era culpa suya.  

Ella lo había orillado a huir. Ella también lo habría hecho. Ya le decía su familia cuando por teléfono les contaba de él. Cuídalo mucho, no lo marees, no lo ahorques mucho. Dale paz. Eso fue, él buscó paz, finalmente, por su cuenta, porque ella no se la supo dar. Quería retroceder el tiempo, haberle dejado hacer cuando él quiso hacer. Recordó todas esas veces que antes de irse de casa le dijo: no hagas tonterías. Qué ingenua había sido, pensar que ella lo dominaba solo porque ella lo había creado, que él se quedaría, solo porque ella lo había hecho con sus propias manos, esa tarde en el comedor, con el sol entrando de lado, reflejado en la pared de lámina del fondo de la terraza.

Claro, él también tenía que ser, que vivir, que buscarse a alguien que le permitiera existir, no a alguien como ella que solo lo utilizó para florecer. Le entendió. A veces, con rabia, lo injuriaba por las noches, cuando le echaba mucho de menos. Me abandonó, decía. Otras veces, lo volvía a pensar. Claro, se ha ido para vivir, por fin. Ingenua, no entendía que él era en ella, que sin ella él no era y que él había sido para y por ella. De papel, frágil. Una servilleta, con la esquinita rota.


© Ana Luisa Islas | Relato inédito

Ana Luisa Islas | México, 1983

Periodista y escritora. Coordina una residencia itinerante en donde acompaña y desarrolla la comunicación de artistas independientes. Escribe poesía, relatos cortos y en los últimos años se ha expresado también a través de la fotografía. Dirige el proyecto culinario transmedia Ñam Ñam Barcelona.

Foto de autor: Archivo

Foto de encabezado: Den Trushtin

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