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«Altar», por Fernando Yacamán

Por la lejana montaña, va cabalgando un jinete;

vaga solito en el mundo y va deseando la muerte.

José Alfredo Jiménez


La Muerte se asomó por la ventana; detrás de ella la noche iluminó la tormenta en el océano.   

«Pies, ¿para qué los quiero si tengo alas para volar?». Acabé de escribir en el lienzo, en el que pintaría un retrato de Frida. Un relámpago cayó sobre el mar y alumbró a la Muerte que permanecía en la ventana. Pensé en mis difuntos, en mi fin. No sabía si rezar o salir corriendo, entonces tomé la botella de mezcal y le di un trago que me quemó. Agarré los pinceles y la Pachona se convirtió en mi modelo.    

«Me voy a morir», fue lo que pensé al despertarme, por la cruda y por la visita de la noche. A través de la ventana miré el sol del mediodía y el mar en calma. Tocaron a la puerta. Al abrir, encontré a Teodoro, con los ojos grifos, una pachita de mezcal en la mano, su panza a punto de reventar los botones de la camisa, el bigote oscuro y tieso.  

—Pinche Natalio, tienes pintura hasta en las pestañas, ¿por qué no has ido a La Alegría? Quiero contarte lo que me hizo la cabrona de Jesusa.   

Teodoro, el eterno enamorado, le sobraban historias donde él era víctima de su putería.   

—Yo quería sentar cabeza, pero Don Áureo, el cantinero, ya pedo me contó que en el Ojo de Agua cachó a Jesusa con Nicanor, el hijo de Perpetua.   

Su aliento era de pantano.   

—Luego me cuentas tu drama, ahora tengo que enseñarte una pintura.  

Se limpió el sudor de la frente.   

—Tú y tus pinches dibujitos— solía decirme desde niño.    

Al entrar a la casa como de costumbre se quejó de la humedad y el polvo. «Necesitas una mujer para acabar con tu desmadre». En la habitación con la duela manchada de pintura, entre los cuadros, Teodoro reconoció mi última obra: una calavera luminosa rodeada de flores, la tormenta de la noche y las palabras de Frida.    

—Con ésta si podrás sacarle hartos dólares a cualquier gringo enajenado.   

El alacrán estaba seco en la botella de mezcal, aun así, Teodoro bebió las últimas gotas.   

—¿Cómo pintaste esto?   

Por la ventana miré los rayos de sol que atravesaban el océano.   

—En la noche tuve una invitada.    

Me vio desconcertado.  

—¿Tú?…  

Pensé en contarle la verdad, pero Teodoro nació con la lengua suelta. En la primaria le confesé que me gustaba Amaranta, una niña que tenía cara de avispa. Ella no tardó en decirme, en frente del salón de clases que no andaría con alguien tan flaco y burro. La guasa del grupo me sacó unas lágrimas, por años mi apodo fue «El chillón». Le reclamé a Teodoro y me juró que él no había ido de chismoso, ya más grandes en una borrachera me confesó que lo hizo porque a él también le gustaba Amaranta, y en las pedas fue donde supe que para él es fácil hablar de las intimidades de la gente. Le cuentas un secreto y en minutos San Miguel de la Costa conoce tus verdades. Entonces, esa tarde, le inventé que conocí a una chica en el malecón y dejé que me contara lo del embrujo de Jesusa.  

La Muerte volvió asomarse por la ventana; detrás de ella la noche iluminó el océano en calma.   

«Mejor morir de pie que vivir toda la vida arrodillado». Acabé de escribir en el lienzo, en el que pintaría un retrato de Zapata, pero preferí dibujar a la Desdentada como revolucionario. Al trazar el sombrero, se me quitó lo valiente cuando se recargó en la ventana. Entraría por mi vida. De la mesa tomé otra botella de mezcal y al darle un trago sentí en mis labios el cuerpo del escorpión. La Parca siguió ahí, en la ventana. Desde entonces no dejó de visitarme y yo de pintarla. Noche tras noche aparecía más chula y en completa oscuridad era el único astro.   

Los domingos en el tianguis su «vivo retrato» comenzó a dejarme un chingo de billetes. Descubrí la envidia en los ojos de otros comerciantes, mas la tarde que se acercó un gringo color camarón, y por la manera en que se le quedó viendo a una pintura donde la Dama del Velo está brindando con los borrachos en La Alegría, supe que podía sacarle dólares, pero no imaginé que lograría bajarle tantos y decidí celebrarlo en la cantina.    

Entré y había una nube de humo de cigarro, las parejas bailaban al lado de la rocola, arriba de ella estaba el altar a la Virgen del Acantilado. Teodoro se encontraba en la barra y al verme hizo una jeta.    

—Has cambiado, Natalio. Desde que te va bien con tus dibujitos, te crees muy vergas.   

«El Jinete» sonaba en la rocola.    

—No estés chingando, Teodoro. Don Áureo, deme una botella de güisqui.   

Una cucaracha blanca atravesó el póster carcomido de Tongolele.

—¿Desde cuándo tomas güisqui? Ves lo que te digo, ya hasta te crees el muy inglés.   

—¿Desde cuándo escatimas un trago? Esta botella me la chingaré contigo.    

Teodoro señaló a la Virgen del Acantilado que estaba arriba de la rocola.   

—A ella no le mientes, ella conoce nuestras verdades desde chamacos, quién sabe en qué estás metido. Andas raro, Natalio, ve nomás las ojeras que te cargas.   

Teodoro abrió el güisqui.   

Los domingos, después de misa, los hombres llegan a su verdadero templo; La Alegría.    

Teodoro me contó sus aventuras y acostones y le entramos con ganas al güisqui. A la mitad de la botella, se puso sentimental al confesarme que Jesusa era casada. Me levanté, en la rocola puse “La Llorona” y aproveché que la Virgen estaba frente a mí, para pedirle que le quitara lo pendejo a mi amigo.    

A la media noche la música sonaba más fuerte.   

—¿Tú ya no coges o qué? Mira, cabrón, Jesusa tiene una hermana que tiene unas tetotas que podrían quitarte lo pendejo.

Le confesé mi historia con la Muerte, desde la primera noche que llegó a mi ventana.    

—¿Por qué cuando chupas cuentas pura historia pitera? Ya estás pedo, cabrón.    

—Sí, pero, ¿cuándo te he mentido?    

Teodoro se quedó pensativo.  

—Con la Muerte no se juega, pendejo.  

A La Alegría entró una morena que llamó la atención de los borrachos por vestir shorts entallados y una blusa trasparente. Fumaba con actitud de actriz de telenovela.    

—Jura por la Virgen del Acantilado que no contarás mi secreto.   

—¿Viste a la morena que entró? Es Jesusa.    

—Cabrón, mírame a los ojos y júralo.   

Señalé el altar de la Virgen del Acantilado.

—No me hables más de tus chingaderas.  

Jesusa llegó con nosotros. Teodoro le preguntó si su hermana seguía soltera porque yo necesitaba sentar cabeza. Las luces del altar de la Virgen del Acantilado se fundieron. Jesusa contestó que su hermana se había quedado a vestir santos. Me despedí, no sin llevarme la botella de güisqui. Caminé a la salida. A esa hora de la noche las parejas bailaban pegadito. Afuera, el golpe de aire me mareó. La luz de la luna proyectaba las sombras de las palmeras en la arena. Me quité la playera, caminé sintiendo el aire y el güisqui en los labios. Al llegar a la casa me quité los zapatos. A través de las ventanas miré el mar. Las olas reventaban fuerte como la sangre en el pecho. Entré a mi habitación. Ahí, en el marco de la ventana estaba la Flaquita esperándome, con la luna como aureola y el mar como su espejo.

«El pintor de la Tiznada» así creció mi fama, también la envidia. Otros comerciantes dejaron de hablarme, pero me daba igual, lo único que me importaba era pintar a la Espirituosa.   

Desde que apareció en mi ventana le pertenecieron mis noches.  

Al caer el crepúsculo, el ritual iniciaba con el primer trago de mezcal. A lápiz dibujaba los esbozos de su imagen perfecta, que no pude lograr. Las olas reventaban más fuerte la sangre en mi pecho. Aparecía en el marco de la ventana, quietecita. Para el buen augurio el color rojo siempre fue el primero en mis pinturas. La Flaquita se iluminaba conforme avanzaba la noche, el mar y los astros se volvían su altar.   

Al amanecer tenía una resaca terrible y una pintura que se volvía una promesa de que la siguiente sería mejor.     

Un domingo vendí dos cuadros a un gringo. En su lengua me preguntó de dónde sacaba mi inspiración; otra vez la misma burra al trigo. Le contesté que no hablaba inglés y le extendí la mano para que me pagara. En el instante que guardaba los billetes en mi pantalón, a lo lejos vi a Teodoro tambaleándose por la calle. El gringo se fue en dirección a la playa. Teodoro tenía la camisa mal abotonada. «Desde qué hora estás chupando». Me ignoró y se le quedó viendo a la Muerte con girasoles en sus cuencas, Malquerida abrazando a dos putas risueñas, Liberadora con la serpiente enredada en el cráneo, Llorona abrazando a los desterrados, Coatlicue amamantando a sus hijos.     

—Tú y tus pinches dibujitos.    

Me ofreció de su pachita, no acepté y le dije que se subiera los pantalones.  

—Nomás vengo a sentenciarte. El diablo sólo tienta a aquel con quien ya cuenta.  

—Deja de rebuznar y piérdete en La Alegría.   

—Si quieres te acompaño con Doña Aurora, ella le ha sacado el chamuco a un montón de enajenados. Tanta porquería que cargas en la cabeza, desde escuincle, con tus dibujitos, ¿por qué no te consigues una mujer y te dejas de tanta pendejada?  

Teodoro casi azota.     

—¿Por qué no vas tú? Igual te cura la mala sed.   

Me mentó la madre y se fue con rumbo a La Alegría. Desde hace más de treinta años me tenía hasta la madre. Juré no buscarlo más. Ni falta me hacía la gente desde que la Liberadora entró a mi vida.

La lluvia cayó de repente, así sucede en San Miguel de la Costa, se suelta aunque el sol esté hecho furia; cubrí las pinturas con plástico. Con los cuadros al hombro anduve por el camellón de palmeras.  

Desde chamaco me gustaba el olor a tierra mojada, andar bajo la lluvia mientras la gente se resguarda, ¿por qué tanto miedo a mojarse, por qué tanto miedo a unas pinturas, por qué tanto miedo a la Muerte? Ella me esperaba en la casa. Al llegar dejé los cuadros en el recibidor, me quité la ropa mojada y la dejé caer sobre el piso. Miré las ventanas y a través de ellas la tormenta. Entré a mi habitación. Detrás de la ventana estaba la Muerte como estatua y el mar como su sombra. En la penumbra tomé mezcal; relámpago en mi pecho. La Muerte como una estatua que se eleva hacia la noche. El romper de las olas resonaba en las venas. La lluvia en mis labios fue el mezcal. Nunca encontré los colores precisos para retratar a la Muerte. Estatua de infinita ceniza que el viento no deja de llevarse.

Mi ventana el altar de mi Muerte.  

¿En qué instante acababa con pintura escurriendo de las manos, del pecho, del ombligo y goteaba hasta los pies?   

Un domingo, en el tianguis, el sol desaparecía en el mar, y una morena con el cabello blanco y un montón de pecas en el rostro se quedó mirando las pinturas.  

—¿Usted es el pintor de la Tiznada?   

Asentí y dejó de mirarme a los ojos.   

—¿Le puedo preguntar algo personal?   

—No.   

—¿Qué significa esa pintura?   

Señaló la última que había pintado; un hombre desnudo abrazaba a la Muerte sobre la arena.   

—¿No le da vergüenza exhibir lo más vil de su alma? En San Miguel de la Costa sabemos lo que hace por las noches.  

El sol como una llamarada se ocultó en el océano.  

—En esta tierra no son bienvenidos los hombres como usted.   

De entre sus senos tomó una bolsita negra, la abrió y arrojó lo que llevaba dentro. Un polvo arruinó a mis catrinas. Mi reacción fue tomarla del brazo. Sus ojos negros me intimidaron. Le dije que se largara con sus embrujos a otro lado y que no volviera; me empujó y se fue con dirección al mar. Los otros vendedores me observaban. Aunque las pinturas estaban arruinadas no las dejé, las acomodé en mi espalda y partí rumbo a La Alegría.   

Entré y los borrachos me miraron como si fuera un apestado; hasta Don Áureo, el cantinero que me conocía desde chamaco. En la rocola sonaba «no vale nada la vida, la vida no vale nada, comienza siempre llorando y así llorando se acaba».

 Teodoro se encontraba en la barra con una gringa hippie que se había pasado de bronceado. Mi compadre se hizo el que no me vio, pero me planté en su cara.   

—Mira, pinche Teodoro, durante mi vida te he pasado varias chingaderas pero, ¿quieres que el pueblo me linche?

—No sé de qué hablas.  

Una cucaracha blanca pasó por el altar de la virgen.  

—De que eres un pinche chismoso, ¿qué más? Mi Flaca me visita por las noches, ¿sabes qué me contó? Que a los argüenderos como tú les da una muerte violenta, de esas que acaban descuartizados en la barranca o baleados.

La gringa en un español apenas masticable preguntó qué pasaba.   

—Natalio, hay verdades imposibles de ocultar; lárgate y no vuelvas. 

Abrazó a la gringa y la besó. Tomé el tequila que ella había pedido y me dirigí a la salida. Afuera, la luz de la luna proyectaba en la arena las sombras de las palmeras. De un trago me acabé el tequila. Me quité la playera, miré el cielo estrellado y perdí la noción de pisar la tierra. Juré no volver a La Alegría. Al llegar a la casa dejé las pinturas sobre la duela, me quité los zapatos. Entré a mi habitación. Ahí, en el marco de la ventana, estaba la Flaquita esperándome, con la luna como corona y el mar como su trono.  

No sé en qué momento, ni cuándo, quedé del otro lado de la ventana y vi a la Muerte dentro de mi habitación, quietecita, como siempre. 


© Fernando Yacamán | Relato inédito

Fernando Yacamán | México, 1985

Escritor y docente. Licenciado en Letras Hispánicas. Diplomado en creación literaria por la Escuela Dinámica de Escritores y el Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA). Es autor de los libros de narrativa Ya quiero despertar (2014), La pócima del diablo (2015), El cuerpo de la noche (2017), La virgen del sado (2022) y Todos mis padres (2019), que mereció el I Premio Siníndice de Novela de España. Su obra ha sido publicada en diversas antologías nacionales y extranjeras.

Foto: Eriko Stark

Foto de encabezado: Pawel Czerwinski

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