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«El dueño de la carne», por Sarko Medina Hinojosa

¿Cuándo dejó de importarnos el olor a carne podrida en nuestras bocas?, supongo que hace mucho. Bala me besó hace un rato, a ocultas de su padre, Escopeta. No le importó que tuviera restos de gusanos, solo quería estar conmigo un momento, dijo, antes de volver al lado del gran dueño del grupo. Me dejó beber un largo trago de aguafuerte de su tomatodo para dejarme calor, junto con su mano acariciando mi entrepierna. Creo que incluso le pasé algo de la carne que me quedaba durante el beso final. El olor es profundo, dulce y ácido a la vez. Pero de sus labios no me importa mucho. Estamos pasando un invierno terrible, esperando buen tiempo para ir a cazar. Mientras, las reservas se acaban.

Sin mucho que hacer trato de aprender de Retrocarga, que me explica cómo aprovechar mejor la carne desenterrada. Me molesta el olor porque te sofoca con toda su pestilencia, pero debemos racionarla bien. Soporto porque seré el carnicero cuando le pase algo. Soy bueno afilando los cuchillos y cortando de un tajo.

De pequeño me molestaba estar con la mascarilla puesta mientras duró la pandemia del veinte, porque terminaba oliendo mal, como a podrida. En ese tiempo era necesario y hasta te castigaban si te la sacabas. Ahora, a mis veinticinco años, no importa eso. Nada importa más que la carne y los recursos.

Quisiera que mi maestro muriera de una vez, para poder ocupar su lugar y decirle a Escopeta: »Dame a tu hija, seré su dueño, la cuidaré y alimentaré, ahora soy el carnicero», pero no sucederá pronto. Nunca va en la punta del grupo cuando entramos a los cubiles, así que no lo hieren. A mí me hirieron dos veces. La primera por entrar apresurado. No dejé que mis ojos se acostumbraran a la oscuridad y una presa me saltó encima y me hirió el brazo. Logré ahorcarla, pero el miedo a que la herida se gangrene me asustó. No pasó. La segunda fue tratando de salvar al anterior aprendiz del cocinero. Lo estaban atacando tres presas, logré romperle la cabeza a una con mi mazo y con un hacha encargarme de la segunda, pero la tercera ya le había arrancado un pedazo del cuello al pobre Mango antes de matarla.

Revólver es la madre de Bala. Ella sí me mira con buenos ojos. Una noche, en que no llegaban los del grupo de avanzada, se metió en mi saco y lloró. No me buscó como hombre, solo como compañía. No quería que la escuchara su hija. Me pidió que no le dijera a nadie, pero no lloraba porque no volvía su dueño, sino porque sabía que regresaría y la esperanza de lo contrario le dolía más que una herida abierta, incluso.

Yo no sería así. Bala sería mi compañera. Con ella muchas veces hemos encontrado los tesoros en los cubiles. Mientras yo me encargo de romper cabezas, ella va en retaguardia, identificando los escondites. Una vez encontramos una lata de duraznos que pudimos esconder de los demás. Nos la comimos por la noche. Fue algo delicioso, pero disfruté más estar con ella, ¿por qué querer que me temiera y llorara por la ilusión de no verme? Escopeta viene de otros tiempos. Le obedecemos porque es rudo y sabe cosas, aún después de tiempo nos sorprende. Como cuando sabía que uno de los dueños de un cubil escondía algo en su boca y se la aplastó antes de que pudiera usar esa hoja pequeña pero peligrosa. Nos dijo que era algo que los antiguos llamaban «gillette», y que cortaba tan fino que podías, luego de pasarla por tu mano, volver a cerrar la piel y ni huella del paso se notaba. No se descuida por nada.

Ese día él despedazó parte por parte al dueño frente a sus crías y protegidos. Todos nos duraron tres meses. Allí también decidí que tendría a Bala como esposa. Pero aún debo esperar… aunque, ¿quién me ordena hacerlo?

En mi tiempo de aprendiz, he comprendido más de nuestra vida errante. No podemos comer las plantas, pues tienen veneno y los animales son difíciles de encontrar, salvo ratas. No hay gallinas, ni cuyes, ni siquiera zorros o pumas, menos monos. Los pájaros son difíciles de capturar. Más fácil es hallar las huellas descuidadas de presas.

Por las noches, contamos las mismas historias sobre las ciudades de los tecnócratas, resguardadas por altas paredes y ácido, para que nadie se atreva a subir y menos entrar por los tubos que emanan vapor de muerte. Tampoco quieren hacerlo. Por lo menos en la ceja de selva tenemos libertad. O eso nos hacen pensar.

No conocí a mis padres, me dieron la opción de vivir y viví. Siento que nos ocultan cosas, que en esas ciudades hay algo más que comer carne podrida de presas, por más ricos que sean los gusanos y su crocante explosión de sabor, no se compara con lo que allí podríamos tener Bala y yo. Mi plan secreto es ese, conseguirla y luego irnos a la ciudad más cercana.

Eso será una vez que pase el invierno, pienso. Cada vez que asaltamos un cubil, nos quedamos medio año o más, depende de la temporada. Este tiempo es cruel. Una vez nos quedamos un año y medio en un cubil porque hubo varias presas de reserva jóvenes, que tuvieron opción de vivir y que alimentamos. Incluso varios bebés. Matamos a los machos. Los destazamos parte por parte, aprovechamos la sangre para hacer morcillas, la grasa para los aceites y las velas. Del tuétano y de la columna hicimos sopas. La carne la volvimos charqui, comimos durante semanas las vísceras y enterramos algunas partes para que se llenaran de gusanos y también comerlas luego. Hubo abundancia. Torpedo, Bazoca y Granada se quedaron cada uno con una hembra y cría. Me dieron a escoger, pero no quise. Me dio algo de pena, porque sin dueño solo pasaron unos meses y terminaron destazadas las que sobraron. Los bebés sobrevivieron. Cinco años para ser fuertes, cinco años para saber si vivirían.   

Escopeta no permite abusos con las presas, a menos que quiera dar una lección. Su golpe es directo y fuerte. Un par de veces Taladro y Metralla trataron de retarlo, hace años, antes incluso que yo me integrara al grupo, no lograron vencerlo. Pero el tiempo pasa y el músculo enflaquece. Por eso ya no permite nuevos dueños. Sabe que a nosotros puede controlarnos aún, pero si deja que crezca alguno más fuerte, podría quitarle el mando. Hace un invierno permitió que Taladro, Metralla, Torpedo, Bazoca y Granada se fueran para formar sus propios grupos. Advirtiéndoles que se vayan lejos, porque si los asaltaba en su cubil se olvidaría que fueron comunidad. Meses después cumplió su amenaza con el grupo de Torpedo.

Es un desgraciado y estoy cansado de él. Cansado de que no pueda estar con Bala, que me aleje de ella cada que me ve. Quiero que ella me bese con su boca llena de gusanos, que nos revolquemos en la sangre de las presas, ir los dos de cacería. Pero también llegar a la ciudad y ser otros, dejar la carne incluso. Ella es fuerte. Sería la mejor de las compañeras. Debería hacerlo ahora. Ummm ¿Por qué pienso así?, el aguafuerte me ha puesto valiente.

Espera, me digo, me repito, y no puedo, debo hacer algo. Es de noche, todos duermen. El saco de mi enemigo está muy cerca. Los cuchillos están allí, en donde los guardo. Puedo sacarlos e ir despacio.

Avanzo en silencio.

¡Los cuchillos no están!, pero los dejé…

—Puñal.

—¡Escopeta!

—Aún te falta crecer para creer que puedes vencerme, pero no lo harás más. ¡Despierten!

Veo a todos levantarse. No tengo salida, negar algo es inútil. Prenden las velas de cebo. La tenue luz alumbra la cara de Bala, no está triste, tampoco alegre, fue obligada, me esperanzo. Es mi destino. Siento cómo me quiebra el brazo. Grito desesperado. Lo siguiente es cortarlo mientras los demás me sostienen. Pero… me sueltan. Vuelvo la mirada. El dueño de la carne está atravesado de lado a lado por una de las lanzas. Trato de ver a Bala como la causante de mi libertad, pero es Revólver. En sus ojos busco mi redención, aunque no, la que encuentro es la suya. Los demás obedecen sus órdenes y continúan su trabajo conmigo y empiezan a aprovechar al caído. Comprendo que mi error fue creer que sería cazador y dueño, cuando en realidad siempre fui carnada y presa.


© Sarko Medina Hinojosa | Relato inédito

Sarko Medina Hinojosa | Perú, 1978

Nació en Arequipa. Es escritor y periodista, autor, entre otros, de los libros La venganza de los Apus (2017), El color de la música (2022), Toque de queda en la ciudad fósil (2022) y Arquitectura de una lágrima (2023). Cuentos de su autoría han sido recopilados en antologías como El Umbral. Antología de relatos insólitos (2015), Llaqtamasi. Ficción especulativa peruana (2021) y Vislumbra. Muestra de cuentos peruanos de fantasía (2022). Sitio web: www.sarkomedinahinojosa.com

Foto: Archivo

Foto de encabezado: Armin Lotfi

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