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«Gestación», por Antonio Vásquez

No dejaba de sorprenderme cómo el amor materno podía enfriarse y tornarse un desapego cruel. Si ya no vas a estudiar entonces consíguete un trabajo, me dijo mi mamá mientras desayunaba, puedes vivir y comer aquí, pero ya no te daré ni un quinto. Y yo necesitaba el dinero para irme de putas con mis amigos. No traté de alegar con ella, me di cuenta en seguida de que no había ni un dejo de cariño en su mirada, como cuando mi hermano mayor le avisó que se iba a casar: Está bien, hijo, había dicho en un tono indiferente, muy bien.

Yo me sabía un inútil, al igual que mi padre y el padre de mi padre; era una herencia que no me avergonzaba. Después del desayuno salí de la casa y me puse a deambular por las calles estrechas del barrio, buscando un trabajo que no exigiera talento ni esfuerzo de mi parte. Pasé frente a una tortillería en cuya fachada lucía un anuncio de Se busca ayudante, pero me dije que ese trabajo era para viejas. Seguí caminando hasta que encontré otro anuncio pegado en un poste de luz: Reparador de bicicletas solicita ayudante. Conocía la dirección así que me dirigí hacia esa calle.

Llegué a un taller mugriento, con un montón de bicicletas desarmadas, arrumbadas sin orden en el zaguán de una casa más pobre que la mía. Toqué el portón abierto y aguardé a que apareciera un señor barrigón, sin camisa, con la piel pringosa y los pantalones manchados de lubricante negro.

—¿Sí? —preguntó el hombre mientras se limpiaba las manos con un trapo.

—Buenos días, qué tal…, vine por lo del trabajo.

El hombre me miró de arriba a abajo, luego asintió en silencio con la cabeza y dijo ya veo. Me invitó a pasar y me fue explicando los horarios y el sueldo. Está bien, le dije, calculando que con ese sueldo me alcanzaría para pagar las cervezas los fines de semana y una o dos putas al mes. Le pregunté que cuándo comenzaba y me respondió que en seguida.

Eran trabajos sencillos los que realizaba: engrasar las cadenas, ajustar las piezas, parchar llantas… Y aunque después de aprender lo básico acabé por hacer la mayor parte del trabajo, no me molesté con el patrón, quien solía emborracharse solo al fondo del zaguán, porque en realidad no eran muchos los encargos. Además, fue gracias a ese trabajo que conocí a María.

El taller se encontraba frente a una pequeña papelería. Durante el día la cortina del local se abría y se cerraba, caprichosamente, mientras la dueña salía y llegaba de quién sabe dónde con quién sabe quién. Esa señora era pura calle, y como que le valía la prosperidad del negocio. Era muy distinta a la muchacha en uniforme escolar que llegaba todas las tardes. Ya me voy, le decía la señora, y no se le volvía a ver sino hasta la mañana siguiente. Sola quedaba la muchacha, sin salir a ningún lado, atendiendo con paciencia a los niños que iban a comprar láminas o qué sé yo.

Me gustaba observarla; cuando se aburría la veía asomarse a la calle, ponía la punta de uno de sus pies sobre el suelo y, balanceando su tobillo, hacía presión como si apachurrara una hormiga con el zapato. Yo la saludaba y ella me sonreía con cierto pesar y volvía a entrar en la papelería. Se me hacía guapa, y me di cuenta de que lo único que extrañaba de la preparatoria eran las faldas escolares, las calcetas blancas que cubrían las pantorrillas. Como mi patrón, ya con ganas de dormir, cerraba a las cinco, un día decidí entrar en la papelería después del trabajo. Entré silencioso, con las manos en los bolsillos, mirando las pelotas de futbol que colgaban del techo junto a las bolas de unicel. Miraba de reojo a la muchacha sentada en un banco detrás del mostrador hasta que dejó de apuntar en su libreta y se percató de mi presencia:

—¿Le puedo ayudar en algo?

—No —le respondí—, sólo ando buscando un regalo para mi primo.

—¿Como qué regalo?

Señalé un carrito de juguete que estaba dentro de una vitrina. Pagué de mala gana ese carrito: un six menos. Ella se ofreció a envolverme el regalo, sin costo adicional.

—Así que trabajas aquí… —dije zonzamente.

—Sí, todas las tardes entre semana.

—¿Y te pagan bien?

—No me pagan, la papelería es de mis papás.

Le puso un trozo de cinta adhesiva al papel adornado y me lo entregó deseando que fuera del agrado de mi primo. Yo me despedí y le dije hasta mañana. A unas cuadras de mi casa tiré el regalo.

Al día siguiente regresé a la papelería después del trabajo. Vengo a saludar, le dije, y ella pareció no disgustarse por mi visita. Me estuvo platicando que su papá tenía un puesto en el mercado y que su mamá se iba a hacer los mandados cuando ella llegaba de la prepa. Ambos no regresaban sino hasta pasadas las diez de la noche. Así que a las nueve bajaba la cortina por dentro y pasaba a su casa por una puerta al fondo de la papelería. No se me hizo prudente mencionarle que a veces, durante el día, pasaban hombres por su madre, que se la llevaban y la volvían a traer de regreso después de una hora. En lugar de eso, puse mi mano sobre la suya y le dije que me gustaba su piel suave.

En cada visita que le hacía, aprovechaba las oportunidades que tenía de rozar su hombro o su cabello; con el contacto, los poros de mi nariz se dilataban, mi piel comenzaba a transpirar, y el líquido preseminal salía de mi glande y se embarraba en mi bóxer. Agradecía el hecho de que el mostrador cubría la erección que se marcaba en mi pantalón, pero me avergonzaba cuando entraban niños acompañados de sus madres. Una tarde, mientras platicábamos, María se levantó de su banco, se asomó por la entrada y dejó caer la cortina. Yo entendí lo que ocurría, así que también me levanté y me acerqué a ella. La envolví en mis brazos y la besé. Sentí cómo mi pito palpitaba mientras se ponía duro, y ella puso su mano sobre él, como para serenarlo. Me llevó al fondo de la papelería, pasamos a su casa y ahí en el sofá de la sala comenzamos a desvestirnos. Yo olía el aroma de su cuello, apretaba sus senos y, sin quitarle su falda de estudiante ni las calcetas, se la dejé ir.

Aquella cogida húmeda me resultó extraña, porque mientras la penetraba, me pareció que el cuerpo de María pedía algo de mí. Con las putas no sucedía eso; yo les pagaba y ellas se tendían sobre la cama, ausentes. En cambio, María me atraía hacia ella con sus piernas, y de pronto fue como si ya no estuviera cogiendo con una adolescente; su aroma dulce se tornó agrio, como si comenzara a podrirse su carne, y yo, a diferencia de mis noches con las putas, me vine inmediatamente mirando sus ojos envejecidos.

A pesar de que me desconcertaron los cambios momentáneos que sufrió su cuerpo mientras gemía en el sofá, no dejé de visitarla. Iba todas las tardes a la papelería; ella bajaba la cortina y, ahora sin la prisa de la primera vez, lográbamos llegar a su recámara. De nuevo el olor avinagrado, el sabor amargo de su boca. Me aguantaba porque suponía que ella también lo hacía al lamer mi cuello lleno de sudor y mugre del taller. Al terminar, después de algunos minutos, el aroma de su piel volvía a endulzarse y su mirada recuperaba su ternura. Una tarde le pregunté si no temía que un día llegaran sus padres a casa antes de lo acostumbrado y nos sorprendieran en el acto, ella me respondió que eso era imposible: Siempre cumplen sus mismas rutinas. Con calma se puso su uniforme y volvió a abrir la papelería mientras yo permanecí en su recámara, pensando en mi eyaculación precoz.

El día en que María me dijo que estaba embarazada lo hizo sin mostrar miedo ni preocupación, como si fuera la cosa más natural del mundo, y lo era, por eso yo tampoco me alteré. Aguardó paciente a que dijera algo, mirándome con fijeza, sin poder ocultar su ilusión: Voy a tener que conseguir un mejor trabajo, le dije después de un rato en que calculé gastos mentalmente, pero mientras le voy a pedir un préstamo a mi hermano para rentar una casita. Ella se abalanzó sobre mí y me cubrió de besos.

La casita, si es que se le puede llamar así a una pocilga de un solo piso, consistía en un baño cuya regadera mojaba el excusado cada vez que abría la llave, una recámara y una pequeña sala con cocineta. A María no le molestó la precariedad de nuestra nueva morada, se le veía contenta. Yo la verdad no me sentía feliz, tampoco me atrevía a decir que estaba enamorado de ella, pero creía que así tenían que ser las cosas, como les había sucedido a mi hermano y a mis padres. Fui a sacar mis cosas de mi casa y a avisarle a mamá de mi mudanza. Me voy a vivir con mi mujer, le dije. Ella sólo me miró desde una lejanía y musitó: Está bien, hijo, muy bien.

María no les avisó a sus padres, ni siquiera les mencionó que estaba embarazada. No fue sino hasta el día siguiente en que abandonó su casa que dieron con nosotros. La madre estaba histérica, bañada en lágrimas, gritando que esas no eran las maneras. El padre parecía más calmado, con los brazos cruzados, inspeccionando la morada, aunque también estaba de acuerdo: Esas no son las maneras. Así que acudimos al registro civil y su hija se convirtió legalmente en mi esposa.

A María no parecía interesarle llegar a casarse por la iglesia, estaba más preocupada con la vida que se gestaba en su vientre; le producía un destello en el rostro, y esa felicidad era tan alejada de mí. Sentía que yo sobraba en ese espacio, pero luego María acariciaba mi mejilla y me besaba, haciendo el mejor esfuerzo por incluirme en su dicha. Mientras ella arreglaba nuestro hogar, yo me iba a trabajar de mesero en una pozolería que acababan de abrir. Ganaba bien gracias a las propinas, y a la hora en que comíamos los empleados María pasaba para comer conmigo.

El dueño, el señor Eladio, era buena persona; en pocos días lo que me restaba de huevón desapareció y me convertí en uno de sus trabajadores más comprometidos con dar un buen servicio. Me tenía aprecio, y sin que se dieran cuenta los demás, le hacía un descuento del cincuenta por ciento a los pozoles que comía mi mujer. Por eso le dije a María que ya no fuera tan seguido, me apenaba, no fuera a pensar el señor Eladio que me estaba aprovechando.

—Pero me aburro en la casa, amor —alegó ella.

—¿Y por qué no regresas a la escuela?

—No. He estado pensando en otra cosa; con los gastos que vamos a hacer… ¿Qué tal si me vengo a trabajar aquí? Ya ves que el doctor dice que todo va bien. Podría trabajar por varios meses.

Habló con el señor Eladio, sin mencionarle lo de su embarazo, y este accedió a darle un trabajo en la cocina. En seguida se integró al equipo, lavando el cacahuazintle, sacándole las semillas al chile guajillo, cociendo la carne… Rodeada por los vapores que se desprendían de las ollas, concentrada en su labor, su semblante se tornaba ausente. Más que cocinar, parecía que realizaba un rito antiguo.

Trabajaba hasta el cansancio, pero no fue esa la razón por la que se me negaba en la cama; ella me aseguró que había visto que mantener relaciones durante el primer trimestre conlleva riesgos. Tuvimos que recurrir a la masturbación, con la cual, sorpresivamente, retrasaba con mayor tiempo la eyaculación que penetrando a mi esposa.

Soporté sin quejarme aquel primer trimestre. Es por el bien del niño, me decía ella, ¿o será niña? Veía que comenzábamos a juntar un ahorradito, eso me mantenía sereno; la renta se pagaba a tiempo y, dentro de algunos meses, compraría una cuna y ropita para el bebé. María, confiada, aseguraba que podía seguir trabajando hasta el día en que sintiera las contracciones previas al parto. Pero una mañana sin previo aviso, mientras ella preparaba el pozole del día, los malestares se adelantaron.

Yo limpiaba las mesas cuando escuché que me llamaban con urgencia desde la cocina; acudí sabiendo que se trataba de mi mujer. María había vomitado sobre el suelo y seguía vomitando en el lavabo. Me acerqué a ella y le pregunté si estaba bien. Es el olor, me decía, es el olor de la comida. El señor Eladio, consternado, se acercó a nosotros y dio órdenes a las cocineras para que llevaran a María al baño y la atendieran mientras se recuperaba. Luego me dijo, calladamente: Será mejor que se tomen el día, llévala al médico. Y con un tono paterno, no sin cierto pesar, añadió: Es probable que esté embarazada.

Fuimos a ver a nuestro doctor, alarmados porque María llevaba cinco meses de embarazo y no había vomitado desde las primeras semanas en que comenzamos a vivir juntos. El doctor hizo una revisión y aseguró que ella no tenía ningún problema, pero nos dijo que era mejor que acudiéramos a la clínica para que le realizaran un ultrasonido y así tranquilizar a mi esposa. Fue ahí, encerrados en ese cuarto frío de la clínica, donde la mirada de María se apagó mientras contemplaba el embrión en la pantalla, la cara desencajándose a pesar de que el médico le decía que el bebé estaba saludable.

Aunque no le diagnosticaron nada, los olores de la comida siguieron provocándole náuseas a María. Comía con dificultad y sólo frutas y verduras; le era insufrible la carne, tanto la cruda como la cocida. Su piel volvió a ser amarga y el hogar se inundó de una fuerte pestilencia. Ella me echaba la culpa de aquel hedor a leche caduca y me ordenaba que me bañara a cada rato. Pronto también se le hizo insufrible la presencia de mi carne.

Me refugié en el trabajo, donde el señor Eladio me preguntaba todos los días acerca del estado de mi mujer: Cuando se recupere aquí la esperamos. Era mi única esperanza, el parto; que después del alumbramiento ella volviera a la normalidad, que retornáramos a nuestra tranquilidad. Me pesaba mucho la aversión que yo le provocaba a María, su mirada perdida con la que recorría la sala mientras yo la espiaba por la ventana antes de entrar; sus ojos parecían seguir una mosca negra que volaba en los recovecos sombríos, hasta que se posaba sobre su vientre que no llegaba a ser bulto, triste vientre que era observado con desprecio por la madre. Mis compañeros meseros se percataron de mi pesadumbre, y una noche me invitaron de parranda para animarme.

Después de emborracharnos en un botanero, llegamos a un bar de ficheras. Mis compañeros comenzaron a bailar con las mujeres, y yo, sin perder el tiempo, a punto de tropezarme, me acerqué a una de ellas y le pregunté si tenían cuartos. Fui a la caja, pagué el costo del cuarto, y dejé que me llevara por un pasillo oscuro y húmedo. En una habitación pequeña, sobre un colchón manchado y sin sábanas, volví a poseer a una mujer. Disfruté de sus gemidos prolongados, de las piernas levantadas que temblaban y acababan en unas zapatillas de puta; el saberme amo absoluto de mi eyaculación. Por eso no sentí asco cuando chupé uno de sus senos y saboreé la leche materna amarga: Perdón, es que tuve un hijo hace poco. No, no me molestó su cuerpo flácido, su vagina ancha.

Llegué a mi hogar hasta la madrugada, mareado, con una sed terrible que no quise saciar por el cansancio; me eché sobre la cama y traté de dormir. Un olor agradable de pronto colmó la habitación, un olor picoso y cálido que despertó mi hambre. Con el estómago vacío, busqué el origen de aquel aroma apetitoso hasta la cocina. Con gratitud encontré, sobre la mesa en que comíamos, una hilera de tazones atestados de pozole. Hasta se escurría el caldo por los bordes, los hilos rojizos formando un charco que inundaba la mesa. Se me hizo agua la boca y, con frenesí, me entregué a la comilona. Vaciaba los tazones apresurado, embarrando las tostadas con crema, tragándome el cacahuazintle sin masticarlo. Me fui hinchando, sin verle fin a mi hambre, hasta que me dio vértigo y tuve que levantarme de la silla. Miraba atónito la sala que se balanceaba como un camarote, y un dolor se apoderó de mi vientre. Pensé que mi ombligo iba a estallar. Estaba estallando cuando un llanto estrepitoso me despertó.

María yacía a mi lado, quieta, como una piedra cubierta de señas indescifrables. ¿Quién era esa mujer con la que me había juntado? Una desconocida, me dije, como mi cuñada, como mi suegra, como mi madre… Con los ojos cerrados, mirando el techo a través de la penumbra, María susurraba incoherencias, como si no fuera ella quien las dijera en verdad, sino una fuerza enterrada, ajena a nuestro presente: Mi madre devora a los hombres… Mi padre se castró en las tinieblas… Tengo cuatrocientos hermanos… Mi madre es una puta. Sus palabras fueron disolviéndose conforme se iban iluminando las cortinas de la ventana y la oscuridad se refugiaba en las aristas del cuarto. Había amanecido, y María volvió de su ensoñación; me miró con la misma repugnancia de siempre y me dijo Anda, por qué no te bañas de una vez.

Crudo, con un dolor de cabeza que me embrutecía, me fui al trabajo. El señor Eladio se percató de mi estado y me invitó un clamato sin alcohol: Pero te me pones abusado, advirtió, ora, a trabajar. Afortunadamente, con las idas y venidas que hacía del comedor a la cocina, fui sudando todo el alcohol. Eso sí, no probé bocado a causa de las agruras, hasta que regresé a casa en la noche.

Cuando llegué a la vivienda, mirando esa puerta vieja que dejaba pasar el frío en las noches, la ventana sucia por donde espiaba a María, me dieron unas ganas terribles de salir huyendo. ¿Qué me ataba a esa mujer y a la criatura que crecía dentro de su cuerpo enflaquecido? Lo mejor sería regresar a casa de mamá, como lo había hecho recientemente mi hermano, abandonar a los niños y a la mujer como lo hizo mi padre y el padre de mi padre. ¿Por qué habría de avergonzarme la herencia que me corresponde? Pero sentí hambre. Abrí la puerta, resignado, dispuesto a cenar lo que hallara en el frigobar.

Parado en medio de la sala, desconcertado, vi el cuerpo débil de mi esposa trajinando en la cocineta. Un olor picoso inundaba la sala y mi hambre aumentó. María, vistiendo un mandil, volteó a verme y me dijo ¿Cómo te fue, amor? Preparé pozole para cenar. Siéntate. Estaba a punto de reclamarle: ¿Pozole? ¿Más pozole? Pero me arrepentí a tiempo y me senté a la mesa. Qué me iba a quejar yo del pozole, si ella andaba de buen humor y me había preparado la cena como solía hacerlo. Cuando ella sirvió los tazones y tomó asiento, contemplé sus manos raquíticas, la piel pálida de su rostro sonriente, y aquel desasosiego que me afligía fue apagándose. ¿Qué tanto me ves?, preguntó María, anda, come, que se enfría.

El pozole estaba sabroso, mejor que el que preparaba en el restaurante del señor Eladio. Se lo hice saber, pero no me escuchó; ella comía con gusto, masticaba lentamente y sumergía la cuchara hasta el fondo del tazón. Lo hacía todo con orden y me acordé de los movimientos que realizaba en la cocina de la pozolería, de su concentración, como si repitiera respetuosa un ritual. Quizá le faltaba más carne al pozole, pero los pequeños trozos que tenía estaban suaves y deliciosos; me imaginé a María yendo al mercado y que, con el poco dinero que llevaba, compraba la mejor carne, prefiriendo calidad sobre cantidad. Me prometí que eso ya no volvería a ocurrir, que pronto viviríamos, si no en la abundancia, al menos con la comida necesaria guardada en un nuevo refrigerador. Buscaría una vivienda más grande y limpia, y María volvería a recuperar su color.

Con eso fantaseaba cuando repentinamente cayó al suelo la cuchara que sostenía María, produciendo un eco que se fue perdiendo en la habitación. ¡María!, grité asustado al verla desmayada, la cabeza caída sobre uno de sus hombros; estaba más blanca que el cacahuazintle y con la boca manchada de rojo. ¡María! Me levanté nervioso y me acerqué a ella: al tomarla por las sienes vi que su vestido, por debajo de la cintura, estaba empapado y que delgadas líneas rojizas caían por sus piernas. La recosté con cuidado sobre el piso y fui al baño a buscar una toalla para detener el sangrado. Abrí la puerta y un tufo me envolvió, una pestilencia más repugnante que la acostumbrada y que casi me provoca el vómito: en el piso de la regadera, en medio de un charco turbio, yacía solitaria la placenta vacía de María.


© Antonio Vásquez | Del libro de relatos Señales distantes (Almadía, 2020)

Antonio Vásquez | México, 1988

Estudió el diplomado en formación literaria en la Escuela Mexicana de Escritores. Es autor de Ausencio (2018), que recibió el Premio Bellas Artes Juan Rulfo para Primera Novela 2017, y de Señales distantes (2020, Premio Bellas Artes de Narrativa Colima para Obra Publicada 2021). Su obra ha sido incluida en las antologías Cartografía de la literatura oaxaqueña actual II (2012) y Después del viento, trece homenajes a Jesús Gardea (2015).

Foto: Mario González Suárez

Foto de encabezado: Volkan Olmez

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