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«Los tejidos de la reina», por Juan Carlos Méndez Guédez

Cuando desaparecieron los tres curucucús que vivían junto a su ventana sospechó que iba a suceder algo terrible.

Tuvo razón. Al final de la madrugada, el río se desbordó y arrastró la casa.

El padre y la madre de Warekia se hundieron. Warekia se abrazó a un tronco de textura sedosa que tenía ocho ramas partidas asomando por sus lados. Flotó. Rogó a María Lionza que la salvase y luego se desmayó.

Dos días estuvo avanzando por el río hasta que cerca de Quíbor la corriente la depositó en unas rocas grises.

Allí la recogió una familia: siete hombres pequeños que jamás le preguntaron su nombre y que ni siquiera intentaron curarle las heridas de su piel.

Arrastrada por el pelo la llevaron a una casa minúscula.

Desde ese día, Warekia trabajó de sol a sol en los cafetales. Quedó delgada como una caña. Apenas le permitían probar el fondo del suero que quedaba en la tapara y le lanzaban a la tierra las conchas requemadas de las arepas.

También la hacían ir hasta Humocaro Alto a buscar el maíz aunque tuviese los pies llagados, y si tardaba mucho tiempo, la golpeaban con los leños del fogón.

Pero una noche calurosa en que las paredes de bahareque ardían, los siete hombres dejaron abierta una ventana pequeña.

Cuando ella sintió los siete ronquidos: unos más graves, otros más agudos, se puso de pie.

Sintió su boca llena, como si en ella le creciese una materia tersa, colorida.

Le costó pronunciar palabras, pero al final logró susurrar en voz baja:

«No».

Luego avanzó.

Saltó.

Corrió.

Corrió tan rápido que parecía volar sobre el polvo del sendero.

No se detuvo hasta que miró la luna y rezó mucho rato. Pidió a María Lionza que la ayudase a escoger el mejor camino; temía que aquellos hombres la encontrasen.

Cuando empezó a andar, llegó a una encrucijada. Se quedó quieta. Parecía una rama de llantén movida por el viento.

La luna iluminó el camino de la derecha.

Warekia siguió el rastro de esa luna que parecía ir lanzando perlas entre las piedras. Al final del camino encontró un bosque y dentro del bosque una casa rodeada por el olor anisado y dulce de la acemita. Tocó la puerta. Una puerta gruesa, grande, un poco inclinada hacia un lado. Nada se escuchó. Volvió a tocar la puerta. Ahora creyó oír dos respiraciones. No le abrieron. Tocó con más fuerza. Al fin escuchó pasos. Por la puerta entreabierta distinguió dos rostros hermosos y jóvenes. Les rogó que la dejasen dormir dentro; ella no molestaría; al día siguiente seguiría su camino hacia Carora.

Cuando la dejaron pasar distinguió a los dos hermanos: uno tenía el cabello áspero y naranja, y el otro sedoso y negro.

Le dieron una arepa con queso de cabra.

Cuando terminó de devorarla le colocaron una esterilla en medio de las dos hamacas donde ellos dormían.

Warekia apenas descansó. Le pareció que a lo lejos el cielo se llenaba de truenos.

Sintió los suspiros de los dos hermanos. Vio como mecían sus hamacas con fuerza, igual que si fuesen caballos atrapados en una red. Recordó los brazos de ambos: fuertes, tostados por el sol. Recordó su olor: un olor como cuando se hunde la acemita en el café.

Una lluvia sabrosa la mojó por dentro.

Se subió a la hamaca de la izquierda y tapó la boca del hermano del pelo negro. Lo cabalgó como una yegua furiosa.

Luego lo vio dormir, sonriente.

Se bajó a su esterilla y se subió a la hamaca derecha. Hundió sus dedos en la boca del otro hombre, se sentó sobre él, y saltó y saltó hasta que lo contempló llorar y temblar de felicidad.

Warekia amaneció en la esterilla. Se sintió leve. Como si volase.

Al día siguiente, los hermanos le sirvieron un plato de suero lleno hasta arriba. También le sirvieron unas arepas recién hechas en el budare para que las esmigajase. Luego le dijeron que el camino hacia Carora era largo, muy cansado, muy caluroso; que por estas épocas de sequía aparecían diablos que incendiaban a las personas con su aliento.

A Warekia le gustó la idea de permanecer con ellos unas semanas.

En un árbol cercano vio un Curucucú. Suspiró. Les dijo a los hermanos que aguardaría el momento cuando volviesen las lluvias.

Los dos hermanos sonrieron y salieron a cazar. Era el modo que tenían de seguir comiendo; sus cafetales habían desaparecido devorados por una plaga de langostas.

Esa tarde, cuando ellos continuaban fuera, Warekia se sintió a gusto en esa casa y comenzó a reír y reír y reír y por la boca comenzó a salirle un hilo y otro y otro, luego con las manos comenzó a juntarlos y al final tejió una capa con muchos colores.

No se sorprendió. Las últimas horas la hacían sentirse eufórica. Abrió de nuevo su boca y con sus manos fue trenzando los hilos que salían desde su garganta y tejió otra capa igual a la primera.

Al llegar la noche, cuando los dos hermanos regresaron con una liebre y la cocinaron con ajo, cilantro, vino y algunas papas, Warekia mostró lo que había tejido.

Los dos quedaron fascinados. Cada uno escogió una capa y sintió que cubierto por ella se hacía mucho más fuerte, más alto, más ágil, como si al colocársela se convirtiese en una feroz pantera. 

Al día siguiente los dos hermanos fueron a cazar y llevaban sus nuevos atavíos.

Al verlos pasar, la gente pensó que eran ángeles de fuego y agua.

Warekia tejió otras capas, tejió gorros, mochilas, tejió vistosos trajes.

Cada noche, dormía en la hamaca de un hermano, y la noche siguiente dormía en la hamaca del otro. Luego desayunaban los tres, compartiendo risas o haciendo planes para ir de paseo a Humocaro y bañarse en una quebrada color vino de la que hablaban muchos viajeros.

Algunas veces, los hermanos le pedían que les contase historias.

Warekia miraba al frente. Les decía que nunca le había sucedido nada bueno como para volverlo cuento; que incluso las historias sobre María Lionza escuchadas en los caminos, se volvían torpes y confusas cuando ellas las convertía en palabras.

Los dos hermanos comenzaron a vender los tejidos en Carora.

Warekia les hizo prometer que nunca contarían que ella tejía esas maravillas, y que jamás hablarían del modo tan especial en que lo hacía: sacando hilos de colores entre sus labios.

Los dos juraron guardar el secreto. Y un día, felices porque con las ventas de los tejidos pudieron conseguir más comida, sembrar un huerto, comprar algunas gallinas y acomodar los techos de la casa, se fueron de paseo con Warekia hasta el río Misoa.

Se bañaron la tarde entera, bebieron vino de cambur, hablaron de ese paseo que harían alguna vez hasta Humocaro.

El sol refulgía sobre las nubes.

Acostados sobre una roca, Warekia recordó las historias que escuchaba sobre María Lionza, las historias que alguna vez vio representadas en paredes por un señor que hacía juegos de sombras con sus manos.

De su boca volvieron a brotar los hilos, ella se apresuró a tejerlos con sus manos.

Y allí salieron cuatro alfombras inmensas. Coloridas, tersas, llenas de figuras y personajes.

Warekia sonrió al contemplarlas.

«Es la historia; esta es la historia», gritó y los dos hermanos se acercaron con timidez y perplejidad.

En la parte superior de la primera alfombra se veía a Don Juan de los Cerros, el dios más grande y poderoso de Sorte. Un dios cruel que cuando se aburría arrojaba rayos sobre las casas de la gente y obligaba a que le sacrificasen chivos, terneras y conejos porque le gustaban la sangre tibia y los músculos palpitantes.

Luego se distinguía la imagen de Don Juan de los Cerros, oculto entre matorrales para lanzarse sobre una muchacha de melena castaña que llevaba unas taparas con suero y unas acemitas.

Solía hacerlo. Cuando el deseo lo tomaba, se transformaba en cualquier animal o se cubría el cuerpo de hojas de plátano y asaltaba a las mujeres que se atrevían a caminar por los caminos. Después de romperles la ropa jadeaba sobre ellas cuatro veces y regresaba a lo hondo de la montaña.

En la mitad de la alfombra aparecía Kea, la compañera de Don Juan de los Cerros y madre de sus hijos, hijos sin nombre porque apenas al nacer Don Juan de los Cerros los devoraba como si fuesen polluelos, debido a que una profecía escrita en la piedra más grande de Sorte decía que uno de ellos lograría derrocar al cruel dios.

Warekia extendió la segunda alfombra.

Allí se veía a Kea hablando con Xanna, su hermana menor.

Por sus gestos, podía adivinarse que ella deseaba detener ese espanto, que no soportaba seguir contemplando como Don Juan de los Cerros masticaba aquellos pequeños huesos y luego eructaba feliz, saciado, con ganas de dormir.

Entre ambas prepararon una trampa. Así, cuando nacieron sus siguientes hijos, después de cada parto Kea le entregaba a su esposo una piedra húmeda del río. Él la devoraba con ferocidad. Mientras tanto, Xanna ocultaba dentro de una Ceiba gigante a los hijos de Kea y les empapaba la frente con agua de los arroyos y les colocaba nombres: Guaicaipuro, Felipe, Don Juan de los Vientos, María Magdalena, Érik el vikingo, Don Juan de los caminos, María Lionza, María Salomé, Don Juan de las canciones, José Gregorio, Nicanor el chamarrero y Don Juan del amor.

En la alfombra se apreciaban las imágenes de los doce hermanos habitando dentro del árbol y ese momento de la noche cuando se convertían en pájaros azules.            

Pero una mañana, cuando Xanna vio a María Lionza y descubrió el dulce incendio que parpadeaba en sus ojos verdes, y el color lunar que brillaba en su piel, supo que ella sería la elegida, que en sus manos estaba el tiempo por venir, así que la llevó a vivir entre los hombres y mujeres del poblado más cercano a la montaña, y la colocó en la puerta del Cacique Yaru, a quien le susurró en el oído que de ahora en adelante debería cuidar y proteger a su nueva hija, la niña de ojos esmeralda.

—Y mirá —dijo Xana a María Lionza, antes de despedirse—, quedate quieta ahora, pero entendé algo, pronto en la laguna surgirá una terrible presencia y sólo en tu mano estará vencerla.

A partir de ese momento, María Lionza llevó una vida normal en el poblado. Era silenciosa, observadora. Le gustaba encender las fogatas, bailar sobre las brasas, hacer figuras de barro, curar con sus manos, cantar para que las mazorcas creciesen sanas, hacer unas arepas tan redondas que eran más redondas que la luna.

La última imagen de esa alfombra la mostraba como una niña que tocaba un cuatro y lograba que los ríos arrojasen truchas a la orilla para que la gente del poblado pudiese comer.

En la tercera alfombra se distinguía un cocodrilo inmenso, musculoso, de ojos amarillos y rojos, que irrumpía en la laguna y advertía a la gente del poblado que una vez al mes deberían ofrecerle a un miembro del grupo para que él lo devorase.

María Lionza, que ya era toda una mujer, se ofreció como voluntaria para ser la primera víctima. Su decisión fue imponente; logró enfrentarse y convencer a Yaru, su padre terrenal, que se negaba a ofrecerla en sacrificio.

Las personas de la aldea la empaparon con agua de rosas y entre desesperados llantos la despidieron.

Ella se colocó en la orilla de la laguna. Vio surgir al cocodrilo. María Lionza dio un silbido y sus hermanos espirituales, ocultos entre las cañas y los árboles de mango hicieron que la tierra se moviese, que las aguas hirviesen, que las estrellas en el cielo diurno iluminasen los senderos. El cocodrilo quedó paralizado por la extrañeza que le produjo aquella conmoción: la tierra estaba cantando una canción desconocida. María Lionza se desnudó de golpe y el animal quedó hechizado y hambriento.

La última imagen de la alfombra es el momento cuando el cocodrilo devoró a María Lionza y la gente del poblado lloró desconsolada.

La imagen en la parte superior de la cuarta alfombra era el cocodrilo hinchado, como si llevase una montaña debajo de la piel.

Por su mirada feroz se podía adivinar que se trataba de Don Juan de los Cerros.

Un poco más abajo, el cocodrilo daba muestras de dolor y se notaba que dentro de él, María Lionza continuaba luchando. Al fin, el cocodrilo se transformó en un inmenso grano de maíz, un grano redondo que recordaba un gigantesco huevo de pájaro.

Las mujeres y hombres de la aldea se acercaron para contemplar lo que sucedía.

El cocodrilo creció, creció, creció.

Luego estalló en mil pedazos.

María Lionza reapareció: brillante como un lucero y flotó sobre las aguas; de sus manos brotaron dos semillas; las tomó entre sus manos y sopló.  Volaron como mariposas, pero al llegar a la gente del pueblo se transformaron en una semilla de maíz y otra de café.

Luego María Lionza alzó su mano. Un lento gesto de despedida que pareció ralentizar el aire.

Unos instantes después se marchó hacia lo profundo de la montaña, seguida por sus hermanos de la ceiba que caminaban sobre la tierra sin colocar los pies en el suelo, como si estuviesen bailando sobre las piedras y la arena.

Esa era la última imagen.

Warekia y sus dos amigos contemplaron mucho rato las cuatro alfombras.

El de cabellos naranjas se limpió las lágrimas de sus mejillas y murmuró que él conocía una historia diferente sobre María Lionza: «En la que yo conozco es el propio padre el que la entrega al cocodrilo». El de cabellos negros susurró que en la historia que él había conocido ni siquiera aparecía el padre. Warekia les susurró que había muchas historias, que no todas tenían por qué ser iguales, que María Lionza aparecía y desaparecía, que cada quien encontraría en su vida una historia diferente sobre ella.

«Esta es la mía», dijo señalando las alfombras, «la nuestra, la historia de esta tarde en que los tres hemos sido felices en el río».

Pero al tiempo, el hermano de los cabellos negros comenzó a sentir unos celos terribles. Le dijo a Warekia que se quedase siempre en su hamaca, que tejiese capas y gorros sólo para él, que no le prestase atención a su hermano, que tuviese cuidado porque alguien con cabellos naranjas podía tener algún demonio viviéndole muy adentro.

Ella le rascó la cabeza como había visto se les hacía a los niños cuando hablaban por hablar. Siguió su vida y cada noche cambiaba de hamaca y jadeaba de un modo distinto al abrazar a cada uno de los hombres.

Pero el hermano de cabello negro se volvió cada vez más irritable. Se emborrachaba con guasinca; daba gritos; destruía las sillas de madera o pisoteaba el huerto.

Warekia y el hermano del cabello naranja intentaban calmarlo, pero él los contemplaba con furia, mascaba chimó sin parar y escupía sobre las piedras.

Así hasta que una tarde, muy borracho, el hermano del cabello negro contó el secreto de Warekia en un bar de Cubiro: el modo en que ella tejía sacando hilos por su boca. Luego sin dejar de beber guasinca, dijo que la muchacha era un demonio, uno de esos diablos que asaltaban a los viajeros en el camino a Carora y quemaban a la gente con su aliento.

Las personas de los pueblos se juntaron y corrieron a la casa. Algunos para conseguir el secreto de los tejidos de Warekia; otros para matarla; otros para ambas cosas.

Al ver lo que sucedía, el hermano del cabello naranja sacó un garrote tocuyano y se colocó en la entrada de la casa para alejar a los intrusos. Supo que era inútil. Las personas traían machetes, cuchillos, hachas, navajas. Warekia se colocó a su lado. Le acarició el brazo con esa ternura de las despedidas.

Luego alzó los ojos y miró hacia la montaña. Invocó a María Lionza; cerró los ojos; pudo presentirla como una mujer hermosa que se multiplicaba en tres cuerpos pálidos como la luna, una mujer que giraba sobre sí misma y bailaba.

El garrote tocuyano saltó de las manos del hermano de cabellos naranjas y volando llegó hasta donde se encontraban las personas. Warekia no se asombró al ver cómo el garrote comenzaba a golpearlos en la cabeza, en las costillas, en la espalda. Cada persona que el garrote golpeaba se convertía en murciélago y se marchaba agitando sus alas con torpeza.

Warekia entró a la casa. Acarició las dos hamacas, los tejidos, las mochilas, las alfombras, las capas.

Luego tomó la tapara y bebió un largo trago de suero.

El hermano de cabello naranja quedó en la puerta; contempló cómo las personas a las que no había golpeado el garrote conseguían alejarse con prisa hacia los árboles. Supo que intentarían rodearlos por todos lados, que intentarían incendiar la casa con ellos dentro. Le gritó a Warekia que debían escapar. Cuando entró a buscarla ya no pudo verla en ningún sitio; tan sólo descubrió una araña que caminaba por la pared y salía por la ventana.

Al fondo escuchó los gritos de su hermano que incitaba a la gente para arrasar el lugar.

Tomó dos de las alfombras que había tejido Warekia. Salió por la parte trasera y se colocó un cuchillo entre los dientes.

Pensó que nunca se conocería la historia entera de María Lionza.

Pensó que extrañaría la piel de Warekia, sus palabras tejidas.

Corrió.

Otra vez en el tronco de un árbol vio la araña. Se detuvo. La contempló caminando por las rugosidades de los troncos: una araña delgada, tan delgada que sus patas parecían palillos de bambú.

El hermano del pelo naranja supo que si contaba a todos lo que sucedía, que si les señalaba al animal, que si revelaba el secreto lo dejarían seguir viviendo con ellos.

No. No. Susurró. Con dudas; con miedo.

No.

Le pareció que el no a veces era una bella palabra, una palabra que Warekia sabría tejer en una bella capa, en una tersa alfombra.

Apretó el cuchillo entre sus dientes. Siguió corriendo. Lejos de su aldea. Lejos.

Su hogar se hizo pequeño y quedó media oculto por los árboles.

Al fondo, escuchó el sonido de los hachazos destruyendo la casa. Continuó corriendo y hacia la derecha vio una llanura. Con su mano se arrancó un trozo de cabello y lo arrojó lejos de sí. El cabello se convirtió en candela; un fuego grande que impidió a sus perseguidores alcanzarlo.

Se sintió un poco más liviano. Volvió a correr. Sin parar; apretando muy fuerte las alfombras que había tejido Warekia, sintiendo que eran tersas, que eran suaves.

Al llegar al filo de la montaña las abrazó mucho rato.


© Juan Carlos Méndez Guédez | Del libro de relatos La diosa de agua (Ed. Páginas de Espuma, 2020)

Juan Carlos Méndez Guédez | Venezuela, 1967

Es autor de libros de cuentos como La diosa de agua (2020), El vals de Amoreira (2019), La noche y yo (2016), Ideogramas (2012), Hasta luego, Míster Salinger (2007), Tan nítido en el recuerdo (2001), entre otros. Su novela Arena negra recibió el premio al libro del año en Venezuela en 2013. Ha publicado también La ola detenida (2017), El baile de Madame Kalalú (2016), Los maletines (2014) y Una tarde con campanas (2004). Blog: mendezguedezweb.wordpress.com

Foto de autor: Archivo

Foto de encabezado: Daniil Silantev

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