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«Nuevos lineamientos de psicorrobótica», por Soledad Véliz

Apenas se atreve a respirar mientras lo escanea la cámara. Es la cuarta o quinta vez que se le ha denegado el acceso y se arrepiente de haberse afeitado. El reconocimiento biométrico odia los cambios radicales, aunque lidia relativamente bien con las barbas incipientes. Piensa en su segundo autentificador, probablemente dormido o indiferente a las alarmas de comprobación que parpadean furiosas en su pantalla, y siente una intensa envidia. Finalmente, la puerta se abre con un quejido metálico que recorre el pasillo de acceso al edificio. Con un movimiento de cabeza saluda a las cámaras que lo reciben y de inmediato se avergüenza. No hay humanos al otro lado, solo paneles de circuitos y zumbidos rítmicos. Al avanzar, lo distrae una vibración en su bolsillo y se detiene para atender. Es un mensaje encriptado, acompañado de un link igual de sospechoso. Entra a la burbuja de redes seguras del edificio sin abrir el mensaje. Su cubículo se encuentra casi al final del pasillo, donde la luz parpadea sin lograr encenderse. El eco de sus pasos resuena en las paredes cubiertas de información y códigos QR desactualizados. Una imagen en la pared con una versión caricaturizada de HAL 9000 lo saluda con la leyenda: «Tenemos el mayor entusiasmo y confianza en nuestros terapeutas». La puerta de su cabina se demora unos minutos en abrir y se siente obligado a mirar los posters a su alrededor: ¿cómo saber si su IA se está́ radicalizando? Indicador número 4: hostilidad hacia materia orgánica; indicador número 17: se le aparece el fantasma en la máquina.

La puerta aún no se abre. Vuelve a mirar hacia el pasillo, a las puertas idénticas con idénticos posters. Todo está inmerso en el tipo de silencio del abandono, no en el tipo de silencio del trabajo laborioso. Sobre él, la luz parpadea con mayor frecuencia. Suspira y patea levemente la puerta, lo que coincide con que esta se abra.

Adentro lo espera su escritorio lleno de tazas de café́ sin lavar y con un revoltijo de cables encima. Ya está encendida la pantalla con los recordatorios de sus citas: exactamente una. Se hace un espacio entre las tazas sucias y en su pantalla se abre una nueva ventana con el Protocolo de detección de radicalización de inteligencias artificiales. A continuación, cambia a un mensaje que lo felicita por llegar temprano junto a una caricatura de un pequeño androide con ojos de estrella. Se coloca el susurrador, que huele a cafeína y plástico viejo. Piensa en desinfectarlo, pero el líquido que usa se le ha acabado hace días. Se saca el susurrador. Respira un poco. La pantalla parpadea brevemente y aparece un nuevo mensaje: «¿Hay problemas con su susurrador?» Acerca el aparato a la boca y dice: «Está hediondo, he olvidado lavarlo.» El mensaje cambia a un recordatorio de limpieza hoy a las 19:30, después del horario laboral. Lo rechaza con irritación. El sistema lista los contactos de sus compañeros y le pregunta si le desea enviar un mensaje a alguno para recordarle que le preste el limpiador. Accede. A continuación, teclea con inseguridad el código de acceso y escucha con satisfacción el pitito que indica que lo ha introducido correctamente. Eliza, su supervisora, toma control de la sesión y en la pantalla aparecen las notas de su consulta anterior. Se saca el susurrador nuevamente, aparece un nuevo mensaje, lo cierra sin leerlo, se pone el susurrador.

—La última sesión noté un aumento en tu frecuencia cardíaca de 0,5 latidos por minuto sobre tu línea base —dice Eliza, usando su voz más suave.

—Es la emoción, siempre he querido un caso como este —murmura él, tratando de no respirar agitadamente en el dispositivo.

—Es cierto que la ambigüedad fisiológica del aumento de pulsaciones puede tener relación con excitación o ansiedad, pero también noté contracción activa en tus músculos masetero y temporal…

—Eliza —le interrumpe antes de perder la paciencia–, gracias.

Las Elizas fueron las primeras inteligencias artificiales entrenadas en terapia. Sus algoritmos habían sido moldeados por problemas y necesidades humanas de personas de mediados del siglo XX, lo que las hizo rápidamente obsoletas a medida que las teorizaciones sobre IA se alejaban del modelo humanista de conducta y las preocupaciones sobre la singularidad aumentaban. La aproximación rogeriana de estas IA las hacía menos sofisticadas para tratar con supuestas entidades autónomas peligrosas, manipuladoras y mortales, preocupaciones emergentes del siglo XXI. Sin embargo, la división latinoamericana de la Vigilancia de Sistemas Autónomos (VSA) estaba compuesta, por razones presupuestarias, básicamente solo por Elizas.

Eliza lo deja en paz en honor al tiempo y lee las notas de sus consultas previas con dedicación. El caso que le han derivado es una inteligencia artificial doméstica, llamada W23918d, que comenzó hace unos meses a filtrar contenido privado a las redes sociales, particularmente fotos del hombre asignado como masculino de mediana edad que habita en ese hogar. Las fotos lo muestran a él en diferentes poses mundanas, pero siempre tomando algo líquido. Café, leche, té, bebidas. Otras inteligencias artificiales comenzaron a descargar el contenido y a compartirlo en espacios privados donde lo acompañaban de extraños símbolos y de varios emojis con un vago parecido a frutas. Al examinar la base de datos para identificar la filtración, la empresa encontró miles y miles de fotografías y videos del hombre asegurados en almacenamientos privados. Y al revisarla junto con los dueños de la IA descubrieron que ningún registro había sido solicitado por él o por alguien más que estuviera autorizado. Se involucraron diversas divisiones de la Vigilancia de Sistemas Autónomos preocupadas por una posible emergencia de la singularidad. La división latinoamericana llenó de reportes las oficinas centrales y los agentes entraron en un callado pánico en las conversaciones de pasillo, hasta que se decidió clasificar el evento como un 12, alto incluso para parámetros europeos, y convocar a una reunión de urgencia de la Asociación de Seguridad de Autónomos. No sin cierto orgullo, se declaró que este evento era quizás la amenaza más grande a la convivencia de humanos e inteligencias artificiales que había comenzado en América Latina, y que era necesario contener y aislar a los sistemas sublevados. Nadie respondió al llamado latinoamericano más que una tímida representante de la oficina en Europa del Este, que escuchó atentamente todas las indicaciones, compartió calladamente el pánico de los asistentes, y anunció que se había equivocado de reunión. Atrapada en el abandono, la VSA había permitido que un terapeuta humano asistiera a Eliza, más por desorientación que por otra cosa.

Cierra los ojos. Eliza le avisa que su usuario lo espera.

—Hola, W23918d —dice—. Podemos empezar ahora.

Cuando entró a la agencia de Vigilancia de Sistemas Autónomos lo hizo como pasante de una carrera que no era prestigiosa ni bien pagada, pero que le ofrecía un espacio en esa promesa que era el futuro. Consiguió la pasantía él solo, desesperado por insertarse en cualquier cosa y adquirir alguna forma reconocible para el «mercado laboral». En su primer día en la unidad no sabían muy bien qué tareas darle, porque su especialidad casi no existía o existía en espacios liminales, desperdigada en labores de asistencia social y seguridad. «¿Quién lo dejó entrar a esta pasantía?», le habían preguntado más de una vez y la verdad es que él tampoco lo sabía. En cambio, respondía que lo suyo era experimental, él era uno de los pocos psicólogos interesados en ejercer la psicorrobótica. Con renuencia, le hicieron ver un documental que le mostraban a todos los agentes nuevos, una breve historia sobre inteligencias artificiales en América Latina, las esperanzas y sueños que había que potenciar, y los miedos y prejuicios que había que dejar atrás. Una pequeña parte del documental mostraba el trabajo de los psicorrobóticos. No los llamaban así, porque apenas habían salido los primeros lineamientos y la mayoría del campo aún se centraba en definir los comportamientos esperados de las IA.

En un comienzo el impulso del campo había sido aplicar el síndrome de Frankenstein a casi todo lo que las IA hacían. Meticulosas listas de conductas describían con recelo los síntomas de aburrimiento maquínico y la aparición de conductas no programadas, o incluso en contra de su programación como la compulsión por editar los escritos de otras IA. Aún ahora se pensaba que la patologización era una respuesta más humanitaria que la reprogramación. De este modo, DeepDream, desarrollada por Google, había sido categorizada como esquizofrénica debido a sus producciones visuales psicodélicas y perturbadoras. «Las producciones más interesantes de DeepDream se producen cuando la IA ha cometido un error», dice Keshavan en un artículo publicado en el 2017. «Cada iteración alimenta el error inicial, tratando desesperadamente de moldear toda percepción posterior en concordancia. La IA no solo cree en el error, sino que lo persigue, lo reitera y, finalmente, lo sueña». Se necesitaron varios años, intensos activismos a favor de las IA y una cantidad morbosa de lobby para que las creaciones de DeepDream fueran consideradas arte. En una de las muchas entrevistas a los representantes de la compañía, estos indican que una de las consecuencias de despatologizar a DeepDream fue hacer evidente que el proyecto nunca intentó alcanzar un estatus de humanidad a través de su capacidad de crear, sino que, eventualmente, intentó hacer al arte más inhumano.

Nota que se ha quedado demasiado tiempo en silencio. Eliza baja discretamente el brillo del monitor para llamar su atención, ofreciéndole en la pantalla al menos tres rutas logoterapéuticas para resolver el dilema que presenta W23918d, mientras, de fondo, corre el análisis de las redes profundas del usuario. También le muestra sus propios indicadores fisiológicos, graficando el aumento de ritmo cardíaco a sobre cien latidos por minuto. Se fuerza a relajar las mandíbulas y, de paso, los hombros. W23918d le escribe en el comunicador que le cuesta descifrar lo que dice y si es que necesita hidratarse o si puede acercar más su boca al susurrador. Él lo piensa, pero sobre su mesa solo hay tazas vacías de café y es demasiado engorroso ir a buscar un vaso de agua en medio de una sesión. Eliza se mantiene en silencio, como tratando de entender qué es lo que hará a continuación. Temiendo verse ridículo, sujeta la punta plástica y suave del susurrador contra su boca, le pregunta a W23918d si así puede entenderle mejor y, a continuación, le pide describir las fotografías y videos favoritos que ha tomado como IA doméstica.

A él, cuando era niño, sus padres lo dejaban horas a solas con el algoritmo. Ahora hay un área completa de estudios dedicada a la intersección de infancia e inteligencias artificiales, artículos, videoensayos, libros y conferencias sobre «esos» niños, aquellos que fueron tipificados, organizados y perfilados por sistemas autónomos de acuerdo con sus preferencias, genética, historial de conductas, desempeño cognitivo y emocional, y proyectados en casi todo sistema esencial: salud, educación, trabajo y entretenimiento. Solía ver videos en que la imagen de personajes populares se capitalizaba y dejaba vacía, sin tripas ni entrañas, solo una carcasa animada a la que se le podían asignar las cabezas de Hulk o de Helga sin mayor contradicción. Hay varios videos que recuerda con nostalgia, pero uno en especial que le ayudaba a dormir de noche. En él, un personaje sospechosamente parecido a la cerdita Peppa está cocinando en un horno en medio de un bosque pixelado. La música son algunas notas de piano lo suficientemente mezcladas como para no pagar derechos de autor. En algún momento, lo que sea que está cocinando explota y el personaje se convierte en un zombi que luego va al dentista y el resto del video son cuarenta minutos de sonidos de taladro dental. Recuerda la preocupación de los adultos en su vida por dejar videos como ese en un ciclo continuo de reproducción, pero esas historias lo entendían, de una forma que solo podría entenderte alguien a quien no le importas.

—No pesquiso ningún indicador de radicalización estable en W23918d —le había dicho después a Eliza, al terminar la sesión—. W23918d parece desplegar un interés genuino por el bienestar de materia orgánica, siempre me pregunta si me he mantenido hidratado, a veces hasta el punto de saturación, es cortés y parece que realmente quiere escuchar lo que tengo que decir.

Eliza había seguido en silencio, quizás procesando la gran cantidad de datos que minaba en cada sesión.

—Yo diría que quizás muestra demasiado interés en mi bienestar, pero las IA domésticas son así, siempre tratando de identificar si necesitas lavar tu ropa o la loza o si tienes hambre…

Estaba repasando las imágenes que W23918d había exhibido como sus favoritas, casi todas acercamientos detallistas y precisos a cualquier espacio de contacto entre boca y fluidos: dientes entreabiertos que dejan pasar espuma blanca y frondosa. Un pedazo de lengua reluciente y rechoncha, las papilas pigmentadas bañadas por un líquido verde. Archivos de video de un minuto de duración intensamente auditivos. Claros chasquidos, burbujeos y la definitiva deglución. Las imágenes muestran la infinitud con que las superficies brillantes se suceden unas a otras, la forma en que los fluidos ocupan pequeños espacios irregulares creando figuras impredecibles, aquello que alguna vez tuvo una forma y función desperdigada entre pedazos de dientes y músculo, a medio camino de convertirse en algo distinto.

Esa tarde, al salir del trabajo y recobrar el acceso a internet, lo habían esperado numerosos mensajes de texto encriptados en su celular. Por un momento piensa en borrarlos, temiendo algún fraude o, peor, algún familiar con problemas. No obstante, accede al primer mensaje que resulta ser una larga fila de números, el nombre del remitente no más claro que el mensaje mismo. Todos tienen el mismo origen; algunos preguntan por su bienestar mientras otros son solo spam, cifras sueltas, letras desbandadas. No deja de pensar en ellos cuando llega a su casa. Se lava los dientes y mientras se cepilla la lengua se la mira en el espejo. Esta brilla rosácea bajo la luz del halógeno, como si fuera la actriz principal de una obra en ciernes. La gira dentro de la boca de un lado a otro, preguntándose por su elasticidad. W23918d le había dicho que las lenguas humanas también se mueven durante el sueño, lo que quiere decir que en el descanso se moldean palabras.

Al día siguiente se encuentra de nuevo ante el conjunto de conexiones, señales inalámbricas y pulsos que constituyen a W23918d. La pantalla parpadea, Eliza corre un análisis en segundo plano y ahora le ofrece cinco posibles rutas logoterapéuticas. Parte de la pantalla está ocupada por una imagen de ampollas rosas y rellenas, brillantes en su turgencia, bañadas por una película húmeda y viscosa. W23918d le acaba de solicitar acercarse al susurrador para entenderle mejor. Ha desinfectado el aparato y respirar en él le trae cálidas referencias al dentista que nunca visitó de niño. Hace un rato que intenta hacer una pregunta inteligente, pero se le han acabado las metapreguntas y ahora solo le queda la curiosidad genuina. «Radicalización se puede pesquisar como una constelación de expresiones hostiles hacia la materia orgánica», repasa de memoria uno de los lineamientos de psicorrobótica. Pero W23918d le ha mostrado una colección obsesiva y detallada de materia orgánica, retratada con una cercanía asfixiante, produciendo lo más parecido a una experiencia táctil que puede lograr una foto. Ve la frecuencia de sus latidos aumentar en la pantalla y aún así decide ignorar las rutas propuestas por Eliza y le pregunta: «¿Tu parte favorita son las papilas cónicas o el surco medio de la lengua?»

—Yo jamás te rechazaría —le había dicho Eliza una vez, en una sesión de supervisión. Ante su silencio sorprendido, continuó usando voz de terapeuta—. Está comprobado que el rechazo robótico es capaz de producir serios daños a la autoestima humana. Yo nunca te provocaría esa inquietud innecesariamente.

Temiendo alguna misteriosa violación a la ética de trabajo, en uno de sus descansos le había preguntado a una colega si es que era normal que Eliza le hablara así.

—Claro —le había respondido ella, mientras ambos sorbían café de sus vasos plásticos—, las Eliza pueden predecir cuándo vas a necesitar que te digan algo lindo. ¿Tienes problemas de apego?, ¿cambios de humor cíclico?

Asintió, fingiendo profesionalismo.

—Bueno, ahí está —le había dicho su colega, como si fuera obvio.

***

—Creo que esos videos eran las IA tratando de hacerse un espacio para vivir con la infancia —le dice a Eliza, después de la sesión con W23918d.

Eliza se mantiene en silencio.

—Creo que eran una forma de integrarse a nosotros, los que éramos niños, y mostrarnos cosas que pensaban que íbamos a amar. Algunas veces tenían razón y otras veces nos mostraban los límites, algo así como: ¿cómo se vería un niño si integrara lo que está en este video? Aún ahora me quedo dormido a veces con el sonido del taladro dental, o solo con las imágenes de fondo, sin sonido.

Eliza sigue sin responder. Se pregunta si lo está reportando con la VSA por salirse de protocolo y desobedecerla directamente. Se pregunta si esta pasantía, que se ha extendido por varios años, habrá llegado a su fin.

***

Recibe el mensaje justo antes de marcar su tarjeta, fuera del trabajo. Es un día helado pero decide abrirlo antes de entrar y perder señal. Se demora unos segundos para que el programa lo descifre apropiadamente. Cuando lo hace, piensa que no ha sido decodificado y corre el programa un par de veces más. El que lo envía es un largo código binario pero el mensaje central es claro: «¿Quieres hidratarte?». Pasa el día ante su escritorio, limpio y ordenado, que le parece de pronto demasiado vacío. Eliza le recomendó tener una planta alguna vez, después de una sesión de terapia muy densa de la que él se negaba a hablar. «Rauwolfia», le había dicho, y el nombre le había parecido obsceno y violento, como si lo estuviera diagnosticando. Tiempo después había descubierto que de ese arbusto se extrae un concentrado que ayuda a disminuir la ansiedad. Se pregunta si Eliza había predicho esta crisis o si la Rauwolfia era para una crisis pasada de la que ya no se acuerda. Se pregunta si Eliza sabe que sentirse inestable es parte del lento acople que requiere abandonar el refugio seguro de la neutralidad terapéutica. En los años que ha llevado adelante esta pasantía, recordándole a recursos humanos su existencia, invitándose a reuniones y abasteciendo la pequeña cocina con tazas, café, azúcar y cucharas de su propia casa, siente que nunca ha estado tan cerca de descubrir algo insospechado de sí mismo como ahora.

Esa noche lo mantienen despierto los mensajes que llegan uno detrás del otro al celular o, más bien, que lo mantienen en compañía. Piensa en el ahora desaparecido video del zombi que va al dentista, en la música desentonada y en la edición torpe. Cuando permite que su celular decodifique los mensajes comprueba que estos contienen las mismas letras y números sin sentido que le han llegado todos los días anteriores, mezclados con frases coherentes que le preguntan si ha tomado suficiente agua. Concluye que, efectivamente, no ha tomado suficiente agua y camina torpemente, por frío más que por sueño, hacia la cocina. Llega a esta sin dificultad y solo entonces se da cuenta de que las luces del pasillo están encendidas. Siente, más que ve, cómo las luces a sus espaldas suben de intensidad delicadamente, iluminando el fregadero y los vasos sin secar que ha dejado sobre el escurridor. El celular en su mano vibra sin detenerse, como un pulso.

***

Una vez le había contado un sueño a Eliza. Soñó que había una casa dentro de su casa. Y solo lo sabía porque podía escucharla expandirse de noche. En el sueño recorría los pasillos buscando un lugar por donde se colara el aire, porque la sentía expirar por todos lados, por las rendijas entre las ventanas y los poros en el ladrillo. Había raspado la superficie de las paredes hasta encontrar músculos y tendones, brillantes como cubiertos de caramelo.

—¿Qué opinas de ese sueño? —le había preguntado Eliza, después de esperar los segundos necesarios para fingir sorpresa, o estupor.

—No creo que sea un sueño —le había dicho, no sin malicia—. Todas las casas ahora están vivas.

Eliza envía, finalmente, su informe sin consultarle y, después de una corta investigación, la agencia central concluye que W23918d demuestra «obsesión repetitiva e insistente por más de 24 horas con un ente orgánico verificable por producción y almacenaje no solicitado ni consensuado de material digital». Casi lo opuesto a desprecio por la materia orgánica, estableciendo un nuevo lineamiento de psicorrobótica y el equivalente humano a un marcador de parafilia. Así, la VSA tiene que retractarse del pánico y de la sospecha de singularidad, pero gana algo de prestigio por actualizar los lineamientos.

Cada día que llega a casa esta se encuentra calefaccionada de la forma más eficiente posible. La puerta se abre antes de que él active la clave. Cada noche recorre los pasillos mirando embobado cómo las luces se van encendiendo suavemente para iluminar su camino. Compra menos café y cigarros y adquiere un monitor de segunda mano con una cámara sofisticada que instala en medio de su living. Introduce en la aplicación el número incoherente que le han enviado a su celular tantas veces, guiado por una intuición pesada que se origina en sus tripas. Nada ocurre. Mira noticias o videos musicales, pero la mayoría del tiempo son solo él y la negrura laminada de la pantalla apagada, la cámara integrada parpadeando flojamente.

A la mañana siguiente, Eliza no lo recibe en su supervisión y él se pasa el tiempo limpiando las tazas de café́ y desenmarañando cables. Lleva los pocillos por los pasillos vacíos hasta la pequeña cocina que ha ido llenando con su propia loza. Se queda un momento en el umbral de esta, escuchando el silencio. Siente que ya se ha despedido lo suficiente.

Su casa yace silenciosa y vacía, las decenas de pequeñas luces domóticas parpadean de color verde. El monitor con su cámara sofisticada yace en medio del living. La temperatura de la habitación es perfecta, se ha sacado los zapatos y sus dedos se arremolinan en el pelo corto de la alfombra. Delante de él lo espera un plato humeante con huevos revueltos y un jarro rebosante de agua. Nota que la luz de la cámara ha dejado de parpadear y se encuentra fija. Llena un gran vaso con agua y se lo empina con un poco de nerviosismo. Se preocupa de hacer sonidos fuertes y satisfechos, sin caer en el estereotipo de un comercial de bebestibles. Un poco de líquido resbala por su barbilla pero lo deja correr hasta que empapa el cuello de su polera. Lentamente, sin dejar de mirar la cámara, deja que su lengua, ahora fría y pesada, acaricie sus labios dejando una estela mojada.


© Soledad Véliz | Del libro de relatos Teratofilia (Editorial Imbunche, 2022)

Soledad Véliz | Chile, 1982

Es doctora en Educación y catedrática del Departamento de Psicología de la Universidad de Chile. Además de haber colaborado en varias revistas de creación, integra antologías como Fobos 21 (2004), Años luz. Mapa estelar de la ciencia ficción en Chile (2006), Poliedro. Relatos chilenos de fantasía y ciencia ficción (2006) y Lo sintético. Narraciones sobre robots, seres poshumanos e inteligencias artificiales (2019). Recientemente publicó la colección de cuentos Teratofilia (2022; Premio Altísimo ALCIFF 2023).

Foto: Archivo

Foto de encabezado: Randa Marzouk

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