«Así era ella, Caperucita Roja, tan bella y tan perversa.»
Esas palabras están anudadas a la imagen de su madre: sentada en el borde de la cama, su vestido contorneaba sus muslos dejando al descubierto las rodillas. Ella se perdía en el entramado de líneas que surcaban la piel, los caminos eran móviles, carreteras efímeras construidas con la resequedad y el tiempo. La madre leía y saltaban dinosaurios, se dibujaban islas de tesoros y se rasgaban las vestiduras de los emperadores… Entre los saltimbanquis literarios siempre le gustó Caperucita Roja, esa que mascaba chicle y andaba con panecillos envenenados que hacía tragar al lobo… Un cuento trocado, donde Caperucita era malvada y el pobre lobo solo quería aclarar que él era víctima de las circunstancias, uno donde la historia terminaba con Caperucita mostrándole una navaja al lobo y soñando con hacerse un abrigo de su piel.
Una noche, en lugar de escuchar cuentos tuvo que ver a su madre quedar tendida como una bella durmiente sangrante, sin capacidad para levantarse le cayeron los lobos humanos que mordían. Ella se estuvo quietecita en su armario, observando muerte, viendo a los lobos devorando a su madre…
Desde una tierra muy, muy lejana, apareció su Caperucita. Una mujer que entró destrozando las puertas, blandiendo un cuchillo que insertaba con precisión en ojos y orejas; estaba buscando comida, pero no se asustó cuando encontró una niñita escondida entre maderas y chaquetas. Caperucita le sonrió, le ofreció la mano y la sacó a un mundo lleno de desesperación.
No fue un hada madrina. Las hadas madrinas no existen. Algunas veces fue la bruja del bosque, en otras la madrastra desalmada. Sabía buscar niños y niñas, poseía esa habilidad, y luego de que los rescataba los llevaba a su rastro, de a dos, de a tres, o los que necesitara. Los niños son importantes, no porque sean el futuro, el futuro no interesa en un mundo de muertos vivientes, sino porque caben en lugares pequeños, porque nadie sospecha de ellos, porque pueden espiar.
Ella vio desfilar amiguitas y amiguitos que no sobrevivieron a la Caperucita, mientras era usada como ojos, oídos y boca… Hasta que la Caperucita encontró un uso más lucrativo para su edad, y un día la entregó a un clan de supervivientes, una camarilla donde había comida, agua fresca, protección y hombres. Sobre todo, hombres.
La dentellada podrida no la amenazaba, pero entre esas manos dejó de ser una niña. Ya no le leían cuentos, la hora de dormir se convirtió en un espasmo de ruidos pegajosos.
Con parsimonia su decisión se extravió, hasta que cobró la fuerza asesina que necesitó para liberarse. Luego de una noche de sorpresa y carnicería, caminó como loba: sola, aterida y libre, hacia el bosque que la rodeaba. Allí vivió entre el horror, la incertidumbre, el hambre y los zombis.
En la soledad de quienes desconfían de los que se anuncian como ángeles de ayuda, sobrevivió para convertirse en una arrapieza que espantaba por la mugre que le cubría, un ser oscuro que no sentía nada más allá de las necesidades básicas de los animales que pueblan los cuentos y las fábulas.
Se convirtió en una hija del silencio, y su única conexión con la condición humana fue la observación que ejercía con la dureza del hormigón: desde el dolor veía a los grupos, los seguía, conocía a sus integrantes, los espiaba, los olía si dormían, los contemplaba morir por la acción de los zombis o la más acostumbrada acción humana.
Una tarde la vio, la Caperucita feroz volvía por esas tierras buscando el lucro con la piel ajena, se había convertido en una Blancanieves rodeada de pequeñuelos. La arrapieza revivió, sintió las brasas de la venganza en su pecho, y supo, con la determinación de su pasado, que debía asesinarla.
Ella sabía que la Caperucita estaba entrenada con el oído de una madre corrupta. Por eso, se acercó de noche, con el cuidado del furtivo, y cuando estuvo a unos centímetros de su misión, Caperucita abrió los ojos y la apuñaló. La arrapieza trastabilló, se llevó las manos a donde manaba la sangre. La Caperucita se sonreía, tal como le sonrió la caperucita corrupta al lobo cuando le obligó a comer pastelillos envenenados.
La arrapieza la vio, no deseaba convertirse en un abrigo de piel humana de los que se vendían con regularidad. Recordó a su madre cariñosa con sus rodillas ajadas, quiso que ella fuera su pensamiento postrero.
Caperucita feroz la miró con felicidad; la salvajada que le había hecho, la que le hacía, le satisfacía. Entonces sus ojos se convirtieron en un tragaluz sorprendido, vidrioso, acuoso. Se desplomó hacia adelante con un gran cuchillo clavado en su espalda; detrás de ella, un niño convertido en hombre por los usos adultos, respiraba angustiado. Tal vez él no había escuchado los mismos cuentos, tal vez no tenía una madre avezada en la lectura en voz alta, pero conocía el mundo de los hombres tan bien como la arrapieza.
Desde la mirada se reconocieron, Hansel y Gretel en el trance del apocalipsis. Los pequeñuelos despertaron y vieron a su Caperucita feroz agonizante, algunos la lloraron, otros ya habían entendido que los ángeles azules no existen, que todo refugio de dulce está gobernado por la mano de la bruja. Hansel y Gretel los acogieron, no por amor, tal vez el amor muere en el momento en que tu cuerpo es violentado. Los ampararon porque no querían que alguien con ínfulas de hada madrina lo hiciera.
Ella no es una princesa, él tampoco es el príncipe del cuento. Solo son arrapiezos en un mundo de zombis.
Para las niñas y niños
que migran sin adultos acompañantes
© Karonlains Alarcón Forero | Relato inédito

Karonlains Alarcón Forero | Colombia, 1984
Nació en Tolima. Narradora, profesora de escritura creativa y antropóloga por la Universidad Nacional de Colombia. Autora de las novelas Viajeros (2019) y Anjatamún (2021). Ha participado en las antologías Punto de inicio: compilación de cuentos de fantasía (2023) y Las ciclistas. Antología fantástica de autoras colombianas (2024). Es cofundadora de Multiverso Escuela de Escritura.
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