…esos como ruidos destemplados cada vez más fuertes,
intolerablemente fuertes y violentos como una agresión,
envolviéndolos, ahogándolos…
Amparo Dávila
El zumbido del timbre te sorprende en la terraza, donde todas las mañanas esperas que los incipientes rayos solares y el aire frío de las alturas te colmen de paz y claridad. Te ajustas la bata y regresas a la habitación, dejando abierta la puerta corrediza para que el viento matutino se lleve los olores de una noche de excesos. Te colocas el reloj y los anillos, sin voltear a ver la cama para no despertar de súbito a tu obsesión por la limpieza.
Bajas al primer piso, activando el cierre de las persianas que cubren los grandes ventanales para dejar todo a media luz, y te asomas por la mirilla de la puerta. Aunque su rostro va protegido por careta y mascarilla, y de que el efecto del cristal la hace ver como un insecto gigante, el gafete, el sombrero y el chaleco institucional te indican que se trata de una encuestadora del censo. Antes de abrir, verificas que no traes nada entre los dientes y te acomodas el cabello ante los espejos que cubren las paredes de la estancia.
—El censo sirve para saber cuántas personas somos, cómo vivimos y cómo es nuestro entorno. En beneficio de todos, debemos estar abiertos y responder las preguntas del entrevistador… —recita de memoria en un tono gris.
—Sí, sí —respondes, recordando los mensajes publicitarios del gobierno—. ¿Gustas pasar, tomarte un café? —preguntas, exhibiendo tu mejor sonrisa.
Permanece inmóvil en el umbral de la puerta, observándote con sus enormes ojos de enebro.
—Me puedo poner un cubrebocas, si crees en esas cosas. Además, ya me reconociste, ¿no? Te puedo contar unos secretos jugosos de tu jefe —insistes, jugueteando con el anillo dorado en forma de avispa que llevas en el meñique derecho, pero la encuestadora enciende su tableta y comienza a recitar la primera tanda de preguntas. Resignado, oprimes la pantalla de tu reloj y el zumbido acuoso de la cafetera reverbera en la estancia.
Respondes a la sección de preguntas sobre lenguas indígenas y orígenes afrodescendientes con ese humor «políticamente incorrecto» que te ha generado miles de admiradores y detractores, mas ella no parece entenderlo.
La densa nube de incomodidad que empieza a envolverlos se disipa con la llegada sorpresiva de un pug negro.
—Se llama —lo levantas entre tus brazos, mirando de reojo la placa que cuelga del collar— Census. ¡Vaya coincidencia! Es el perro de mi productor, salió de viaje y no tenía con quién dejarlo. Todos creen que soy un cínico desalmado, pero de verdad soy una muy buena persona; el tipo de personas y oposición que necesita este país.
La encuestadora, que no parece parpadear nunca, desliza sus frágiles dedos enguantados en látex sobre la pantalla. El pug brinca al piso y corre a la planta alta.
Aunque las siguientes preguntas te parecen demasiado íntimas (preferencias sexuales, sueños recurrentes y pensamientos suicidas), las respondes encantado, creyendo que por fin está cediendo a tus encantos. Sólo será cuestión de tiempo para plantearle una propuesta irrechazable.
—Iré por otra taza, ¿segura que no quieres? —preguntas, abriendo un poco la bata para dejar a la vista tus apretados bóxers negros. En la cocina reajustas la bata y tomas de la alacena uno de los frasquitos que tienes estratégicamente distribuidos por todo el departamento, para impregnar tus muñecas con la esencia de moda.
Al volver a la estancia crees ver a otras dos encuestadoras, pero sólo se trata de una ilusión óptica provocada por el ángulo de los espejos. Ella, sin dejar de verte a los ojos, suelta una serie de preguntas ponzoñosas que se encajan como aguijones en tu delgada piel.
—¿Por qué las mata? ¿Cómo se deshace de los cuerpos? ¿Por qué le gusta dormir con sus cadáveres?
—Creo que es momento de que te vayas —ordenas con calma, pero ya despojado de tu sonrisa encantadora (como cada vez que te increpan en las calles)—. Reportaré tus provocaciones, tengo un par de contactos en la alcaldía que… —tu amenaza es interrumpida por la presencia de Census, que se lame una pata ensangrentada.
—¿Qué hace con las mascotas de sus víctimas? —insiste al ver el camino de huellas carmesí que ha dejado el perro a su regreso. El rumor de conversaciones familiares reverbera en el pasillo; por allá se escucha cómo se abre una ventana.
Apretando los dientes y con la mirada enajenada replicándose en los espejos, jalas a la encuestadora hacia el interior del departamento y cierras la puerta.
—Te mandaron ellos, ¿verdad? ¡Malditos fascistas! Pero no podrán incriminarme: puedo explicarlo todo perfectamente. Y tú… tú la vas a pagar muy caro —sentencias, señalándola con mano temblorosa y esforzándote al máximo para no levantar la voz.
—Yo sólo censo —responde desde las profundidades del lujoso sillón de respaldo alto al que la arrojaste.
—¡Dame eso! —ordenas, arrebatándole la tableta.
—Yo sólo censo —vuelve a responder.
—¿De dónde sacaron esto? —preguntas con voz titubeante, deslizando las imágenes que llenan la pantalla—. ¿Cuánto tiempo llevan espiándome?
—Yo sólo censo.
—¡Con una chingada!
La tableta revienta al ser embestida varias veces por tu puño derecho. La sonrisa encantadora regresa a tu rostro, mientras te acercas a la encuestadora, girando tu anillo de avispa. El timbre zumba.
—¡Censo poblacional! —grita una voz de mujer del otro lado.
—En beneficio de todos, le pedimos abrir —ordena otra voz de mujer.
La chapa se agita con violencia, el marco se cimbra y los espejos se astillan, pero la puerta resiste heroica los embates. Silencio. Un denso silencio que comienza a quebrarse con un lejano sonido de estática que poco a poco va ganando potencia hasta convertirse en una auténtica cacofonía que hace sacudir los ventanales. A través de las persianas distingues las siluetas de dos figuras imposibles que se abalanzan zumbantes una y otra vez contra los cristales gruesos. De nuevo silencio. Un silencio efímero que vuelve a quebrarse con el deslizar de una puerta corrediza, de pisadas que recorren la planta alta hasta llegar a las escaleras y descienden, trayendo consigo una oleada de ruidos destemplados cada vez más fuertes, intolerablemente fuertes y violentos, que inundan todo tu departamento.
La encuestadora se levanta y, con los ojos más abiertos y verdes que nunca, sentencia en un susurro, mientras se retira la careta y la mascarilla para que puedas ver de frente el verdadero horror que cancelará por completo a tu cordura:
—Ha sido censado.
© Miguel Lupián | De la antología Penumbria Bizarra (2023)

Miguel Lupián | México, 1977
Nació en Ciudad de México. Es narrador, editor y tallerista. Estudió en la SOGEM y en la EME. Realizó el diplomado de Literatura fantástica y ciencia ficción en la Universidad del Claustro de Sor Juana. Es cofundador y director de revista Penumbria y autor de los libros Anímula: historias diminutas soñadas por Madame Vulpes (2018), Metal caído del cielo (2021) y Légamo (2022). Ha integrados varias recopilaciones de relatos.
Foto: Archivo
Foto de encabezado: Max Muselmann
