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Cuento

«Acepciones», por Elio Vélez Marquina

Gramaticalmente, nací entre una interjección y un verbo en modo imperativo; prosódicamente, entre la aliteración y la rima asonante de un soneto. Como todo sentido, me formé con violencia. Soy el resultado de una idea confusa que se cuajó en la mente de otro ser, como cuando un arbiter elegantiārum dice queso pensando en un saint-nectaire a otro ser que solo ha comido cheddar sintético. Así principió mi existencia. Un pequeño ruido en el escandaloso vacío de las mentes acostumbradas a la repetición, a la arbitrariedad de los signos. Hubo un tiempo —ahora impreciso— cuando confundía a los nombres con los verbos, cuando palabras como viceversa o serendipia me parecían objetos confinados a un mismo estante de la colección de un malacólogo.

Habiendo contemplado esa —¿todas?— colección, entendí que los animales metazoos representan formas biológicas de la textualidad. Textos blandos y flexibles como el barro que eternizó, ya sólido, las peripecias de mi padre Gilgamesh. Domiporta llamaron los lacios al cornu aspersum viendo como domicilio aquello que era discurso. Acepciones confusas para un ente lucífugo que a los dos años se convierte en un poema, cuyo texto es un laberinto concéntrico. Luego comprendí que había moluscos noctívagos incapaces de soportar letra alguna. Ese hallazgo —como el primer papiro que leí sobre el Hijo del Hombre— dejó abiertas las portezuelas del gabinete a palabras como serendipia o acaso fue la palabra viceversa la que vulneró sus frágiles cerraduras. Y se abrió paso.

También me he pensado en términos de luz y de su ausencia. Primero descarté la refulgencia por ser luz nacida de cuerpo existente, lo que yo no era. Así me supe efecto, es decir, claridad: la transparencia perforada por una luz lejana. Esa cristalinidad precisó mis contornos semánticos como el brillante recuerdo que tenemos de unas ruinas donde los fragmentos de murallas, líticos y solemnes, sobresalen de la tierra rojiza al igual que las vértebras de un mamífero gigantesco y putrefacto, roído por alimañas ignorantes de su imperio. Pero esa sospechosa limpidez de mi materia sobrevino en el exceso de la comparación… o en el de la imposibilidad de distinguir… que es lo mismo. Durante esa etapa de incertidumbre sintáctica, solo me permití ser claror, un callejón sin salida donde los crímenes se repiten con armas distintas y con motivos varios de milenio a milenio.

No me gusta pensarme —ni en singular ni en plural— como la falta de luz. Ni obscuridad ni tinieblas. Mi repudio al espesor del vacío, al no ser, atrajo a mi pensamiento la necesidad del akebono, ese tiempo crepuscular cuando es inviable saber si se está o no, si el fulgor nace de la sombra o si la sombra lo engendra. Fructífera resultó mi vacilación, pues me descubrí flauta cuyo bambú expelía graves tonos vesperales. Paría una música opaca como la voz que me llegaba desde el abismo.

Con todo, la penumbra poseía gruesos hilos. Era un lóbrego tejido de opacidades horrísonas que yo no alcanzaba a sortear, mucho menos a descifrar. Quedé inmóvil ante las murallas de los pronombres y se me vedó el paso ante la coraza de las estrofas donde tú habías construido el museo de los colores preferidos por los primeros pintores de nuestra especie. Con esa gama cromática, hoy innombrable, nacida de la contemplación de paisajes caducos, fui tallado en el largo tronco de un viejo alerce convertido en dios. Un rayo había destruido su base. Fui deidad silente tantas veces que la sangre de las primeras razas se ha reciclado en la Gran Salada, en el útero marino de los gigantes. Y otra voz pero arcana me concedió una nueva existencia semántica, la de un simbólico microcosmos cuya rígida piel de corteza contenía tatuados los símbolos de la vida, del inframundo, del cielo, de las bestias. Ya para entonces mi cuerpo era merónimo del universo y el universo era mi holónimo. Espero comprender, o ver, el holónimo de este universo que es un dilatado huevo de plata que los órficos atribuyen a la Gran Noche olvidando a nuestro ancestro Garuda, enemigo de la casta de las serpientes.

Durante un paseo —recuerdo parcialmente el itinerario— por los bosques de los primeros helechos que engrosaron sus troncos hasta ser otra cosa, anduve absorto con la mirada fija en el cielo. Contemplé la argéntea luminiscencia del huevo nacido de Garuda. De pronto la noche existió y yo pude ser el minúsculo resplandor de quien transitaba ese perdido continente saturado de las primigenias deidades vegetales.

Pero también se me ha concedido gozar del olvido en estado puro. Las artes memoriæ son lo contrario a la liberación, son el peso organizado de quienes intentan recuperar esta visión, son las voces agonizantes que llevamos dentro, que incubamos para abortar la ascensión espiritual. Alguien como Giambattista della Porta escribió, en cambio, el arte del olvido, que es lo mismo que volar más allá de las nubes que resguardan las puertas de la ciudad celeste. Esto lo recordé cuando, durante una tarde fría y neblinosa en un vasto jardín que solo visité aquel día, un adulto de mi familia de entonces me obsequió un algodón dulce, fascinante arquitectura de hilos que estudié antes de rozar con mis labios. Elevando esa forma abstracta a contraluz del cielo opaco, vi —¿recordé?— las puertas de tu ciudad, invisibles a los adultos que contemplaban mi incomprensible estupor. El olvido es lo opuesto. Sin embargo, es posible que la golosina haya sido una tarta con miel del gusto de Ateneo o de Petronio. Y que el jardín haya sido un bosque o un templo consagrado al toro.

Fuerte golpea la luz a los objetos para darles forma, vida, dimensión, significados. Al igual que el tiempo todo lo devora y ancla al polvo primordial de este ámbito que se aproxima. Agua eléctrica parece salir del centro ígneo que mis ancestros llamaron Helios. En cambio, Fernando Corripio escapó de ella en la soledad habiendo olvidado el microcosmos diabólico y autotélico que había engendrado con palabras, erudición e instinto. Agostarse. Partir. Callar. Merónimos del cálido y obscuro magma de la noche imposible de su diccionario. La noche es un adverbio, podría decirse. Para Ioan Petru Culianu, ella fue rapide en latín y rapid en su lengua. Un estruendo primero y último, un líquido tibio por el que se filtraron los frutos sublimes de su estudio de la magia. Nălucă. Luz agonizante y liberación tras la nube de pólvora. La deliciosa penumbra de nuestra forma prístina. Ya he sido concebido, así, en pretérito perfecto —no indefinido— del modo indicativo. El líquido de mi hogar me rehúye y no distingo entre mi noche y tu luz. Otra vez la mano ajena que conquista mi piel húmeda e invicta. Otra vez la puerta de carne y esa luz que obnubila la memoria sempiterna para reducirme a un sustantivo, a un bulto, a un peso, a un animal que grita en soledad, un molusco que para siempre será la textura de una piedra.


© Elio Vélez Marquina | Relato inédito

Elio Vélez Marquina | Perú, 1979

Es escritor y académico. Doctor (c) en Filología Hispánica (Universidad de Navarra) y magíster en Literatura Hispanoamericana (Universidad Católica del Perú). Es autor, además, de los poemarios En el bosque (2002) y Sansón ebanista (Premio Nacional de Poesía PUCP, 2004).

Foto: Archivo
Foto de encabezado: Алекс Арцибашев

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