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CÓSMICA CALAVERA #NoEsUnMundoOrdinario

Cuento

«Girasoles», por Andrés González Galante

Laura se baja la ropa interior hasta los tobillos y se pone de cuclillas para orinar sobre el asfalto caliente. Orina despacio, con atención y consciencia, mientras el charco, que al principio es un hilo, se vuelve cada vez más grande. Estamos solos en el callejón bajo el sol picante que hay durante esta época del año. Al final, quedan apenas unas gotas sueltas que caen como granos de maíz y que dejan un murmullo leve de llovizna. Laura sonríe, se sube la ropa interior y estudia el charco con cuidado. Contengo la respiración y siento los músculos tensos, el cuero duro, la piel tersa como si alguien la estirara. El charco tiene la forma de una estrella de mar: eso significa buena fortuna. ¿Sólo eso?, me pregunto, pero Laura pone su mano sobre mi hocico y dice:

—Pero qué caballo más lindo.

Relincho, no muy convencido, y me alejo al galope con mis cascos que suenan clop, clop, clop contra el pavimento.

Laura orina en otra tarde soleada, de mermelada y albaricoque, en el mismo callejón. Esta vez el charco dibuja una forma extraña que ella observa con el ceño fruncido y dice: mentiría si te digo que esto significa buena fortuna. Mis hojas tiemblan levemente. No sé si pueda recibir otra mala noticia, me digo, no sé si lo pueda soportar. El charco parece dibujar la silueta de un teléfono amarillo, de un mapa que se me hace familiar, de una gran torre a punto de caer. Laura me tranquiliza y me dice que este tipo de charcos no son un mal presagio necesariamente: no refiere a la muerte, a una ruptura amorosa o a una gran pérdida monetaria. El charco se comunica contigo, me explica, trata de mostrar algo de tu presente que es invisible para ti en este momento. Los charcos, concluye, no muestran el futuro. Pero yo quiero una explicación más concreta. Me siento como un almíbar espeso escurriéndose de sus manos, una entidad sin una forma clara, un ser indeterminado con hojas pecioladas y unas flores hermafroditas. Laura se limita a sonreír y a acariciarme el tronco.

—Pero qué palmera más linda.

Me intento mover pero estoy atascada en el pavimento, tengo las raíces profundas, bien agarradas al suelo. La noche es fría y se me ocurre inventar canciones de palmera, sólo para saber cómo se oyen y para no tener que pensar más en el futuro. Pienso en cocos y en el Caribe, pero sólo veo postes y cables de luz. Al final, me quedo callada y sombría hasta que veo los primeros asomos del amanecer en los perfiles de los edificios. Qué ciudad tan absurda. 

Laura lleva faldas de todos los colores. Algunas le llegan hasta los tobillos mientras que otras le llegan un poco más arriba de las rodillas. Esta me la regaló mi mamá, dice mientras me muestra su falda larga y amarilla. Es otra tarde soleada pero esta vez Laura no mea sobre el asfalto. Allí, están dibujadas las sombras de todos los charcos que ella ha orinado con cuidado. Las formas se sobreponen unas sobre otras y parecen crear un mapa complejo que soy incapaz de descifrar. Ella me habla sobre arquetipos y sincronicidades, sobre animales y quimeras, sobre el pasado y el futuro, sobre el inconsciente y sobre las heridas de la infancia. Pero yo sólo pienso en la silueta de su falda amarilla. Imagino formas y, sin querer, digo: esa significa buena fortuna. Ella pone su ojo sobre el microscopio y dice:

—Pero qué célula más linda.

Nado en un líquido misterioso entre glúcidos y aminoácidos hasta que empiezo a oler a alcohol y a cerveza. Soy una levadura feliz que fermenta todo lo que encuentra a su paso, con una sabiduría que no reconozco, que no viene de mí, hasta que me embotellan en un recipiente de vidrio y termino en una fiesta llena de universitarios borrachos.

Una chica llora. Tiene un vestido bonito, color lavanda, y un chico discute con ella mientras me sostiene en la mano. Se besan un rato, él le acaricia una pierna, y vuelven a discutir de nuevo. Discuten sobre el futuro y él le recrimina algo a ella antes de darle un sorbo a la botella donde estoy. Mi mundo se inclina, se viene abajo y termino engullido por el universitario. Recorro sus riñones y su vejiga y me deslizo por la uretra como si estuviera en un tobogán. Me intento agarrar de algo pero es inútil. Termino expulsado en un charco triste y maloliente de orina en una pared de una calle sucia. Me pregunto cómo se verá la forma de mi silueta y si seré un presagio de buena o mala fortuna.

De fondo, suena una canción de Jorge Celedón.

Laura me lee el futuro en otra tarde despejada en la que me pregunto por qué ya no llueve en las tardes. Ella me reitera que los charcos de orina no muestran el futuro sino lo que es invisible en el presente, pero decido ignorarla. Siento que algo grave está a punto de pasar y necesito escuchar alguna cosa que me tranquilice. Me siento particularmente incorpóreo y sin el control del estado de mi materia. No recuerdo cuándo empezó todo esto de las transiciones. Siento que he estado toda la vida transitando de un cuerpo a otro, de una forma de vida a otra, y sin saber cuál voy a habitar mañana. Recuerdo haber sido un cubo de hielo, un cuidador de zoológico, una abeja polinizadora, una pared de estuco del salón de clases de un colegio, un frasco de aceitunas, un presidente de la Polinesia Francesa, un satélite espacial, una pelota de tenis, un ajiaco con pollo, una niña tuerta, la Plaza Simón Bolívar.

He habitado todas las figuras geométricas, todas las guerras de la humanidad, todos los animales marinos y las cosechas de estas tierras. He sido un oráculo como Laura, meando en lugares escondidos, ayudando a otros como yo, incapaces de hallar una forma fija, un hogar permanente. Pero siento que el tiempo se me acaba.

Finalmente, Laura se baja la ropa interior ante mi súplica silenciosa, se pone de cuclillas y orina durante un tiempo que se me hace eterno. El hilo, grueso al principio, se afila lentamente hasta morir del todo. Una brisa nos acaricia a los dos y nos anuncia que el sol va a desaparecer pronto. No se puede hacer esto en la noche, me explica cuando termina de orinar y se pone de pie de nuevo.

—Es peligroso —añade.

¿Peligroso?, quiero preguntar y noto algo inusual en ella. O quizá sea algo en el ambiente, en el callejón, en esta tarde de miel. Se hace un silencio. El aire está enrarecido, se me ocurre decir, pero las palabras se atoran en mi boca.

—Me picó un zancudo anoche —comenta mientras se acaricia el brazo, como si de repente eso fuera más importante que mi futuro—, me picó aquí y me dejó una roncha que me rasca.

Percibo un aroma a hierbabuena o a menta, quizás. Laura masca un chicle hasta que se cansa de él, lo envuelve en un papelito y lo guarda en su bolsa repleta de botellas de agua y girasoles. Miro las flores con extrañeza pues es la primera vez que las veo en la bolsa de Laura.

—Mi novio me los regaló —me explica cuando nota mi desconcierto—. Me los dio anoche, cuando fui a visitarlo.

Me quedo viendo la cabeza de uno de los girasoles, el patrón de las semillas y el amarillo de las hojas. Es un color intenso que me transporta a un pasado incierto, a una infancia lejana, rodeada de animales y de plantas aromáticas, de citronelas, lavandas y zanahorias. Me pregunto si alguna vez habré vivido esa infancia, si fue mía o si es de alguien cuyo cuerpo habité por un día.

—Mi novio —dice Laura con una mueca como si fuera un doctor a punto de darle una mala noticia al familiar de un enfermo— se volvió un cuerpo astral.

¿Un qué?, quiero preguntar pero las palabras siguen rechazándome. El silencio me habita de una forma especial que no había experimentado antes.

—Tengo que proyectar mi consciencia en un estado de trance cada vez que lo quiero ver. Ahí fue donde me picó el zancudo anoche. Era un zancudo astral.

Me imagino el cuerpo de su novio hecho de luz, de destellos de colores, y a un zancudo viajando por el plano astral, con sus patas largas y ese zumbido desesperante, en búsqueda de sangre, de un lugar húmedo para desovar, un florero incorpóreo, una llanta mojada o un charco de orina.

Mi cuerpo tiembla y parece extenderse cada vez más, sin un centro fijo: me siento en todas partes. De repente, mi situación no se me hace tan seria. A fin de cuentas, pienso, tan solo soy un personaje más de este teatro, con el privilegio de haber representado todos los otros roles. ¿Pero dónde quedo yo entonces? Oigo que dice una voz, pero la pregunta se me hace muy ridícula para responderla.

Solo tengo ojos para los girasoles que me aseguran que todo está bien y que todo ha estado bien siempre, desde que llegué a esta ciudad por primera vez.

—El plano astral tiene sus cosas buenas —dice Laura satisfecha, como si me estuviese leyendo la mente y por fin lo hubiese entendido todo—, aparte de los zancudos, claro.

Los últimos rayos del sol desaparecen y su silueta se oscurece de repente como si la función de una obra de teatro hubiese terminado. Me agarro de la presencia de un girasol, como si estuviésemos hechos de la misma tela y solo él pudiera entender lo que estoy sintiendo. Compartimos una complicidad sutil, el mismo lugar de origen. Laura acaricia el borde de mi luz, el aura purpúrea y rojiza, los filamentos de la materia sutil a punto de trascender a un estado de mayor consciencia. Una felicidad misteriosa e incomprensible, casi eufórica, se apodera de mí cuando me evaporo hacia el vacío, hacia la eternidad de lo que somos, con un leve wush en medio de un callejón vacío y con olor a orina.


© Andrés González Galante | Relato inédito

Andrés González Galante | Colombia, 1996

Escritor bogotano. Fue finalista y ganador del Octavo y Décimo Concurso de cuentos de ciencia ficción de Mirabilia Libros en los años 2020 y 2022, respectivamente. Su obra ha sido incluida en las antologías Contradojas y paradicciones y Lo desconocible, de la misma editorial, y en Revista Micelio. Es también creador de On High In Blue Tomorrow, proyecto que explora distintas experiencias desde la música y los sonidos.

Foto: Archivo

Foto de encabezado: Pawel Czerwinski

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