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CÓSMICA CALAVERA #NoEsUnMundoOrdinario

Cuento

«Bajo bosque», por Sebastián Antezana

Había llovido por varios días y luego por días brilló un sol calcinante, y tras la lluvia y el calor llegaba nuevamente el mal tiempo. Alrededor de la ciudad el bosque estaba cargado y quejumbroso, pleno de enormes árboles prehistóricos que amenazaban con desbordarse a las calles vacías, a las casas donde la gente aguardaba temerosa y expectante. Un ligero chasquido, un pequeño movimiento de más habría bastado para que sucediera.

Nadia salió a la puerta de su complejo de departamentos vestida con unos shorts negros y una polera amarillo neón. Era joven, aún tenía las articulaciones flexibles, pero la última consulta con el Lector Médico y la noticia del final de su decaimiento interno acababan de sentenciarla: le había llegado la hora, debía salir y encontrar su lugar de recomposición. Se había pasado las últimas semanas sin correr, enclaustrada en el departamento y sobrepasada de trabajo, olvidada del mundo exterior y de sus procesos internos, así que sentía la necesidad del movimiento y el afuera como un mandato, un decreto biológico. Su recorrido regular la llevaba desde su complejo de departamentos, prácticamente en el centro de la ciudad, hacia el campus universitario, un extenso archipiélago de halls de clases, dormitorios, jardines, campos deportivos e incluso un hotel, un conjunto de islotes que se expandía hacia el oeste de la ciudad y se intercalaba con el trazado urbano, pequeños barrios de familias privilegiadas, centros comerciales, edificios de oficinas, calles llenas de bares y restaurantes donde reían y florecían los que aún no experimentaban su decaimiento interno. Alejándose de ellos para no interrumpir el ritmo de su carrera, Nadia optó por las calles secundarias y poco transitadas, los senderos cercanos al bosque que primero la lluvia y después el sol, y luego la densa humedad que precede a un diluvio, habían transformado en sendas fragantes y abiertas, veredas semitropicales de apariencia salvaje y sin embargo cavilosas ante el nuevo aguacero que adivinaban cercano.

A las seis de la tarde el calor del final del verano apenas había cedido. Nadia adivinó 30 o 31 grados y recordó otras jornadas como esa en las que, al volver a su departamento, lleno de libros y utensilios de cocina, y con pisos de madera plástica sobre los que el sol poniente se refractaba en un secreto arcoíris, estaba cubierta de sudor. Hacía dos días que el Lector Médico de la Superficie 678 le había anunciado la inminente culminación de su decaimiento interno y le había recordado la necesidad de entregarse a la comunidad, pero aún se sentía desconcertada. Al principio recibió la noticia como un golpe. ¿Era realmente su turno? Le parecía increíble que estuviera sucediendo. Pero sucedía. Como a tantos otros antes, como a todos en la ciudad, le había llegado la hora de ir al bosque y entregar el cuerpo.

Cuando corría, normalmente empezaba caminando por unas cuadras, las necesarias para dejar atrás, aunque fuera parcialmente, las aglomeraciones y el tráfico, y solo entonces empezaba a correr. Lo hacía desde niña, por gusto, por costumbre, por salud, quizás también por vanidad, pero sobre todo porque debía correr, porque las leyes de la Superficie 678 indicaban que debía correr desde la niñez para prepararse, pues al bosque solo podía entrarse en base a velocidad. Nadia prefería entrenar por la periferia de la ciudad, callejuelas de barrios suburbanos que se ofrecían otoñales y desiertas, porque no quería cruzarse con nadie, porque le parecía que el entrenamiento para la carrera final debía mantenerse lo más privado posible. Aunque de todos modos hubiera sido difícil que se cruzase con otros porque su trayecto, como el del campesino ante la puerta de la ley, estaba reservado solo para ella. Cada habitante de la ciudad tenía una ruta personalizada y diseñada de antemano por las autoridades para no cruzarse con las demás rutas, y las pocas veces en que alguna se superponía con otra los corredores las recorrían a horas distintas, de modo que por lo general estaban libres de interrumpirse. Antes, durante los últimos años, Nadia cubría nueve u diez kilómetros por carrera, y a veces, cuando le daban las fuerzas, incluso doce o trece, y entonces se sentía plena. Esa tarde, pese al pánico, algún resto de su instinto apuntaba a eso, una plenitud que la adormeciera y la colmara antes de entregarse al lugar de recomposición, ritual que no terminaba de entender pero que de todos modos obedecía al pie de la letra porque, ¿qué era ser parte de una comunidad, de aquella Superficie 678 que abarcaba la ciudad y el bosque, sino obedecer rituales al pie de la letra?

Tras dejar las calles del barrio y acercarse al puente que dividía el conglomerado de edificios de la carretera, por la que los autos zumbaban a gran velocidad, dio un giro y se dirigió a la salida que conducía a una rotonda de peatones, a una intersección secundaria en la que desembocaba el tráfico liviano y, finalmente, a una callejuela que marcaba el inicio de un enorme parque de estacionamiento, detrás del cual empezaba, como un mar, el bosque. Por primera vez, Nadia enfiló hacia él y empezó a correr.

La primera cosa muerta que vio fue una enorme mosca. No pudo haberla visto por más de dos o tres segundos pero la imagen se mantuvo un buen tiempo en su memoria, sobreimpuesta al paisaje. Era una mosca gorda y larga, cuatro o cinco veces más grande que una mosca regular, verde, negra y azulada, de grandes ojos vaciados y cubierta de hormigas que la consumían produciendo un rumor sostenido, el zumbido caníbal de los insectos carroñeros. ¿Qué le había pasado? ¿Cómo había muerto? ¿Acaso en pleno vuelo, antes de caer al suelo en el que la despedazaban? Nadia pensó que la muerte era una cosa tan cotidiana en el bosque, un inacabable ciclo de escapar, invadirse y devorarse, que casi no se hacía sentir. La muerte animal, la muerte vegetal. El camino que recorría era un pasillo de tierra marcado por arbustos de grandes hojas que dificultaban su visión pero no sus pasos, escudos flexibles y brillantes que solo jugaban a oponerse a su avance.

Un cuarto de milla después, mientras el cielo gris se cerraba sobre ella, mientras empezaban a escucharse los primeros truenos y, al mismo tiempo, los sonidos del tráfico se hacían menos frecuentes, como si los conductores hubieran despejado la carretera cercana al bosque en un gesto de respeto ante lo que en el sucedía o ante la tormenta inminente, Nadia bajó el ritmo de su carrera. ¿Qué era eso? ¿Qué se descolgaba desde el aire? Había algo allí. Una conciencia múltiple y vegetal que despertaba un instante antes de ser fulminada. Nadia siguió sorteando pequeñas charcas en las que se pudrían grupos de hojas y ramas rotas por el viento, mientras pensaba en todas las personas que la habían antecedido y habían recorrido la misma ruta que los llevaba al lugar de recomposición. Tantos miles de cuerpos que se entregaban al bosque para que miles más pudieran vivir en la ciudad. La dinámica del decaimiento interno y la recomposición era implacable en la Superficie 678 y algún momento llegaba para todos. El piso de ese sector parecía un collage sin terminar, un rompecabezas verde y amarillo y café en completo desorden. Y allí, en medio del caos, una gota rojo oscuro, casi púrpura, y no una gota sino un reguero que se prolongaba como un lenguaje hacia el costado derecho de la senda, donde se encontraba la fuente, la raíz.

Del hocico de la pequeña cierva de ojos congelados había brotado, quizás con los últimos estertores, un pequeño lago de sangre opaca que teñía esa parte del sendero y que, tras salir despedida del cuerpo, se había coagulado y formaba una lámina uniforme sobre la tierra y el pasto, una delicada segunda piel que se filtraba lentamente hasta las profundidades. Nadia miró a la cierva apenada, con susto pero también con compasión, imaginando los pocos años que habría caminado sobre la Tierra, el breve instante en que esa criatura existió y calentó el planeta, y se acercó hacia ella solo por unos segundos porque después empezó a notar el olor profundo de la muerte y también algo más, algo como un ramalazo de vida que parecía desprenderse del cuerpo que a momentos se hinchaba, vibraba, incluso se movía, hasta que Nadia entendió que por dentro estaba repleto de larvas.

Siguió cuesta arriba por un tortuoso camino flanqueado por arces, robles y árboles de magnolia, admirando el imponente fruto de la entrega y recomposición de tantos, tratando de respirar entre la densa humedad de la tarde, quitándose de la cara algún mechón de pelo suelto que se le escapaba por el trote. Mientras más se adentraba en el bosque más extraño le parecía su cuerpo, menos control tenía sobre él, sus ritmos, sus pasos abruptos, sus oídos zumbantes, quizás porque su decaimiento interno llegaba a su final, porque hacía varias semanas que no corría y volver al camino siempre demandaba un esfuerzo. La noche pasada había soñado con Diana, sus brazos blancos que la envolvían, su boca de labios delgados. ¿Podría verla otra vez? ¿Podrían retomar lo que dejaron hace unos meses? Trató de sacarse esas ideas de la cabeza. Quería estar lista para el final pero solo podía escuchar el bosque. O, más bien, el silencio poblado de ruidos del bosque, como un rebaño, un fantasma repleto de vida.

Por unos metros sintió vértigo mientras corría.

Tras llegar a la cima de una colina, después de la cual los árboles se espaciaban y el bosque se abría en una breve explanada de pasto amarillento, la detuvo un aullido venido del cielo y, a pesar de la humedad y el sudor que empezaba a chorrearle por los costados de la cara, a pesar de mantener relativamente sostenido el mismo trote desde el inicio de su carrera, un temblor le aflojó las rodillas. Dudó en seguir, pero siguió. La última vez que salió a correr por los barrios suburbanos, hacía ya tres o cuatro semanas, volvió por la noche al departamento de pisos de madera, lleno de libros y utensilios de cocina, se dio una ducha rápida y calentó la comida que había preparado el día anterior porque Diana iba a pasar para una cena tardía. Lo que tenía iba a ser suficiente para que esa noche cenaran las dos porque, por lo general, cuando Diana comía, comía poco. La mesura como objetivo. El equilibrio como virtud. La elegancia. Saliendo de la explanada pasó por un trecho en el que troncos de árboles caídos y ahuecados por la intemperie estaban profusamente poblados por hongos rojizos, pequeños resortes venenosos que le daban a ese sector impreciso del bosque el aspecto de una mullida alfombra. Aquella noche después de cenar, tres o cuatro semanas atrás, Diana había dado por terminada su relación. Queremos cosas distintas, dijo, tú no eres de cuestionar ni cuestionarte y yo no pienso entregarme así como así a la recomposición. Es mi vida, es mi cuerpo. Es mejor separarnos.

Sintió la primera gota como un saludo pero también como una advertencia. Aterrizó, apenas perceptible y al mismo tiempo definitiva, sobre el arco superior de su oreja. Nadia no detuvo el paso sino que aceleró, acaso sintiendo el ambiente enrarecerse. Veinte, treinta, cuarenta metros y el cuerpo era menos pesado y, al mismo tiempo, cada vez más ajeno, como si el decaimiento interno o un modo anfibio de la conciencia empezara a separarla de su yo material reduciéndola a ráfagas de pensamiento, una Nadia incorpórea y hecha de ideas que corría en paralelo a una Nadia corpórea e inconsciente y entregada al paisaje. Era extraña pero no desagradable esa sensación, empezar a despedirse de sí misma. Volvió a sentir vértigo. ¿Estaba preparada? Pensó que nadie nunca está preparado e intentó consolarse con la idea de que no había mayor gesto de amor que entregar el cuerpo para que sea recompuesto. Por lo menos le quedaba eso, un resto de fe en el futuro comunitario. Pero Diana… Los que trataban de contradecir a la Superficie eran borrados y recompuestos como animales al borde de la muerte, que inmediatamente morían y eran recompuestos en los mismos animales. Un castigo mitológico cíclico que le daba escalofríos.

Se internó por una brecha cercada por altos pastizales que se erguían humeantes y oscurecidos. La vegetación de ese sector estaba en ruinas, parecía haber sido calcinada por un golpe de fuego o por algún grave relámpago. Todo se mantenía en pie, el pasto y los brotes y los arbustos, pero la verticalidad era un teatro negro, un simulacro de cenizas que amenazaba con venirse abajo ante la primera ventisca. ¿Qué había pasado ahí? ¿Qué cosa había descargado su furia sobre la vegetación fulminada? Nadia tembló y se obligó a continuar el trote. Mientras nuevas gotas de lluvia aterrizaban sobre su espalda y sus hombros, pensó que el bosque era una gran boca que se cerraba.

Cuando llegaba al recodo después del que se formaba un claro, en cuyo centro se empozaba una vieja laguna, sintió el impulso de dar media vuelta. Sobre ella y a su alrededor caían gotas duras que Nadia reconoció como preludio de una tormenta. Pero siguió, su cuerpo desatado de la conciencia continuó dando pasos intercalados a ritmo sostenido y atravesó el recodo, recorrió el contorno de la laguna en la que se sumergían siglos de hojarasca, esquivó nubes de mosquitos que desafiaban las señales del aguacero y continuó por el sendero que se perdía entre un grupo de enormes robles. Ya algunas veces antes había hecho algo similar, prolongar la carrera por caminos nuevos en los barrios suburbanos. Pero sabía que esa tarde, mientras los truenos se hacían cada vez más cercanos y retumbaban como los gritos de un toro, inauguraba algo. ¿Qué era ese algo en la atmósfera? ¿La impotencia? ¿La felicidad?

Bajó el ritmo entre árboles tupidos cuyas copas parecían capaces de protegerla de la lluvia, pero a cada paso sintió el agua pesada sobre ella. El ambiente se había vuelto triste y el suelo estaba marcado por raíces tortuosas que sobresalían de la tierra como productos de una explosión lignaria. Cerró los ojos y se entregó al instinto. Siguió el único sendero visible entre la maleza, una línea de tierra que se adentraba en la espesura y que, mientras lo hacía, se volvía cada vez más delgada, menos definida, hasta que llegaba a un punto en el que se confundía con el resto del terreno, invadida por los mismos brotes, las mismas raíces, las mismas huellas y hojas muertas que lo invadían todo. Había algo allí. ¿Ardillas? Pequeñas y grises, se mordían rabiosamente la cara, destrozándose. Erguidas sobre las patas traseras, parecían componer un baile cruel en el que se herían a cada paso. Nadia las vio fugazmente y sintió un escalofrío. ¿Quizás Diana habría querido bailar con ella alguna vez? Cerró los ojos y siguió su carrera mientras las ardillas se mataban entre nubes de sangre que aterrizaban sobre la tierra mojada y, en seguida, se confundían con ella.

Un relámpago celeste y violento atravesó el cielo de arriba a abajo. Lo vio caer a doscientos metros de donde corría, rodeada de robles que se alzaban como arietes, y durante el largo instante en que partió en dos el final de la tarde, iluminándolo todo y cargando cada centímetro cuadrado de electricidad, el relámpago descubrió en Nadia un gesto complejo, júbilo y terror al reconocerse de carne y hueso, entera y plena de vida. Entonces escuchó un quejido, el grito infantil de una criatura, y vio que un cerdo salvaje trastabillaba detrás de un arbusto y salía a darle encuentro. Era un animal robusto, de patas fuertes y colmillos sucios, que luchaba por respirar entre quejidos, que jadeaba con la lengua afuera y los ojos turbios. Era desmesurado, casi imponente, pero parecía corrompido por algo que lo aniquilaba desde adentro. Lo vio dar tres pasos tentativos en su dirección, débil, confundido, como pidiéndole una ayuda que ya nadie podría darle, y mientras ella detenía su carrera el cerdo se derrumbó a sus pies. Nadia había visto, segundos antes, brillando en las pupilas del animal, el fulgor de una mirada conocida.

Tras un instante, en el que se preguntó por última vez si podría darse vuelta y volver a la ciudad, a su departamento lleno de cosas, y mientras la lluvia caía inmisericorde sobre el cadáver de la bestia, Nadia retomó el trote. ¿Qué había pasado con esa masa de músculo y de denso pelaje? ¿Había visto realmente detrás de sus ojos los ojos claros que amaba? No había mucha diferencia, el bosque era un territorio natural así que la muerte era ahí una cosa cotidiana. Cuando salió de la floresta notó que el camino se rehacía, era un estrecho sendero de tierra que se destacaba entre la maleza y conducía sus pasos hacia una hondonada llena de álamos. Durante unos instantes escuchó el zumbido de todos los insectos, los chillidos de todas las aves, el fragor de todos los truenos, el crujido de todos los árboles atravesados por el viento. Estaba empapada.

Salió de la hondonada jadeando y chorreante, aire caliente sobre aire frío sobre aire caliente sobre aire frío. La tormenta, anegando senderos y lindes, formaba pequeños ríos por todas partes. Ya no sabía bien qué estaba haciendo, perdía la conciencia y no entendía porqué no se daba la vuelta y volvía a la ciudad, al barrio, al edificio de departamentos en el que, imaginaba, la esperaba el futuro. Arbustos cargados de agua la cercaban mientras se disparaba su imaginación. Diana en el departamento, cenando con ella, bailando con ella, en la sala, en la cocina, en la vida. ¿Diana? Tuvo que contener una arcada. Diez o doce metros delante suyo, confundiéndose con el barro y el agua, una lagartija perseguía una cucaracha. Corrían formando estelas oscuras sobre la superficie, en zigzag, una tras la otra. La cucaracha trataba de permanecer a salvo pero Nadia supo de inmediato que no tendría chances. Todo se moría. La lagartija, como un látigo, la alcanzó tras un par de metros y se la metió en la boca. Cuando Nadia dejó de verla tenía la cucaracha atragantada hasta medio cuerpo, sus patas traseras todavía libres y moviéndose en el aire.

Seguramente había recorrido ya diez u once kilómetros. Tenía la ropa traspasada de agua y pegada al cuerpo, temblaba mientras los truenos retumbaban a su alrededor y la oscuridad se propagaba. Nadia, dejando de ser, sintió que si no daba la vuelta ese momento no podría volver nunca más, seguiría trotando indefinidamente, sin dirección o dirigiéndose hacia un punto lejano, hacia una idea, el lugar del bosque en el que el cuerpo deja de ser cuerpo para ser bosque, y con esa certeza continuó, un paso tras otro mientras la lluvia le cubría la cara. Dio la vuelta a un recodo, sintiendo que estaba en otro planeta y entonces, tras olvidarse, la vio. La figura parcialmente doblada sobre sí misma se apoyaba sobre un tronco de árbol, un escollo ante el que el agua se abría formando dos ríos breves. Nadia tembló de emoción y se largó a correr los metros que la separaban de ella, quizás treinta o veinte, y entonces solo diez, y después dos. Llegó junto al cadáver con el corazón desbocado e incluso antes de darle vuelta para verlo supo quién era, ella misma, reconoció su cuerpo, sus ojos abiertos, su cara contorsionada, como si el final le hubiera llegado a ese cuerpo, que era su cuerpo, en un momento de paroxismo, de intensa piedad. ¿Cómo podía ser lo que esa tarde era? Con esfuerzo, bajó del tronco, al que el agua cubrió inmediatamente, el cuerpo querido y maltratado por el decaimiento interno. Nadia se vio y la invadió compasión. ¿Valía la pena? ¿Debía entregarse la ciudad entera para que la Superficie pudiera seguir existiendo? El bosque volvía a ser lo que siempre había sido, una boca que se cerraba sobre el mundo. Se agachó y se dio un beso en la frente helada, tratando en vano de secar sus mejillas, que la lluvia volvía a mojar.

Ya no necesitaba más. Ya no necesitaba. Había ocurrido hacía muy poco tiempo, sin que lo notara, y no había sido doloroso. O, por lo menos, desde ese otro lado, ya no recordaba el dolor. Los árboles que la rodeaban eran tan altos, y el ambiente estaba tan opaco y cargado de agua, que no alcanzaba a ver dónde terminaban. Se vio minúscula y feliz, como una bailarina en miniatura. Uniformizó su respiración y les ordenó a sus piernas que siguieran una cadencia regular, que conservaran energías porque iba a continuar camino en ese sector que parecía nuevo. Trote. Silencio. Un penetrante olor vegetal y un matiz sexual le saturaron las fosas nasales. El vértigo y la ansiedad se combinaban en su carrera y hacían que salivara.

No había cielo en ese lugar, no había un límite desde el que caía el agua que después formaba una corriente. Solo una forma nueva que se dejaba ver en la lejanía, grotesca, antinatural en ese espacio natural, y que a Nadia le recordó una escultura. Lado a lado, dos sicomoros masivos, de troncos gruesos y petrificados, se erguían por varios metros antes de doblarse y chocar entre sí. Parecía como si, a mitad del camino de la vida, los sicomoros hubieran entrado en conflicto y hubieran decidido crecer uno contra el otro, las complejas cornamentas entrecruzadas de dos grandes alces. Las ramas enfrentadas, las hojas invadidas, la madera de uno que se confundía con la del otro, hacían de los gemelos una criatura monstruosa que sin embargo dejaba entrever algo radiante, la posibilidad de la continuidad o de la evolución. Nadia pensó que la evolución era una cosa tan cotidiana en el bosque, un inacabable ciclo de escapar, invadirse y prolongarse, que por lo general ni se la notaba. Sintió un último temblor de la conciencia. Se detuvo un instante a recordarse, a admirarse, quizás por última vez, frente a los sicomoros. Estuvo así uno o dos minutos, como si los ojos de la floresta no estuvieran todos sobre ella. Adiós, adiós, murmuró mientras retomaba el trote, primero lentamente y a pasos breves, y poco a poco de manera más franca, hasta que supo que corría.

Ya no necesitaba más. Ya no extrañaba su departamento de pisos de madera plástica, en los que la noche seguramente proyectaba sombras largas que se abrazaban. Todo estaba como debía estar, el bosque, la tormenta, sus pasos. Qué hermosa era la muerte. Se corrigió un mechón de pelo que se le pegaba a la cara y siguió su carrera, dirigiéndose a una masa de pinos de ramas copiosas, difusos como un horizonte, agitados por el viento.


© Sebastián Antezana | Relato inédito

Sebastián Antezana | México-Bolivia, 1982

Narrador y doctor en Estudios Romances por Cornell University. Siendo muy pequeño, se trasladó a Bolivia, país de origen de sus padres, y allí creció. Es autor de las novelas La toma del manuscrito (2008; Premio Nacional de Novela) y El amor según (2011), así como del conjunto de cuentos Iluminación (2017). Ha ejercido el periodismo cultural en la prensa boliviana y participado en antologías nacionales e internacionales.

Foto de autor: Archivo

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