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CÓSMICA CALAVERA #NoEsUnMundoOrdinario

Cuento

«99», por Tanya Tynjälä

No fue como en las películas, nadie se lo esperaba así.

Todo empezó con el gran descubrimiento del siglo: la cura para la gripe. De más está contar el revuelo, el Gran Premio, el orgullo que sintió toda la raza, invencible, dominándolo todo, con el mundo en sus manos… nada de eso importa ahora.

Pues la naturaleza tenía otros planes: el virus mutó con resultados catastróficos. Los violentos síntomas adicionales jamás observados hasta ese momento, sorprendieron a todos. Lo que empezaba como una gripe normal, degeneraba en solo horas dejando a los enfermos en un extraño letargo. Parecían no entender nada de lo que se les decía, tenían grandes dificultades para articular, la piel se les fragilizaba al punto de que la más mínima manipulación, les causaba laceraciones que no cerraban y, de las supuraciones, salía un espantoso olor a podredumbre. Ningún tratamiento daba resultado y los infectados seguían descomponiéndose día a día ante los desesperados ojos de sus familiares. Y luego estaba el hambre. El síntoma más angustiante de este nuevo virus era el apetito descomunal que poseían los afectados. Nada parecía calmar su hambre. Incapaces de hablar, solo se limitaban a pedir, entre gemidos y suspiros, más comida.

Pronto, la prensa amarilla habló de «zombis» y el pánico general se armó. Algunos encerraron a sus familiares en el sótano de la casa, otros los eliminaban cortándoles la cabeza (como los «expertos» aconsejaban). Fue un espantoso momento el vivido. Sin embargo, no duró por mucho tiempo.

Los enfermos manifestaban un hambre imposible de saciar, pero no les interesaba para nada comer el cerebro de sus familiares, ni siquiera tocaban a las mascotas. Así pues, el que era omnívoro antes de caer enfermo, seguía siéndolo y el vegetariano, igual. Los familiares fueron sacados de los sótanos y los que ya no tenían enfermos en la familia, preferían evitar hablar del asunto.

Pero el hecho de ser un virus muy contagioso igual hacía mirar a los infectados con miedo. Todos vivían acechando la más mínima tos del vecino, la más pequeña mancha sobre la piel. Y todos se desvivían por calmar el hambre de sus familiares enfermos. No trataban de atacarnos furiosos, no gruñían o arañaban, solo lloraban.

El llanto era insoportable, solo se calmaba cuando tenían la boca llena. Pronto, los víveres empezaron a faltar y no había territorio en el mundo que estuviese libre de la enfermedad. Nada de «ayuda humanitaria» para ningún país. Todos tenían suficientes problemas tratando de alimentar a su población.

Para colmo, el mal olor de los enfermos era inaguantable, parecía como si se descompusieran en vida. Eso hizo que algunos científicos volvieran a hablar de «apocalipsis zombi», aunque claro, nada igual a lo visto en las películas. Pero igual se puso en duda que los enfermos tuvieran vida y se habló de proteger a los «sobrevivientes». Total, si ya no estaban vivos, ¿por qué entonces sacrificar nuestros cada vez más escasos recursos en ellos? Alegando que igual eran una amenaza para el mundo, algunos gobiernos propusieron «eliminar» a los infectados. Muchas personas reaccionaron con violencia. Eran nuestros padres, hermanos, hijos de los que se hablaba, ¿cómo se atrevían a pensar en su eliminación? Entonces se optó por dejarle a la familia la decisión de qué hacer con sus enfermos. Unos entregaban por voluntad propia a sus «zombis», otros juraron ocuparse de ellos hasta el final.

Mi madre fue una de esas personas. Cuando papá se enfermó, aún se hablaba de zombis comecerebros, así que lo ató a la cama y se ocupó de él. Cuando se descubrió que los infectados no se habían convertido en monstruos asesinos, siguió atado. No solo porque ella temía que nos contagie (había que verla cubierta de pies a cabeza al ocuparse de papá), sino porque de otra manera lo teníamos dando tumbos por toda la casa, llorando para que le demos más de comer. Era

imposible razonar con él, no entendía nada de lo que se le explicaba, solo se limitaba a gemir señalando el refrigerador, que sus débiles manos ya no podían abrir. Ni siquiera se podría decir que era la sombra de lo que había sido, ya no quedaba más que un guiñapo humano, un cuerpo lleno de llagas malolientes, en donde las moscas ponían sus huevos sin piedad.

Ella trató por todos los medios de hacernos llevar una vida normal: no paraba de rociar desodorizante ambiental hasta el punto de causarnos alergia, y la radio estaba siempre al máximo para disimular el llanto de hambre. Sin embargo, la realidad nos golpeaba a diario. Nada evitaba el olor putrefacto, nada disimulaba los gritos de hambre.

Pero había que tratar de seguir viviendo, salir, trabajar y, sobre todo, llenar la despensa para calmar el hambre de papá. Al ir a comprar más víveres, siempre nos encontrábamos con alguien abandonado por su familia, pidiéndonos, a punta de gemidos, algo para comer. Y el camión militar al acecho, subiendo como perros callejeros a los infectados para llevarlos a «eliminar». Los trataban peor que a los animales.

O mucho peor que a ellos.

Y es que los verdaderos perros callejeros a veces se ensañaban con un pobre infectado, tan descompuesto que ya no podía caminar. Muy pocos se atrevían a ayudarlos por temor al contagio o porque en el fondo les aliviaba el hecho de que así había uno menos. Eso no impedía que hasta el final el pobre infectado llorara por comida, mirando con sus ojos inexpresivos a los sádicos que se detenían a ver el espectáculo, extendiéndoles la mano, pidiendo un bocado de pan. En esos casos, el militar que botaba de una patada al perro y rociaba el despojo humano con gasolina para luego prenderle fuego parecía ser la solución más piadosa. El fuego no parecía causarle dolor al desgraciado, el gemido no subía de intensidad, se mantenía monótono hasta el último suspiro… pidiendo comida.

La situación se volvió intolerable. Ni siquiera la noticia de que uno de cada cien individuos en el mundo era inmune a la enfermedad subió la moral de los sanos. Igual faltaba el alimento, igual los infectados olían mal, se descomponían poco a poco sin morir, y lloraban pidiendo un poco de comida.

Pronto se hicieron una especie de refugios para los «sanos», en donde solo se podía entrar luego de una estricta revisión médica. De mi familia, el único en caer enfermo fue papá. Mi madre, mi hermana menor y yo éramos inmunes. Nos obligaron a dejarlo, mi madre luchó, se resistió como pudo, pero, al final, tuvo que aceptar que no había otra salida: al igual que los otros infectados, cuanto más se descomponía, más hambre tenía papá, quería comer casi todo el día y no teníamos suficiente para nosotras. Ya no trabajábamos, porque nuestra ciudad, como muchas, se encontraba paralizada por completo. En todos lados había más enfermos que sanos. ¿Cómo mantener una economía así?

Los refugios son lugares en donde poder sembrar plantas, criar animales y, sobre todo, dejarles el tiempo de crecer con normalidad. Rodeados por un alto y grueso muro, podíamos recomponer la vida en la Tierra. Solo había que esperar a que los infectados, allá afuera, se descompusieran por completo.

¿Esa era la gran solución?

El muro no impedía el mal olor. Alguien propuso quemarlos en masa. Eso se hizo, hasta que otro reclamó de nuevo, respetar la dignidad de esos seres que antes habían sido nuestros familiares. Se dice que en otras comunidades se sigue con las incineraciones. Lo que no evita que al día siguiente, al otro lado del muro, pareciera ser que hay la misma cantidad, sino más, de infectados llorando por comida.

Si uno de cada cien es inmune, ellos siguen siendo mayoría. Pasará mucho tiempo hasta que desaparezcan, supongo.

Y aquí estamos, en nuestra prisión, rodeados por un muro, que a su vez está rodeado por un mar de muertos en vida. A veces pienso que mejor hubiera sido como en las películas, así no tendríamos remordimientos al matarlos, así quizá ya estuviese muerta y no me preocuparía el futuro. Y esperamos, como todos, esperamos a quemar el último infectado o a que sus cuerpos se conviertan en polvo.

Mientras tanto, el muro apenas si contiene el olor y el llanto.

…Si por lo menos el llanto se silenciara.


© Tanya Tynjälä | Del libro de relatos Exorealidades (Pandemonium Editorial, 2022)

Tanya Tynjälä | Perú, 1963

Es una escritora de ciencia ficción y fantasía radicada en Finlandia. Cuenta con estudios en pedagogía y una Maestría en Francés como Lengua Extranjera. Ha publicado, entre otros, los libros Humedad de las orillas (2000), La ciudad de los nictálopes (2003), Sum (2012) y Ada Lyn (2018). Su obra más reciente es la colección de cuentos Exorealidades (2022). Es también colaboradora de la edición en español del portal Amazing Stories.

Foto de autora: Archivo

Foto de encabezado: Priscilla Du Preez

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