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CÓSMICA CALAVERA #NoEsUnMundoOrdinario

Cuento

«Cucarachas blancas», por Gemma Solsona Asensio

Viento del este y niebla gris anuncian que viene lo que ha de venir.

No me imagino lo que va a suceder, mas lo que ahora pase ya pasó otra vez.

Mary Poppins, «Canción de Bert»


Cada día a las nueve menos veinte, tendida en el catre de mi cuarto, me como la uña del dedo índice. Al cabo de un rato, no sé si corto o largo, Mr. Bert —al abuelo no le gusta que le llame así— golpea tres veces en la puerta, y el reloj de hojalata, que conservo en un rincón de la mesilla, continúa marcando la misma hora. Yo ni lo miro, lo reconozco, dale que dale con mi dedito, con la vista fija en los manchurrones de humedad del techo blanqueado con cal. Un cuervo, un cráneo de muñeca, un trébol de cinco hojas —lo bueno de no haber visto nunca algo es que puedes inventarte lo que quieras—. Yo me imagino que esas siluetas pardas son como nubes, cambiantes, y le pongo nombre a sus formas. Los demás ven siempre lo mismo: paraguas, abiertos o cerrados. Aburridos paraguas intuidos en los posos del café, trazados con las salpicaduras de salsa de tomate en el mantel —las albóndigas con tomate pierden a Mr. Banks— o perfilados en las sombras que se forman tras la lámpara del salón, mientras Miss Banks dirige nuestras plegarias antes de que vayamos a dormir. Yo nunca los veo, los paraguas, en esas señales divinas a las que se refiere Miss Banks. Y tampoco es que haya visto nunca una nube, solo en las imágenes de cielos inertes que encontramos en los libros de la sala de papel. Mr. Bert afirma que él sí las vio, hace tiempo, aunque el tiempo no exista aquí dentro. Y me asegura que nadie podrá quitarme el don de reinventarme el mundo, que por eso soy su «vieja bruja». Y así, mientras sigo royendo, reinventando y adivinando lo que no existe, Mr. Bert entra. Nunca espera a que le abra la puerta y me pilla in fraganti. Ambos sabemos que lo hará, claro. Es así siempre. Y entonces me riñe y me dice que, si sigo con esto, comiéndome las uñas —bueno, los dedos— acabaré manca porque ya no tengo uña y solo puedo mordisquear la carne rosada de mi índice. La verdad es que tiene razón, mis pulgares son una bolita inflamada. Pero yo le respondo que entonces me reinventaré uno y que es mejor esto que contar las cucarachas que se escapan por debajo de la puerta, hacia el infierno. Y Mr. Bert —o como él prefiere que le llame, abuelo o chico vivo— se encoge de hombros y me dice que en algo hay que gastar el tiempo. Yo me encojo de hombros también, y remato nuestra primera conversación de la jornada, cuando son, todavía, las nueve menos veinte. «Ay, chico vivo, ¿y qué rayos crees que hago yo? Cómo quieres que gaste el tiempo, eh, ¿tragando los terrones de azúcar de Miss Banks?». Él se ríe, no puede evitarlo. Es el único que ríe aquí. Y, después, se arrastra con sus pasos lentos y cortos hasta donde estoy, se estira a mi lado y yo sé —pese a no verlo, porque sigo con los ojos fijos en el techo— que se lleva el dedo índice a la boca y lo mordisquea, igual que yo. Y que sonríe. Él siempre sonríe porque le gusta mostrar los cuatro dientes amarillos que sobreviven en su dentadura de abuelo. «Pues sí, vieja bruja, en algo tendremos que pasar el tiempo. ¿Sabes? Hoy desayuné sardinas en escabeche y conté treinta y una cucarachas, todas negras». «¿Ninguna blanca, chico vivo?», añado yo, sin dejar de roer el muñón que tengo por dedo. «Ninguna, hoy no. Volveremos a intentarlo mañana».

Eso pasa cada día. Sé que son días los que se suceden aquí dentro porque lo dice Mr. Bert, aunque repito que el tiempo no tiene tanta importancia cuando siempre haces lo mismo. Mr. Bert sabe muchas cosas interesantes, pero solo yo le hago caso, ya que los demás prefieren escuchar las plegarias y los sueños de Miss Banks y tragarse varios de sus terrones de azúcar para que todo sea más agradable. Al abuelo —a mí también me gusta llamarlo así, sí, qué le voy a hacer, a pesar de las miradas furiosas de Miss Banks— le quedan uñas todavía, y están tan negras como las cucarachas que cuenta con frenesí. Y, casi siempre, en algún momento, mientras estamos en mi habitación, a gusto, mirando manchas que son como nubes y degustando el manjar de nuestras uñas —negras las suyas; las mías, ínfimas y sanguinolentas—, escuchamos la retahíla de la divina Miss Banks en el pasillo: «chiminey, chimchiminey, chimchimcheree…». Es la oración que repite sin cesar tras el desayuno. Sabemos que es el desayuno porque así lo llaman ellos, Miss y Mr. Banks, y es lo primero que hacemos al despertar. Cuando abrimos los ojos, sentimos un dolor de estómago atroz, tan, tan terrible que solo queremos salir corriendo hasta la sala común. Yo intento resistir un ratito, no sé cuánto, porque mi reloj de hojalata sigue marcando las nueve menos veinte. Es la única forma de no coincidir con nadie.

No me caen bien los demás, solo el abuelo, que es divertido y cuenta cosas increíbles, muy distintas a las de Miss y Mister Banks. Si logro aguantar un poco, llego tarde a la sala común y así estoy sola, porque hasta el abuelo ha desayunado ya. Y devoro, en silencio y con ansia, la lata de sardinas que lleva mi nombre —en ocasiones son verduras en bote o un plato de garbanzos o de atún, según el humor de Jane, que es quien se encarga de abrir y adjudicar las latas del desayuno—. Después trago, sin respirar casi, el vaso de agua que me corresponde. Esta es la primera de las dos comidas que hacemos, un día tras otro, un día tras otro. Mr. Bert dice que antes podías comer muchas más veces, tantas como te diera la gana.

Que no solo había latas y albóndigas con tomate —que salen de una lata, aunque Mr. Banks diga que son una delicia—. Y que el desayuno se hacía por las mañanas, cuando el sol se asomaba en el cielo. Mas ahora no hay sol, ni luna, ni lluvia. Eso es lo peor. No tener lluvia, porque desapareció hace mucho, es lo que afirman Miss y Mister Banks, y eso fue el fin de todo. Por eso, ahí afuera, en el infierno, solo hay fuego, y luz que ciega y abrasa. Y hasta que la mujer prometida no regrese y baje del cielo, con su maletín mágico y su paraguas negro y divino, y nos traiga la lluvia y devuelva las nubes y el sol que templa pero no hierve, debemos permanecer aquí, esperando, protegidos y encerrados. Es lo que asegura Miss Banks, con el beneplácito de Mister Banks, y de los otros: Jane, Michael, Tío Albert y Almirante Boom. No somos muchos los elegidos, rebautizados en el nombre de la mujer del paraguas. Miss Banks sostiene que ya nada de lo que fuimos importa —a mí no me cuesta, la verdad, eso de que no me importe lo que fuimos, si no recuerdo nada. Y Mr. Bert dice que es porque, cuando todo acabó, yo debía ser solo una «renacuaja»—. Miss Banks también nos garantiza que ella, la mujer del paraguas negro, la misma que anunciaron el viento del este y la niebla gris, regresará a por nosotros, algún día. Y con ella, volverá la lluvia. Y que, entonces, saldremos de aquí. Mientras tanto, solo nos queda esperarla, hacer caso a Miss y Mr. Banks y rezar, recordando sus oraciones: «la peor medicina con azúcar gustará…», que es la favorita de Mr. Banks; el «dan dilidili dan diliday, dan dilidili dan diliday…», que prefiere Miss Banks; o el «chimchiminey, chimchiminey, chimchimcheree…» que escuchamos una y otra vez tras desayunar. Todo esto es lo que nos repite siempre Miss Banks, nuestra profeta, que las tararea sin apenas descanso mientras ofrece sus sagrados terrones de azúcar.

Cuando Mr. Bert y yo estamos en paz, tras el desayuno, tumbados sobre mi catre, no nos gusta pensar en las plegarias y sueños de Miss Banks. A mí tampoco, qué le voy a hacer. Por eso, en el instante en el que la escuchamos, a ella, a Miss Banks, taconeando y salmodiando arriba y abajo en el pasillo, el abuelo deja de sonreír y arruga la nariz. Y masculla que él prefiere encomendarse a las cucarachas blancas. «Cada uno debería creer en lo que prefiera, vieja bruja, hazme caso. Sobre todo si ya no nos queda nada». Mr. Bert defiende que las cucarachas son muy listas y él ha decidido pensar que son ellas las únicas que saben la verdad. «¿Has visto alguna vez una cucaracha blanca? Yo sí, antes de que pasara todo… esto. Salió corriendo de debajo del fregadero de mi cocina. Entonces, vivía solo y tenía mi propia cocina, no un vertedero lleno de latas como lo que hay ahí arriba. Eso sí, no fue muy agradable verla deslizarse por el mármol y trepar hasta la ventana. Las cucarachas nunca lo son, agradables, digo. Y menos si son blancas, casi transparentes. Pero estoy convencido de que esa cucarachita repugnante sabía lo que iba a pasar y por eso se largó. Así que yo pienso buscar esa señal, mi pequeña cucaracha blanca, que me dirá cuándo es el momento de escabullirme, de huir de este infierno, mi vieja bruja». Yo le recuerdo, entonces, que el infierno está afuera, que es lo que dicen Miss y Mr. Banks, y que no existen las cucarachas blancas, porque aquí tenemos muchas, pero todas negras. Y que además en las ilustraciones de los libros usados tampoco he visto ninguna. «Vieja bruja, hay muchas cosas que no has visto y sin embargo sabes que existen o existieron. Y te reitero que vi una cucaracha blanca y que mudó su caparazón, como las serpientes cambian su piel. Y que por eso escojo creer en mi cucaracha blanca, que sabrá sacarme de aquí». Entonces se queda pensativo, como lejos de mí, y yo le agarro del brazo, no muy fuerte, para no hacerle daño. «Mhm… tampoco hay aquí serpientes, pero yo escojo creerte, chico vivo». Y él sonríe de nuevo. «Por suerte no tenemos serpientes, vieja bruja, que son hermosas, sí, y también traicioneras, y asesinas. ¿Vamos a buscar una entre los libros?». Y yo, un día tras otro, asiento y salto de la cama, corro a la puerta y engancho mi oreja al acero, para escuchar si la cantinela de Miss Banks se ha alejado lo suficiente y sus «chimchiminey» y terrones de azúcar están ya en la otra punta del corredor. Por lo general, así es. Y, entonces, nos escapamos como dos gatitos traviesos. Sí, una vez tuvimos uno, y sé que son traviesos, y que por eso el nuestro, el rufián Grubbs, se fue. Miss Banks asegura que herviría en el infierno, mas el abuelo me da un pellizco suave en la mejilla y murmura que se escapó, como las cucarachas, porque era muy listo y que él, de infierno, solo conoce este. Y yo, pues prefiero hacer caso al abuelo, sí… qué le voy a hacer.

El abuelo, Mr. Bert, es un como un diminuto duende, frágil, y su edad es imprecisa. Lo sé, lo de cómo eran los duendes, porque tenemos algún libro en el que aparecen dibujos que los muestran arrugados y verdes como las hojas de nabo resecas que guardo en un cajón de mi mesilla. Tengo también otros tesoros curiosos ocultos ahí dentro. Un viejo número de lotería que encontré en las páginas de la enciclopedia; una cinta blanca y roída —Mr. Bert cuenta que esos agujeros minúsculos son la única huella que dejó un ratón que fue, quizás, el último de su especie—; un diente de leche del pequeño Grubbs… No sé, cosas por el estilo. Y este cuaderno, claro, en el que escribo, y que Mr. Bert ha llenado con sus dibujos de cucarachas, blancas y negras. Sí, Mr. Bert, el abuelo… Yo opino que su piel es como las hojas resecas del nabo. Él afirma que, antes, la gente le hubiera dicho que su piel está así, chuchurrida y acartonada, a causa de los años inútiles que se le han echado encima y lo encorvan hacia el suelo. Y que yo ya soy casi una mujercita. Pero aquí no existe el tiempo, no importa si es ayer, hoy o mañana, si te ocurrió algo interesante o no hiciste nada. Mr. Bert insiste en que el tiempo no tiene sentido cuando todo permanece. Y que al menos así podemos jugar con los años, a nuestro antojo. Que eso no nos lo quitará nadie, ni la mujer del paraguas, ni Miss Banks. Y eso me gusta, sí, sobre todo ahora que escribo estas líneas y estoy un poco triste, aunque no quiero pensar en eso, no, no todavía. Solo en el abuelo, que me asegura que tiene nueve, casi diez años, y que por eso él es el «chico vivo». Y yo le prometo que cada día cumplo mil doscientos veintiséis años, que es mi número de la suerte, porque es el que aparece en el viejo décimo de la lotería que hallamos en las páginas de la enciclopedia. Y él sonríe y musita que, justo por eso, porque nadie más aquí es capaz de jugar, inventar y disfrutar como nosotros, él será siempre mi «chico vivo» y yo su «vieja bruja». Adoro a Mr. Bert, al abuelo y… no, no quiero pensarlo, no todavía…

Sí, quizá por eso, porque yo soy su «vieja bruja», me toca ir delante en nuestras incursiones a la sala de papel tras el desayuno. También debe ser porque soy ágil como un gatito, tanto como el pequeño Grubbs, al menos. Y porque tengo mejor oído a la hora de detectar si Miss Banks y sus plegarias se encuentran ya lo suficientemente lejos o en el piso de arriba —Mr. Bert está cada día más sordo, aunque no es algo que le importe mucho si puede seguir contando y vigilando cucarachas—. Con sigilo, yo salgo de mi cuarto y escucho. Y cuando Miss Banks no es más que un siseo lejano, miro a Mr. Bert y le hago una señal para que se acerque, y le tiendo mi mano y él la agarra con fuerza. Y, sigilosos, bajo la luz amarilla de los reflectores del techo que me parece que nos espían, andamos hasta la escalera de caracol que conduce al sótano, a nuestra sala de papel, donde pasamos muchos de nuestros ratos favoritos Mr. Bert, bueno, el abuelo, y yo. Juntos, poco a poco, bajamos las escaleras hacia nuestro particular refugio en este tubo de lata y hormigón que los otros llaman hogar y del que el abuelo y yo solo salvaríamos la sala de papel. Todos la denominan así, incluso Miss y Mister Banks, porque sus paredes están forradas con fotos de revistas antiguas y los libros que consiguió salvar Mr. Bert están por todos los rincones —son los libros del abuelo, porque él los trajo, de eso estoy segura, ya que nadie más, a parte de mí, muestra interés por sus libros usados—. Papel viejo, papel gastado, papel por todas partes. Creo que la sala es casi circular, pese a que a veces nos cueste percibir su forma real, entre tantos papeles y libros.

Los recortes de revistas forran las paredes, de arriba abajo, y unos ojos verdes nos miran a nuestra izquierda, una sonrisa roja nos observa a la derecha y unas piernas enfundadas en medias de seda nos apuntan desde un rincón. Me hubieran gustado las medias de seda, sí, parecen tan suaves… El papel de las revistas también lo es y me gusta recorrer los trozos que forran las paredes con mi dedo «bolita», reinventándome para Mr. Bert historias de esas personas de papel que nos vigilan con miradas congeladas y rostros eternos. Cuando me canso, cogemos uno de los viejos libros que hay esparcidos por el suelo, casi siempre uno de los tomos de la enciclopedia. Nos faltan algunas letras: la h, la z y la i, pero eso no nos importa demasiado. Y seguimos contando historias: «Hoy visitaremos Tanzania, chico vivo, allí había serpientes». «Hoy nos inventaremos Finlandia». A veces le pregunto a Mr. Bert por antiguos países, lugares que nunca he visto. Y por personas y animales que no llegué a conocer nunca. «Chico vivo, cuéntame cómo eran los macacos de Japón, y sus elefantes, y las ballenas y las sirenas japonesas». Mr. Bert se ríe, otra vez, y me contesta que en Japón no había elefantes, que apenas quedaban ballenas en ningún sitio y que las sirenas no existieron nunca. Yo le doy un pescozón cariñoso —nada que ver con los que me da Mister Banks si me distraigo mientras oramos, antes de acostarnos— y le respondo: «Ay, chico vivo, yo no los he visto, ni a los elefantes, ni a las ballenas ni a las sirenas, así que todos pueden existir para mí, si yo lo quiero, que por eso soy tu vieja bruja». Pensativo, el abuelo asiente y seguimos con la nariz enganchada a los libros, observando mapas, repasando fotografías desvaídas de lugares que me parecen tan mágicos como la mujer del paraguas. Más tarde o más temprano, que aquí siempre son las nueve menos veinte, le hago la misma pregunta: «Chico vivo, ¿crees que la mujer del paraguas existe?». Y el abuelo murmura: «Vieja bruja… es tan real como los elefantes o las sirenas». Por eso no nos cuesta demasiado llegar a un acuerdo: «Mhm… entonces sí, chico vivo, ella existe, y las sirenas y los elefantes existen, porque es muy aburrido creer solo en lo que una ha visto». «Tienes razón, vieja bruja, mas ya sabes que yo prefiero creer en las cucarachas blancas». Lo de contar cucarachas es algo que Mr. Bert solo me confiesa a mí, porque sabe que los demás, todos, consideran que no se debe hacer. De hecho, aquí, hay que guiarse casi siempre por las cosas que no hay que hacer: no hay que contar cucarachas, no hay que bajar al sótano, no hay que buscar la cucaracha blanca… Sin embargo, parece que todos hacen la vista gorda sobre las cucarachas: con Mr. Bert porque Miss Banks opina que es un viejo loco e insiste en que algún día tendrá su merecido; y conmigo porque dice que no soy más que una chiquilla y que ya entraré en razón, aunque yo insista en que tengo mil doscientos veintiséis años. Cada día —bueno… al menos en algún momento de lo que para nosotros es un día—, Almirante Boom viene a buscarnos a la sala de papel. No entra nunca y repite que nada se le ha perdido en nuestro refugio. El abuelo susurra que a Almirante Boom, que para mí sí que no es más que un niño tonto, le gustaría poner sus pies sucios en el refugio —es que siempre va descalzo, porque los zapatos que tenemos en el almacén le van demasiado grandes aún—. Parece ser que Jane y Michael, que fueron sus padres, le prohíben que se junte con el abuelo y, sobre todo, que escuche sus historias blasfemas. Prefieren que pase el día durmiendo, con los terrones de azúcar de Miss Banks, o que cante con ella su «dan dilidili dan diliday…». Mas Miss Banks lo sienta a mi lado durante la cena y en las plegarias y le ordena, siempre, que vaya a buscarme a la sala de papel. El pobre se limita a dar golpecitos suaves en la puerta, porque tiene miedo de nuestro refugio y de nuestras historias. Y, como un ratón asustado, sale corriendo después, sin hacer ruido y sin mascullar un solo «dan diliday»; pobre Almirante Boom.

Así nos enteramos de que ha pasado otro día y que nos espera la cena, aunque mi reloj de hojalata y el de pulsera que guarda Mr. Bert en su bolsillo continúen marcando las nueve menos veinte. Los dos subimos despacio y los otros, Miss y Mr. Banks, Jane y Michael, Tío Albert y Almirante Boom nos observan, sentados alrededor de la gran mesa redonda de la sala común, con sus platos echando tanto humo como la mirada de Miss Banks, que sabe que hemos gastado el día entero en la sala de papel y no nos hemos tragado ni uno solo de sus terrones de azúcar, que ayudan a dormir y a que todo sea mucho más agradable —en su opinión, claro—. A mí me parece un camaleón, que los he visto en la enciclopedia y tienen sus mismos ojos saltones que miran a todos sitios y parece que no se cierran nunca. Además, Miss Banks también se camufla como los camaleones, entre las paredes pardas de nuestro mundo, y lo ve y lo sabe todo. Y se lo cuenta después a Mr. Banks, rápida y sigilosa, igual de traicionera que las serpientes de las que me habla Mr. Bert. Y disfruta cuando Mr. Banks te da un pescozón, fuerte y que hace daño, cuando menos te lo esperas. Los demás, Michael y Jane, Tío Albert y Almirante Boom, tienen ojos adormecidos, y hasta mansos, incluso si aparentan estar enfadados porque se les ha enfriado un poco la cena y Mr. Banks les dice que es por culpa nuestra. Mr. Bert afirma que es por los terrones, lo de los ojos mansos. Después de la sopa y las albóndigas en lata —no sé qué hará Mr. Banks cuando se nos acaben esas latas… Mr. Bert opina que eso sí será el fin del mundo—, Miss y Mr. Banks se levantan para dirigir la plegaria alrededor del viejo paraguas negro que es una auténtica reliquia de la dama que bajó del cielo. Y entonces canturreamos la última canción del día «… que la peor medicina con azúcar gustará, lo amargo quitará, sabrosa les sabrá…» mientras la profeta, Miss Banks, se acerca a cada uno de nosotros y nos entrega un terrón de azúcar divino para que nos ayude a dormir hasta la hora del desayuno. Este último terrón no me lo salto nunca porque es agradable descansar también, un poco, y no pensar en nada. Creo que hasta el abuelo se lo traga, o al menos un buen trozo, sin rechistar. Sin embargo, yo sé que, con sus ojos de chico vivo, continúa escrutando el suelo, contando cucarachas, buscando su cucaracha blanca, hasta que le invade la gloria de la modorra feliz y confortable. Y así, mientras todos saboreamos con fruición nuestro terrón de azúcar, Miss Banks narra sus últimos sueños, que son siempre muy aburridos porque en ellos aparecen muchos paraguas, como el negro, la reliquia sagrada, y como los otros, los descoloridos que guardamos en el almacén, junto a las conservas y otras cosas valiosas para Miss y Mr. Banks. De cuando en cuando, en los sueños aparecen también chimeneas humeantes, un maletín lleno de cachivaches singulares y otros símbolos que solo Miss Banks logra descifrar. «Bienvenidos al fin del mundo. Hoy soñé con margaritas y cerezas en el sombrero de la divina señora; con chaquetas de rayas blancas y naranjas; y con paraguas, muchos paraguas negros, que descendían entre nubes grises y lluvia». La verdad es que, muchas veces, no comprendemos nada de lo que dice. Sin embargo, desde que se estropeó el viejo tocadiscos, los otros solo tienen las historias sagradas de Miss Banks. Sin embargo, yo tengo… sí, sí, tengo al abuelo. Y, bueno, pues tras la cena, escuchándola, nos invade el sueño —por el terrón de azúcar también, que es mágico y hace que se nos cierren los ojos—. Y así, medio anestesiados por las visiones de paraguas y de la mujer que bajó del cielo, nos arrastramos a nuestro cuarto hasta el día siguiente. Solo Mr. Bert aguanta un poco más cuando no se lo traga entero y, alguna vez, antes de que me atrape el sueño, lo pillo con los ojos fijos en el suelo. Miss Banks lo pilla también, nada se escapa a sus ojos de camaleón-serpiente. Y toda ella echa humo, como las chimeneas de sus sueños. Pero el abuelo ni se da cuenta y, feliz, sigue buscando a su cucaracha blanca y contando las negras, «veinte, veintiuna, veintidós…» sin pronunciar ni una sola de las divinas palabras: «… que la peor medicina con azúcar gustará…».

Sí, eso pasa siempre. Cada día. Y es que nada cambia aquí. Llevo un rato, no sé cuánto, escribiendo esto y Mr. Bert, el abuelo, no ha entrado por la puerta. Y son las nueve menos veinte, claro. Creo que hace mucho que he despertado y me dolía el estómago, eso no ha cambiado, así que he subido a engullir mi lata, que hoy era de garbanzos. Después me he mordido el dedo índice esperando a Mr. Bert. Pero no ha llamado a la puerta. Y tampoco he escuchado a Miss Banks y sus «chimchiminey» en el corredor. He salido entonces y he recorrido los pasillos oscuros y los cuartos vacíos y no he encontrado a Mr. Bert en el suyo, y tampoco a nadie durmiendo, gracias a alguno de los terrones de azúcar de Miss Banks. Por el ruido de voces que murmuraban me he percatado de que todos estaban arriba, alrededor del paraguas sagrado, y eso que no habíamos cenado todavía las albóndigas con tomate, porque apenas habíamos acabado de desayunar. Eso creo. Como tengo buen oído, no como el abuelo, me he quedado quieta y he escuchado lo que decían, todos menos el abuelo, que tampoco estaba con ellos.

—¿Se llevó algún paraguas? —ha preguntado Jane.

—No, ninguno —ha respondido Michael con voz triste.

—Insensato —ha dicho furioso Mr. Banks. Y los demás, Jane, Michael, Tío Albert y Almirante Boom han asentido «sí, sí, sí…» y repetido «insensato, insensato, insensato…», todos a una como si fueran un eco de Mr. Banks—. Salir ahí afuera, a ese infierno, sin un solo amuleto de la divina dama que bajó del cielo. Morirá en un día. Quizá dos o tres, como mucho. Es lo que tardará en hervir como una de sus malditas cucarachas en el agua de una tetera humeante.

—¡Oh! Pero las cucarachas no tienen ojos, ni lengua… ¿eso es lo que arde primero, verdad, Miss Banks?

—Mhm… todas las partes blandas lo hacen, querido Tío Albert, cuando llega el punto de ebullición. Y estalla el cráneo, el tórax, el abdomen…

Entonces me ha parecido escuchar un gemido del pequeño Almirante Boom, pobre Almirante Boom. Y, después, el siseo de Miss Banks, de nuevo, acallando los murmullos y las lamentaciones.

—¡Chist! No llores, Almirante Boom. Es un castigo merecido para ese incrédulo. ¡Ignorante, blasfemo y apóstata! Eso es todo lo que era ese viejo loco. Mejor así, creedme. Ha tenido… tendrá, lo que se merece. A la chica le metía demasiadas tonterías en la cabeza. Y tú, Almirante Boom, deberás consolarla, ella no es ninguna niña y… tendrá que madurar y obrar según los preceptos de nuestra dama del paraguas. No se hable más. Chimchiminey…

«Chimchiminey…», han susurrado todos, entonces. Y yo me he tapado las orejas fuerte, muy fuerte, y he salido corriendo y me he metido aquí, en mi cuarto, y he empezado a escribir en el cuaderno, en los trozos libres de papel en los que el abuelo no ha dibujado alguna cucaracha. Ahora siento la cabeza a punto de explotar, como si estuviera invadida por cientos, miles, de cucarachas negras que me repiquetean dentro con sus patitas de alambre y también susurran: Mr. Bert, chimchiminey, Mr. Bert, chimchiminey… ¿Se fue? ¿Adónde? Mr. Banks ha dicho que salió ahí afuera, al infierno, pero yo pienso en lo que asegura el abuelo, que el infierno es esto. Me esfuerzo en recordar si la última vez que lo vi dijo algo distinto, si confesó que había visto a su cucaracha blanca, si ella le ha mostrado la salida o si se tragó entero el terrón de azúcar… ¿Cuándo fue la última vez que hablé con el abuelo? Mas el tiempo no existe, aquí no, es lo que el abuelo me ha enseñado. De hecho, mi reloj de hojalata sigue marcando las nueve menos veinte, como siempre. Y quizá, en unos instantes, llamará a la puerta y dará sus tres golpecitos. Y yo me comeré el dedo índice hasta hacerme sangre. Y él me dirá que no lo haga y después… Sí, sí, debo hacerle caso: nadie puede quitarme el don de reinventarme el mundo, yo soy su «vieja bruja». Buscaré a la cucaracha blanca, sí, prefiero creer en ella y en el abuelo, qué le voy a hacer. Y reinventaré lo que ha pasado para que él, el abuelo, mi chico vivo, siga aquí, conmigo, siempre.


© Gemma Solsona Asencio | Del libro de relatos Blancogramas (InLimbo Ediciones, 2021)

Gemma Solsona Asencio | España, 1977

Nació en Barcelona. Es licenciada en Comunicación Audiovisual y profesora de Escritura Creativa. Ha publicado los libros de relatos Valguamar, cuentos de lugares amores y difuntos (2009, junto a Tebu Guerra), Maullidos (2016), Casa volada (2019), Blancogramas (2021) y Brujas blancas, hadas negras (2021, con ilustraciones de Judit García-Talavera). También ha participado en las antologías Barcelona Gótica (2016), Monstruari (2018), Más macabras (2019) y Arquitecturas inquietantes (2021).

Foto: Isabel Wageman

Foto de encabezado: Reid Zura

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