Connect with us

Buscar

CÓSMICA CALAVERA #NoEsUnMundoOrdinarioCÓSMICA CALAVERA #NoEsUnMundoOrdinario

Cuento

«Barrancas», por Ricardo Hernández Pereira

Ya habíamos cavado medio metro cuando encontramos la camisa. Luis dijo que se le hacía familiar y seguimos cavando para ver si hallábamos el pantalón o algún zapato. Después de cavar otro medio metro, nos dimos cuenta de que ese no era el lugar indicado. Quizás esté más abajo, dijo, y derrapamos por la ladera hasta llegar a una enorme piedra que tenía en su lomo una serie de figuras extrañas. Hice el intento por descifrar algunas, pero no les hallé ningún sentido, por lo que concluí que eran marcas primigenias de la roca. Luis hundió el pico a la derecha de su base y, otra vez, comenzamos a cavar. Como a un metro nos topamos con unos tacones que habían sido blancos: uno de los zapatos seguía unido al talón por una cincha, y por el color de los dedos y el hedor que despedían, supusimos que aquel enterramiento había sido reciente.

Probemos más abajo, dijo.

Eran más o menos las cinco y media y las nubes arruinaban el atardecer. Le dije a Luis que no nos iba a alcanzar el tiempo, que ya se sentía un viento de lluvia, pero él dijo que no nos íbamos a ir hasta encontrar a Roberto. Habían pasado diez meses desde la última vez que lo vimos. Íbamos camino al centro de la ciudad cuando lo hallamos una mañana en la parada del autobús, cerca de Los 400. Luis lo subió al carro y lo llevamos hasta la universidad jesuita, porque ese día, se suponía, iría a graduarse. Roberto fue siempre un ratón de biblioteca, de esos que leen a Roque y a Lorca, y que sueñan con volverse escritores. Yo lo envidiaba por eso. Nunca fui tan inteligente como él; y cuando hablábamos de libros las noches que nos juntábamos a chupar en casa de Luis, nunca me sentí con la capacidad de rebatir sus argumentos sobre alguna obra o autor. Una noche, particularmente, se puso a hablar sobre la obra de Salarrué. Habló sobre un cuento llamado «La botija», sobre la historia de un indio que se pasa los días escarbando entre los arados, removiendo la tierra, con la esperanza de hallar algún tesoro, pero que al final no encontró ni mierda. Roberto dijo que ese era un mal cuento.

A mí no me lo parecía. 

Comenzamos a cavar más abajo, donde había un lecho de hojas y ripio. Después de un rato de no hallar nada, le dije a Luis que mejor nos fuéramos. ¡Andate vos si querés!, me gritó, y hundió con más rabia el pico entre la basura. Me puse a dar vueltas mientras me espantaba los insectos que me picaban, y recordé la vez que, hace tiempo, fuimos a la playa con todas las familias del pasaje. Andábamos quizás por los siete años. Recuerdo que fuimos sólo Roberto y yo. Luis no pudo, porque su familia haría algo durante aquellos días. Fuimos al Cuco, y la playa nos pareció la más hermosa que hubiéramos visto antes. Nos metimos al agua, comimos pescado, jugamos en la arena. A media tarde, mientras nuestras mamás tomaban cerveza con los demás vecinos, nos encontró la noche enterrándonos y desenterrándonos en la arena. Yo le echaba el balde en el pecho, llenándolo completo, hasta taparle los ojos y la nariz. Entonces, Roberto se quedaba un rato sin respirar, aguantaba el aire y después rompía la capa de arena negra que lo cubría, gritando que acababa de resucitar. También envidiaba eso de él: su manera de sonreír, de cómo disfrutaba ciertas cosas.

En eso, Luis me gritó ¡Mirá!, y vi dentro del hoyo algo parecido a una cabeza humana. Tenía el pelo hirsuto, negrito, y un agujero lleno de lo que parecían coágulos cerca de la zona occipital. Nos pusimos a escarbar con cuidado, removiendo la orilla con los dedos y lanzando los terrones de tierra a los lados. No llevábamos más de dos minutos en eso cuando un trueno rompió el silencio y las primeras gotas de lluvia comenzaron a caer a golpe de machetazo. Salí del zanjo y me arrimé a un guarumo. La lluvia se filtraba entre las ramas, unas más largas que otras, quebradas, pandas, tan encorvadas que daban la idea de ser los brazos de un hombre viejo. Ahí las gotas rodaban por las hojas, y caían pesadas una tras otra, haciendo un sonido hueco contra la tierra. Después de un rato, Luis emergió del hoyo cuando vio que era por gusto luchar contra la lluvia. ¡Total y siempre nos vamos a mojar!, dijo, molesto. ¿Estás seguro de que le vamos a avisar a la mamá?, le pregunté, al tiempo que miraba mis zapatos llenos de lodo. Se lo merece, contestó, aunque sea dejarle una nota o algo así para que lo encuentre.

Vi el hoyo y deseé que fuera él, que estuviera ahí, recostado en lo que quedaba de sus huesos, en esa cama de tierra donde pudimos haber estado Luis, o yo, o cualquier otra persona que se aficionara por los libros y por hablar de más sobre lo que ocurría en el país. Padres, madres, hijos, nietos: tesoros que alguien más tendría que desenterrar más tarde.

Una corrientilla de lodo comenzó a bajar por la pendiente y noté que la quebrada también se comenzaba a llenar. Roberto no era un mal tipo, dije. Ninguno de nosotros lo era. ¿Qué más podíamos hacer aquí? Y se me vino a la mente el ruido de la repunta, la bulla de la reventazón arrastrando árboles, rocas, lodo, basura, y me di cuenta de que teníamos que salir de ahí, de aquel hoyo, porque en cualquier instante el río nos engulliría cuando arreciara la tormenta.

—Subamos —musité, y al segundo, subimos.


© Ricardo Hernández Pereira | Relato inédito

Ricardo Hernández Pereira | El Salvador, 1985

Editor, narrador y docente. Es autor de Soft machine (2021); ganador del IV Premio Nacional de Literatura ‘José María Méndez’ en la rama de cuento con Los lugares que abandonamos (2024) y de los XXIX Juegos Florales de Sensuntepeque 2024, Cabañas, con la colección de relatos La ciudad en los ríos. Es también fundador de Pantógrafo Editores y creador del podcast literario BibliófilosSV.

Foto: Archivo

Foto de encabezado: Cherry Laithang

Cuento

Milenios en el futuro hay una exposición que está presente de manera simultánea en los museos de Cebú, Roma, Singapur y cada ciudad-estado que...

Cuento

¿Por qué debía volver a la madriguera? Hay una razón por la que los fugitivos nunca regresan a la prisión, la misma por la...

Cuento

…esos como ruidos destemplados cada vez más fuertes, intolerablemente fuertes y violentos como una agresión, envolviéndolos, ahogándolos… Amparo Dávila El zumbido del timbre te...

Cuento

Estamos horriblemente solos, me dijo, apoyado en el marco de la puerta. No entendí que me abandonaba hasta varios días después. No me enojé...