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CÓSMICA CALAVERA #NoEsUnMundoOrdinarioCÓSMICA CALAVERA #NoEsUnMundoOrdinario

Cuento

«Eterno», por Verónica Cervilla

¿Por qué debía volver a la madriguera? Hay una razón por la que los fugitivos nunca regresan a la prisión, la misma por la que Jara había tomado el tren sin avisar a nadie la primera vez. Sin embargo, allí estaba, mirando pasar los olivos como una película, señal de que ya llegaba a las tierras del sur.

El caserón no había cambiado nada. El portalón que lo resguardaba seguía pesando lo mismo y las paredes continuaban tan blancas como sus plantas de los pies. Así debía ser cómo se sentiría un viaje en el tiempo. Los perros dormían en sus casetas. Se percató de que los tractores no estaban y las camionetas tampoco, por lo que todos habían llegado antes que ella y ya se habían puesto en camino. ¿Se habían olvidado de que esta vez sí acudía a la cita anual?

Adentro olía a una lumbre apagada no hacía mucho y a chocolate. Las maletas seguían desperdigadas en la entrada, los zapatos embarrados en fila delante de la escaleras y una tenue luz encendida en la cocina. Allí la recibió una nota: «Teníamos que empezar. Cuida del abuelo. Que no se quite la mascarilla».

No solía llegar tarde, pero se alegraba de haber sido la última en aparecer y posponer un poco más el reencuentro, los abrazos y los reproches. Ya habría tiempo de prepararse para eso más tarde.

Se quitó los zapatos y los dejó junto al resto. El suelo de madera crujió bajo sus pies mientras subía las escaleras. La puerta de la habitación del abuelo estaba cerrada, algo inusual, así que se asomó. Lo hizo porque todo estaba demasiado en silencio y eso en las tierras del sur asustaba, pero en esa casa era aún peor. Aliviada, expulsó todo el aire en un suspiro al ver que su abuelo aún respiraba. La máscara de oxígeno le cubría casi toda la cara y no dejaba ver aquellos enormes ojos que habían sido testigos de tanto. Observó un momento lo que para ella era una habitación desordenada, atestada en su mayor parte de recuerdos inservibles. Fotos, recortes de periódicos, figuritas, juguetes antiguos…  Retazos de una vida que ya no existía.

A Jara le costaba comprender por qué algunas personas se empeñaban tanto en aferrarse a objetos inútiles, como si eso reemplazara lo que se había marchado. La puerta chirrió cuando hizo un ademán para marcharse.

—Jara —susurró el anciano desde la cama, apartándose la máscara de la boca, con su eterna sonrisa aún dibujada en la cara—. Sabía que eras tú. Sabía que este año ibas a venir de verdad.

—Perdona… Ya me iba, abuelo. No te molesto, sigue durmiendo —dijo ella, recuperando sin darse cuenta su vocecita de niña pequeña, aunque ya pasara de la treintena.

—Si el sol ya se ha levantado, yo también —bromeó—. ¿Ya están con la faena?

—Sí, ya se han ido al campo. Hoy me quedo yo contigo.

—Así me gusta a mí despertarme. Ven, siéntate aquí —le pidió, dando leves golpecitos en el colchón con una mano temblorosa—. ¿Cuántos sois este año?

Jara ayudó al hombre a incorporarse un poco y le colocó la almohada.

—Hemos venido todos. Estarás contento. Papá dice que ha llovido mucho y que habrá mucha aceituna que recoger, así que nadie ha podido escaquearse.

—Ni siquiera tú.

—No, esta vez no —Jara esbozó una leve sonrisa y se fijó en la expresión de tristeza que intentaba disimular el anciano—. Echas de menos ir con ellos, ¿no?

—Uno siempre está mejor a la sombra de un buen olivo que en una cama sin poder moverse, no te voy a mentir. Pero tranquila, hija, ninguno estamos lejos de la tierra por mucho tiempo —rio—. No, tarde o temprano volvemos a ella, queramos o no. Además, ¿sabes qué? —el hombre le hizo un gesto con la mano para que su nieta se acercara y luego le señaló con la cabeza la ventana que tenía a su izquierda—. Desde aquí lo vigilo mejor —susurró y soltó esa risita tan suya—. Se cree que no le hago caso, pero no le quito ojo. Él también me vigila a mí, que lo sé yo.

Jara lo miró desconcertada, aún con la sonrisa pintada en la cara, como si llevara una pegatina que no combinaba con la expresión de sus ojos. Sabía bien a lo que se refería su abuelo, pues a veces le llegaban ráfagas de recuerdos en las que lo mencionaban. 

—¿El olivo del jardín? —Jara frunció el ceño—. Lo odiábamos de pequeños. Papá no nos dejaba ni acercarnos a él. Parecía el dueño de la casa…

—¡Tiene más de quinientos años! Se ha ganado su lugar de sobra.

—Pero es una pérdida de tiempo y dinero. Todas esas aceitunas tan negras y brillantes, y nunca nos dejaba cogerlas. «Solo las que se caigan al suelo», decía. Pero nunca se caía ninguna…

—No, no es cierto. A veces, caían. Ya lo creo que sí —volvió a reír como si recordara un viejo chiste—. Es inevitable.

—Pues yo no recuerdo que las comiéramos nunca.

—Eso es porque eras una cría… —sentenció antes de volver a colocarse la mascarilla para tomar aliento. Cuando se recuperó, volvió a hablar—: Lleva años sin dejar caer ni una sola, gracias a Dios —sonrió de nuevo el anciano.

—¿Tanto? —se extrañó Jara y negó con la cabeza con disimulo, pensando en las locuras que le hacía creer la vejez—. ¿Cómo va a ser eso posible, abuelo? ¿Cuántos meses tienen los años que cuentas tú?

—¡Que sí, niña! —exclamó casi ofendido, luchando por levantar la voz—. Recuerdo la última vez como si fuera ayer. Me acuerdo porque me comí una la misma tarde en que tu abuela se nos fue, y estaba dulce, como el pan y el chocolate que nos ponía en la talega, como su voz cuando canturreaba en la cocina —Jara no pudo evitar soltar una carcajada y lanzar una mirada tierna al anciano—. ¿Y de qué te ríes tú?

—Pues de que las aceitunas no están dulces. Sería un higo de la higuera que hay al lado…

—¡Como si no supiera distinguir un higo de una aceituna! Sé lo que me comí… y lo sé porque ese olivo estuvo dando aceitunas amargas unos cuantos años. Desde que… —El hombre bajó la mirada y sus ojos se aguaron.

—¿Qué pasa, abuelo?

—Tu hermano fue el que más aceitunas dejó caer… —Una lágrima que no llegó a caer se asomó por sus ojos—. Pobre, era un granuja, pero era solo un niño cuando pasó…

—No sabría decirte… La verdad es que no recuerdo mucho de aquello. Papá no habla del tema y mamá hace como que lo ha olvidado.

—Tú eras muy pequeña y menos mal porque, si no, te habría llevado con él en sus exploraciones. A tu hermano le gustaba hacer todo lo que no debía. Se subía a los árboles, saltaba las verjas de las casas, se metía en el río aunque hubiera corriente… Era un torbellino —explicó el hombre, recuperando una sonrisa nostálgica—. Pero no se callaba ni una. Si tenía que gritar, lo hacía. Si había algo que no le gustaba, lo decía. Tenía un genio… Tan amargo como aquellas aceitunas —de repente, cambió la sonrisa por un ceño fruncido—. Debió ser por eso, sí.

Jara apretó los labios y suspiró, invadida por la pena de ver cómo su abuelo perdía poco a poco la cordura. Su mente divagaba entre la realidad y los lejanos recuerdos que aún conservaba. Era su lugar favorito, aquella línea invisible que separaba lo que había sucedido de lo que podría haber sido. No había historia que contara que no llevara su firma, siempre le añadía un poquito de su propia cosecha, como hacía cuando eran pequeños y les contaba anécdotas de la guerra. Unas que le habían ocurrido de verdad y otras que decoraba con hazañas y extraños acontecimientos para olvidarse de lo que había perdido por el camino.

Una vez les habló de un vecino que se moría cuando le apetecía y resucitaba gracias a un vino mágico que bebía. Parecía ser que, tras haber luchado en la guerra, se había dado a la bebida. En su casa no había dinero para nada, pero no faltaba una bota de vino en la que ahogar los recuerdos de las imágenes grabadas a fuego, y cuando ya no podía más o surgía alguna amenaza, aparecía muerto en algún sitio. Por lo visto estaba así los días que consideraba oportunos y, cuando había pasado el peligro o se sentía mejor, le daban el vino y revivía. Jara le preguntó si nadie le había pedido una botella de aquella bebida especial, pero su abuelo nunca le dio una respuesta concreta.

—De eso hace muchos años, abuelo —replicó Jara, poniéndose de pie al lado de la cama y colocándole la mascarilla.

—Tú no te acuerdas, eras muy pequeña cuando él murió —añadió, negando con la cabeza. Luego estalló en carcajadas—. Menos mal que teníamos al olivo. Cada vez que le dábamos una aceituna a alguien y protestaba por su amargor, era como escuchar a tu hermano quejarse otra vez. Por eso las guardábamos bajo llave, para sacarlas cuando tu madre estaba triste. Solíamos comerlas en Navidad, ¿recuerdas? Así parecía que todos estábamos juntos.

—Pues yo creo que deberíamos podarlo. Tú ya no estás para ocuparte del jardín.

—¡Ni se te ocurra! —gritó el hombre, agarrando a su nieta del brazo, y se quitó de nuevo la máscara de oxígeno—. Jara, prométeme que cuidarás del olivo cuando yo no esté, que no le faltará agua y que no dejarás que nadie lo toque hasta que vuelva a dar fruto.

—¿Y si no vuelve a dar? Parece que está muerto… A lo mejor habría que llevarlo al campo, con los otros. Quizás está triste ahí solo. Las plantas también sienten, ¿sabes?

—Por supuesto que lo sé. ¡Jara! Prométemelo —exigió el hombre con una expresión grave que Jara no había le visto nunca antes.

—Vale, abuelo. Tranquilo —le aseguró, poniéndole de nuevo la mascarilla—. Me aseguraré de que lo cuiden.

—Y que nadie lo mueva del jardín. Cada uno se va de este mundo cuando le toca, ni un minuto antes. El olivo, también.

—Te lo prometo.

Aquello pareció tranquilizar al anciano, que cerró los ojos y se dejó caer sobre la almohada, con la respiración cada vez más pausada. Su habitual sonrisa se fue abriendo paso a través de las líneas que le surcaban la cara convirtiéndola en el mapa de un laberinto. Desde que Jara tenía uso de razón, rara vez había visto a su abuelo tomarse la vida en serio. Era inútil esperar que sí lo hiciera con la muerte. Solía repetir que solo estábamos de paso y que preocuparse en exceso era la pérdida de tiempo más grande que el ser humano se había inventado. Decía que nunca había sufrido de eso que la gente moderna llamaba estrés porque, con tener comida en la mesa y una buena cama, ya se daba por satisfecho.

No, a su abuelo no le gustaba el silencio ni la autocomplacencia. Por eso le daba escalofríos pasear por aquella casa que otrora había estado llena de luz y actividad y ahora se hundía en la oscuridad con el único ruido de los crujidos de los muebles y la máquina de oxígeno.

Jara le puso bien la gruesa manta que cubría al anciano y salió de la habitación de puntillas, sin poder evitar esbozar una sonrisa al recordar su promesa de cuidar el viejo olivo yermo. Hacía tiempo que también le había prometido no perderse nunca una cosecha y, sin embargo, llevaba tres años sin aparecer por allí en esas fechas. Quizás había aprendido a decorar sus excusas tan bien como su abuelo hacía con los recuerdos.

Sin apenas darse cuenta, el sol cedió ante la oscuridad que traía la noche y el gélido frío de enero se coló por las rendijas de la vieja casa, obligando a Jara a encender la chimenea. El olor de la leña atrajo a todos los fantasmas del pasado, que campaban por allí a sus anchas: las risas que salían de la cocina cuando su abuela los llamaba para merendar mientras esperaban que los hombres y las mujeres de la familia volvieran de la larga jornada de recogida, sucios y agotados, pero todavía con ganas de ponerse a contar historias junto al fuego; el chirrido de la mecedora en la que su abuelo se sentaba con una copa de coñac para calentarse; el alboroto de los primos que jugaban al escondite y discutían por ver quién se la quedaba. No importaba lo lejos que se habían tenido que marchar Jara y sus hermanos a buscarse la vida, la cosecha de la aceituna estaba marcada en el calendario con un rojo incluso más brillante a veces que el del día de Navidad. Ya no podía posponer su vuelta más; tenía que estar allí, por muchos recuerdos que hubiera con los que pelear.

La medicación de su abuelo era fuerte y lo mantenía aletargado, pero Jara volvió a asomarse al dormitorio de todas formas para comprobar que todo iba bien. Siempre se le ponía un nudo en la garganta antes de abrir la puerta. No había vino mágico al que acudir si ocurría lo indeseado, ni sabía dónde vivía aquel vecino para ir a buscarlo.

El hombre parecía dormir plácidamente, con las manos descansando sobre el estómago y la manta dibujando su esquelética figura. Su nieta se acercó y le colocó bien la mascarilla.

—Jara —susurró el anciano.

—Perdona, abuelo, tenías esto mal puesto…

—Vigila el olivo —balbuceó el hombre.

—No te preocupes por eso ahora.

—No, Jara. No lo entiendes —soltó una risita—. Está a punto de dar fruto. Esta vez sí que vas a poder probarlas.

Los perros ladraron afuera, avisando de que el ruido que entraba por la ventana era el de la camioneta de su padre y la de su tío.

—Ya han vuelto —observó la joven en voz alta—. Ahora vengo, abuelo.

Aquella noche las risas y las historias de los jornaleros quedaron ensombrecidas por el silencio del hospital y las lágrimas que se derramaban cada vez que alguien recordaba la alegría con la que había vivido su abuelo. Dormir fue imposible, a pesar del cansancio. El pueblo seguía siendo esclavo de las tradiciones y los vecinos no dejaron de acercarse para dar sus condolencias por la pérdida y velar al muerto. En cierto modo, era una sensación agradable pensar que allí nadie hacia el camino al otro mundo en soledad y por fin la casa se había llenado de nuevo de ruido, matando aquel maldito silencio.

Jara se escabulló hasta el jardín, buscando por primera vez la paz de la que tanto había huido, lejos del aire pesado que se había apoderado de la casa, y observó aquel imponente olivo. Las ramas se abrían como un abanico, dibujando formas imposibles y salpicado de hojitas de distintos tonos de verde. Acarició el tronco, tan lleno de surcos como la frente de su abuelo, y suspiró. Tomó el vaso de agua que sujetaba y lo vertió alrededor del árbol, dejando que por fin sus lágrimas también salieran.

***

El día del funeral no quedó nada por decir sobre el anciano que no hubieran dicho ya los vecinos y familiares que lo despidieron, así que Jara se retiró, sin llamar la atención y en silencio, en cuanto terminó. Aún quedaban días de trabajo en el campo hasta que le tocara volver a su ajetreada vida en la otra punta del país, pero ya nada sería lo mismo. La recogida de la aceituna no era un trabajo más que había que hacer dentro del ciclo de cultivo. Ahora comprendía la insistencia de su padre, las discusiones con su madre, las llamadas de los primos para convencerla años atrás. En su familia, aquello era una institución, una tradición que los obligaba a reencontrarse, generación tras generación, a pesar de las distancias y las obligaciones del resto del año.

No había instrucciones sobre qué hacer con las cenizas del hombre más alegre del pueblo, pero Jara sabía exactamente dónde debían reposar, así que en un descuido de su padre y sus tíos agarró la urna y se marchó al único lugar que su abuelo había querido casi tanto como a sus hijos.

El jardín permanecía intacto, con una calma que ya no la ponía nerviosa. Las higueras a un lado, los rosales a otro, y aquel imponente olivo en el centro, como un dios verde al que las demás planta veneraran. Jara espolvoreó las cenizas sobre las robustas y retorcidas raíces del viejo árbol y amasó la tierra con las manos para que penetraran. «Ninguno estamos lejos de la tierra por mucho tiempo», recordó mientras las minúsculas partículas de tierra se le metían en las uñas.

Observó las pequeñas hojas verdosas y las ramas que hacían dibujos imposibles en el aire y tragó saliva, conteniendo un llanto que clamaba de nuevo por salir. Suspiró con resignación, se levantó y se giró para volver adentro con el resto de la familia que aún no se había marchado. Pero entonces lo escuchó.

Crac.

Era aquel crujido inconfundible. Se dio la vuelta y tuvo que cubrirse la boca con la mano para acallar un grito de sorpresa. Las aceitunas cubrían las ramas y algunas caían al suelo, desparramándose alrededor del tronco, como en una catarata, y vistiendo el suelo de un negro brillante. La muchacha se acercó despacio, se arrodilló, tomó una y la saboreó, y luego cogió otra y otra más. Se quedó allí sentada, paladeándolas, invadida por la sensación de alegría más intensa que jamás había experimentado. Y con cada aceituna, la risa se escapaba de sus labios cada vez con más fuerza, dejando ecos de carcajadas flotando por el jardín.


© Verónica Cervilla | De la antología Atrasis, cuentos de nueva fantasía. Vol. 3 (Triskel Ediciones, 2020)

Verónica Cervilla | España, 1987

Escritora y guionista especializada en terror y misterio. Estudió realización audiovisual y tiene un máster en guion. Ha dirigido la revista Tártarus, nominada a los Premios Ignotus, y el festival literario del mismo nombre. Es autora de las novelas La bruja de Biertan (2020), Dibujos en las rocas (2021), Quién cuidará de ti (2020; IV Premio Ripley para escritoras de terror) y El décimo círculo (2024). Su obra ha sido incluida en numerosas antologías.

Foto: Archivo

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