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CÓSMICA CALAVERA #NoEsUnMundoOrdinario

Cuento

«Country House», por Pablo Concha

—Me parece que lo único que podemos hacer es matarla.

—¿Qué? No vamos a matar a nadie.

—Es la única opción lógica.

—¿Estás loco? ¿Matar a otro ser humano es la única opción lógica?

—En este caso, sí.

—¡Dios mío!

—Tú sabes que es así, simplemente no lo quieres aceptar.

—Nunca he dicho ni mencionado por ningún motivo la palabra matar. Eso lo has dicho tú.

—Alguien tiene que decirlo en voz alta, y si tú no eres capaz, yo sí.

—¿Estás oyendo lo que estás diciendo?

—Por supuesto.

—¿Matarla resolvería todo?

—Piénsalo.

—No puedo creer que estés hablando en serio.

—Sería la solución a todos nuestros problemas.

—¿A todos?

—A los más importantes.

—Dios…

—¿Qué más podemos hacer? Dime.

—No sé, tengo que pensar. Solo que no creo que matar a alguien solucione nada.

—Lo soluciona todo.

—El mundo no funciona así, ¿entiendes?

—El mundo funciona exactamente así. Que tú no lo veas o no lo quieras aceptar es otra cosa.

—Increíble.

—Ella merece morir.

—Nadie puede asegurar eso.

—Tu hermano pequeño sí. Tu hermano pequeño desaparecido y asesinado lo puede asegurar. No olvides eso.

*

Se encontraron en el bosque detrás de la casa.

—¿Lo trajiste?

—Sí.

—Déjame verlo.

Marcos se quitó el morral y sacó el machete.

—Muy bien. ¿Está afilado?

Marcos dijo que sí. Avanzaron hasta el borde del bosque, se sentaron con la espalda apoyada contra un tronco. Podían ver la casa, pero nadie podía verlos a ellos; las sombras los ocultaban. Fabián sacó el arma que llevaba en un pequeño bolso que tenía cruzado sobre el pecho. La sostuvo en sus manos y la contempló.

—¿Es de tu padre?

—Sí.

—¿Sabe que la cogiste?

—No te preocupes por eso.

—¿Cómo se supone que vamos a entrar en la casa?

—Ya improvisaremos algo.

—Pero… y si…

—¿Tienes miedo?

—No. Solo que… quería saber…

—Tienes miedo.

—¡No! Solo quiero estar seguro de lo que vamos a hacer.

—Si tienes mucho miedo, puedes irte. Lo haré yo solo, no te preocupes.

—¡Ya dije que no! Solo que… me preocupa que…

—Tenemos esto.

Fabián levantó el arma.

—Con esto somos Dios, ¿entiendes? Mientras tengamos esto, nada nos puede pasar.

Marcos se quedó mirándola.

—¿Alguna vez la has usado?

—¿Tú qué crees?

—No sé.

—Ella va a tener que decirnos todo lo que queremos saber. Si no…

—¿Qué?

Fabián esbozó una sonrisa.

*

La casa estaba en las afueras de la ciudad. Rodeada de bosques, alejada de todo. Una casa vieja de dos pisos, sótano y ático. No le vendría mal una mano de pintura, podar el césped a los lados y en el camino de entrada, pero ni de cerca presentaba el aspecto lúgubre, abandonado, que Marcos muchas veces había escuchado que tenía. No había grandes cuervos sobrevolando el techo ni serpientes en los escalones de la entrada. Un compañero del colegio incluso había dicho que en el bosque de la parte de atrás (donde ellos estaban) había cruces invertidas colgando de las ramas de los árboles. Marcos se daba cuenta de que todas eran invenciones, leyendas urbanas. ¿Lo que decían sobre la propietaria sería falso también? Viuda, su esposo había sido un ingeniero químico que murió en un accidente en el laboratorio. No tenía hijos ni más familia. Vestía siempre de negro, casi nunca salía. Cuatro niños habían desaparecido en las cercanías en los últimos dos años. Las autoridades no habían podido averiguar nada sobre su paradero en todo ese tiempo. Nadie sabía qué les había pasado. Las cercanías…, pensó Marcos. ¿Qué significaba eso exactamente? Había casi tres kilómetros de bosques alrededor de la casa. Ni siquiera era seguro que a los niños les hubiera pasado algo en esa zona. Podían haber seguido de largo. Podrían haber llegado hasta el siguiente pueblo. Había tantas posibilidades de lo que podría haber ocurrido… Un conductor borracho que hubiera ocultado el cuerpo; un depredador sexual; o que hubieran caído en una zanja… solo existían especulaciones. Dos de los jóvenes venían de hogares donde eran maltratados y era más que probable que solo hubieran huido en busca de una vida mejor. Ni siquiera el cadáver de su hermano, el único que había aparecido, podía revelar nada concreto. El cuerpo no presentaba signos de abuso sexual ni de maltrato físico. Una lividez extrema revelaba que le faltaba sangre, pero no en cantidad suficiente para producirle la muerte. Tenía algo parecido a una marca de punción en la base del cuello; no se pudo determinar si era producto de una aguja o de la mordedura de algún animal. No se encontraron toxinas o drogas en su organismo. El forense no pudo dictaminar la causa de la muerte, en el certificado decía paro cardiorrespiratorio provocado por causas desconocidas. Era extraño que le sucediera a un niño de diez años, pero no era imposible. Que la mujer hubiera sido la última persona en verlo con vida, que hubiera estado cerca de su casa antes de desaparecer, eran las únicas razones por las que Marcos estaba oculto en el bosque en ese momento. Pero ahora entendía que eso podía no significar nada. ¿O sí? ¿De verdad era ella la responsable de todo?

*

—Escucha.

—¿Qué?

Marcos tenía el machete sobre sus piernas. Fabián sostenía el arma.

—Antes de nada, tenemos que asegurarnos de que nos diga si ella les hizo algo a los niños, o dónde están.

—¿Todavía lo dudas? ¿Después de lo de tu hermano?

—Necesito estar seguro.

—¿Sabes? Nunca me había dado cuenta de lo cobarde que eres. Es cierto eso de que uno nunca llega a conocer a la gente.

—¿De qué hablas? Necesitamos alguna certeza antes de hacerle algo.

 —¿Más certeza que el hecho de que mató a tu hermano? Por Dios, ¿qué necesitas? ¿Una filmación de ella haciéndolo?

—Tenemos que estar seguros.

—¿A ti realmente te importaba tu hermano? ¿Lo querías? Si no fuera por mí ni estarías aquí.

Marcos se levantó y tiró el machete al suelo.

—¡Eso no es cierto!

—¿Ah, no? ¿Y quién tuvo la idea de hacer esto? ¿Tú o yo? Dime.

Marcos tenía la cara roja.

—¡Dime!

—¡Tú! ¡Tú! Fue idea tuya. ¿Ya?

—Exacto. Y Tommy ni siquiera era mi hermano, ¿o sí?

—No.

—Y solo yo estoy interesado en vengar su muerte y hacer justicia, ya que su hermano es un maricón cobarde incapaz de hacer nada.

Marcos le dio un empujón y lo agarró de la camisa.

—¡¿Maricón?! ¿Maricón yo?

—Maricón, y el peor hermano del mundo. Con razón Tommy acabó asesinado.

Marcos le dio un puño en la cara y los dos acabaron en el suelo. Forcejeaban, se daban golpes, rodaban sobre las hojas marchitas. No escucharon al niño que se aproximaba a ellos hasta que estuvo a menos de un metro de distancia.

—¿Qué hacen? Ella los va a escuchar.

Fabián tenía a Marcos agarrado del cuello y pretendía ahorcarlo. Lo soltó, miró al niño.

—¿Quién eres?

El niño se veía pálido, delgado, con la ropa sucia.

—Sé cómo entrar en la casa sin que ella lo sepa —dijo.

Los amigos se miraron.

—¿Quién eres? —preguntó Marcos.

—Vivo en el bosque.

Se incorporaron despacio, se sacudieron la ropa.

—¿Con quién?

—Eso no importa.

—¿Cómo sabes que queremos entrar allí?

—Los escuché hablar.

Fabián recogió el machete.

—¿Y bien?

—Necesitamos la sangre de él —dijo el niño y se quedó mirando a Marcos.

*

Se acercaron al borde del bosque, donde las sombras los cobijaban, y miraron la casa. El niño señaló la parte lateral, una ventana a ras del piso que daba al sótano. Los miró, ellos asintieron. Corrieron encorvados, en fila india, y se apoyaron contra la pared de la casa, al lado de la ventana. El niño tocó el marco de la ventana, la tierra del suelo.

—La sangre —dijo el niño.

Fabián le quitó el machete a Marcos, le dijo que extendiera la mano.

—¿Cómo podemos saber si va a funcionar? ¿Y si…?

—Deja de ser tan cobarde. ¡Dios! —dijo cogiéndolo por el antebrazo y realizándole un corte en la palma sin darle tiempo a protestar. Marcos retiró la mano y gruñó. La sangre comenzó a fluir de forma abundante. El niño le indicó que se acercara, lo tomó del antebrazo y empezó a pasarle la mano alrededor del marco de la ventana. Marcos gruñó otra vez. El niño le hizo colocar la mano sobre la tierra, la palma hacia abajo, y la movió de un lado a otro. La tierra se oscureció. El niño recogió algo de sangre con sus propias manos y la esparció más. Marcos sacó un pañuelo del bolsillo del pantalón, se limpió y se lo anudó con fuerza, cubriendo la herida. El niño se levantó con las manos rojas y sucias, se quedó mirándolos.

—¿Ahora qué?

—Ahora entramos —dijo el niño—. Empújala.

Fabián se arrodilló e hizo presión sobre el cristal. La ventana se desplazó hacia atrás. Guardó el arma y se introdujo por la abertura. El niño miró a Marcos.

—Entra tú —dijo.

Cuando el niño se agachó para meterse por la ventana, Marcos vio que tenía una marca negra redonda, como de punción, en la base del cuello.

*

El sótano estaba lleno de muebles cubiertos por sábanas blancas. El polvo abundaba. Avanzaron en silencio hasta la escalera, subieron despacio, pisando con cuidado cada escalón para que no crujiera. El niño abrió la puerta hasta la mitad.

—Debe estar arriba, en su habitación.

—¿Cómo lo sabes?

El niño encogió los hombros.

—Solo lo sé.

Fabián sacó el arma y acabó de abrir la puerta.

—Vamos.

Marcos llevaba la mano vendada contra el pecho, sostenía el machete con la otra. Salieron a un pasillo oscuro cubierto por una alfombra raída. El niño se quedó donde estaba, al otro lado de la puerta.

—¿Qué pasa? ¿No vienes? —dijo Fabián en un susurro.

El niño negó con la cabeza.

—Los esperaré afuera —dijo, y cerró la puerta.

Marcos hizo ademán de devolverse, pero Fabián lo aferró del brazo.

—Déjalo, no importa. Sigamos.

Marcos se mordió los labios. Siguieron. El pasillo desembocaba en una cocina, seguía un corredor, la sala; al fondo se veía la escalera. La luz del atardecer entraba por las ventanas, todo estaba en silencio.

—Oye, ese niño no… —empezó Marcos.

Fabián se llevó un dedo a los labios y señaló las escaleras que conducían al segundo piso. Una tabla crujió arriba, luego silencio. Se quedaron quietos, esperando. El suelo crujió de nuevo, más leve esta vez. Los muebles y las cortinas se veían desvaídos. Todo tenía una apariencia apagada. Esperaron un momento más, pero no se volvió a escuchar nada. Fabián le hizo un gesto con la cabeza, cruzaron la sala. Subieron. A Marcos la mano le ardía y la apretaba contra el pecho. El pañuelo se había teñido de rojo. Sudaba. Llegaron al final de las escaleras y se detuvieron a contemplar el pasillo y las habitaciones a ambos lados. La única luz encendida provenía de una habitación en la mitad del corredor. Fabián lo miró un momento, luego avanzó. Las puertas de los otros cuartos permanecían cerradas. Fabián pegó la espalda contra la pared, junto al vano de la puerta, inclinó un poco la cabeza y miró dentro. Le hizo a Marcos un gesto afirmativo. Este se secó el sudor del rostro, se acercó. Fabián tomó aire, levantó el arma y entró en la habitación.

—¡No te muevas, bruja asquerosa!

*

Una mujer de mediana edad, con un vestido negro y largo, estaba sentada en una mecedora, leyendo un libro. Levantó el rostro al oír el grito de Fabián. Marcos entró detrás sosteniendo el machete en alto, la observó. No llevaba maquillaje, su cara se veía arrugada, triste. El vestido era viejo. La mujer esbozó una amarga sonrisa al verlos.

—Vas a decirnos todo lo que queremos saber, ¿me oyes? —dijo Fabián.

—¿Qué quieres saber?

—¿Dónde están los demás niños? ¿Qué les hiciste?

Fabián se encontraba muy cerca de ella, apuntándole con el arma.

—No sé dónde están, supongo que en el bosque, y no les hice nada.

Fabián sonrió, le quitó el seguro al arma.

—¿Qué les hiciste? No voy a repetirlo.

Marcos se hizo a un lado. La mujer parecía no tener miedo, solo se veía cansada, aburrida. Los miró, luego la puerta.

—¿Cómo entraron?

—Eso no importa. ¡Responde la pregunta!

La mujer miró a Marcos, la mano vendada apretada contra el pecho, la cara sudorosa.

—Probó tu sangre.

Fabián se adelantó un paso y blandió el revólver frente a su cara.

—¡¿Qué les hiciste a los niños?!

La mujer contempló el cañón del arma, después los ojos de Fabián.

—Nada. Están equivocados, nunca les he hecho nada.

La mujer dejó el libro sobre una mesita al lado de la mecedora.

—¿Qué quiere decir? —dijo Marcos.

La mujer suspiró.

—¿Alguien los ayudó a entrar? ¿Un niño, tal vez?

Fabián le hundió el revólver contra el pecho.

—¿Qué mierda importa eso? No vamos a irnos hasta que nos digas todo lo que queremos saber.

La mujer miró la ventana. El sol había bajado su intensidad, un ligero viento se había levantado.

—Si hay alguien responsable de lo que les pasó a esos niños… supongo que es él. Yo de ustedes me iría antes de que oscurezca, y más teniendo en cuenta que ya probó tu sangre.

—¿De qué diablos estás hablando?

*

Luego de que mi esposo murió me encontré con que no tenía ningún motivo para seguir viviendo. Había quedado vacía, muerta por dentro. ¿Cómo iba a continuar? No quería hacer nada, todo había perdido sentido. Decidí suicidarme, acabar con mi sufrimiento. Tal vez, solo tal vez, si existía ese más allá del que hablan, podría verlo otra vez. Claro que la verdad es que lo único que buscaba era parar el sufrimiento. Ponerle fin. Perdí casi un día pensando en la mejor forma de hacerlo. Me decidí por lo más simple. No quería hacerlo dentro de la casa porque era donde habíamos sido felices y no iba a mancillar eso. Al caer la tarde salí con una soga y un banquito, y me dirigí al bosque. La tarde era fresca, los pájaros cantaban en los árboles. No pretendía adentrarme hasta el fondo, para qué, cualquier árbol serviría para lo que pensaba hacer. Me detuve cuando vi la pala y el rastrillo tirados sobre la hierba. A un costado el montículo cubierto de piedras. Nuestra gata había comido un insecto envenenado, había muerto semanas atrás. Olvidé recoger las herramientas y llevarlas a casa. Puse el banco junto al montículo, me subí, tiré la soga por encima de una rama y la ajusté. El nudo corredizo lo había hecho en la casa antes de salir. Lo acomodé en mi cuello, cerré los ojos. Recordé a mi gata, el rostro de mi esposo y… escuché las hojas crujir. Pasos. Abrí los ojos. Entonces apareció el niño frente a mí. No sé de dónde salió, nunca antes lo había visto, no tenemos vecinos. Se veía sucio, despeinado. Se acercó.

—¿Qué hace, señora? —dijo.

—¿Quién eres? —logré decir—. Vete de aquí, estoy ocupada.

El niño no se movió.

 —¿Ves esa casa de allá? En la nevera hay comida, ve y come algo. La puerta está abierta.

Se quedó mirándome.

 —¡Vete, niño! Necesito estar sola.

No hizo nada, solo se quedó allí parado, viéndome.

—¿Qué va a hacer?

Cerré los ojos. No podía soportarlo más, ni quería. Necesitaba acabar con mi dolor de una vez. La decisión que había tomado era irreversible. Apreté la soga, levanté un pie. Iba a saltar cuando el niño me aferró las piernas.

—¡No, señora! ¡No lo haga! ¡No!

Grité, empezamos a forcejear. Me aferraba a la altura de las rodillas y no me dejaba mover. Volví a gritar, logré zafarme un poco y le di una fuerte patada que lo mandó al suelo. Me ajusté la soga otra vez, iba a saltar cuando… cuando vi que no se movía. Vacilé. Pasaron los segundos. El niño continuaba tendido en el suelo. En algún momento comencé a llorar. Me quité la soga despacio, bajé del banco, me aproximé a él. Miraba con ojos muertos el cielo. De su cuello sobresalían las púas del rastrillo.

*

Ya no podía suicidarme, el niño lo había arruinado todo. Si lo hacía, la gente creería que era por la culpa de haberlo matado y no por el amor que sentía por mi esposo. Grité lo más fuerte que pude, lloré más. Pasados unos minutos, estando ya más calmada, se me ocurrió una solución. Lo enterraría bien, limpiaría los rastros de lo que había pasado y entonces podría suicidarme. No habría malentendido alguno. Nadie sabría nunca lo que había pasado. Todavía quedaba algo de luz así que decidí no perder tiempo. Levanté la pala y comencé a cavar. Dos horas después, cuando el sol se había ocultado casi por completo, tenía un agujero de tamaño decente. Tuve que regresar a la casa por unas botellas de agua, una lámpara de petróleo, guantes. Giré el cuerpo del niño y con mucho esfuerzo logré retirarle el rastrillo. Luego tiré su cuerpo al agujero y empecé a taparlo. Cuando acabé, lo cubrí con hojas secas, ramas, unas piedras, para que no pudiera verse que la tierra había sido removida. Vacié una botella de agua sobre la hierba donde había caído para diluir la sangre, recogí todas las demás cosas y abandoné el bosque. Lavé muy bien el rastrillo, la pala, los guantes en el lavadero, y luego los guardé en el sótano. Agotada, me tomé una botella de agua y me tiré sobre el sofá de la sala. Me dormí. Horas más tarde me despertaron la necesidad de orinar y el ladrido de un perro. Fui tambaleándome al baño y mientras vaciaba la vejiga me percaté de lo extraño del ladrido a esa hora. No teníamos perro, así que debía ser un callejero o extraviado de los que a veces aparecían por el bosque. No solían molestar ni ladrar en las noches. Salí del baño, me acerqué a la ventana, descorrí la cortina. El niño estaba abajo, frente a la casa, mirándome. El perro estaba a cierta distancia de él, ladrando y gruñendo. Me quedé observándolo sin sentir nada. ¿Qué quieres? ¿Por qué no te vas?, pensé. Pasado un momento, el niño giró y se adentró corriendo en el bosque. El perro se fue ladrando detrás. Me froté los ojos, busqué la linterna y bajé. Un viento frío me recibió cuando abrí la puerta. Con la pala en la mano regresé al lugar del crimen. Aparté con el pie las hojas, ramas y de nuevo me puse a cavar. Tiempo después, fue evidente que ya no tenía sentido hacerlo. La tumba estaba vacía.

*

Por algún motivo, la idea del suicidio fue perdiendo intensidad. Comencé a verlo, a veces de día, a veces de noche, siempre en la linde del bosque, mirando la casa. Un día salí de nuevo con el banco y la soga, pero no logré entrar al bosque. El niño estaba en el borde, cortándome el camino. ¿Qué quieres?, le dije. ¿Por qué sigues aquí? Se quedó en silencio un rato, luego dijo: —El bosque es mío ahora. Ya no podrás volver a entrar.


© Pablo Concha | Del libro de relatos Otra luz (Secretaría de Cultura de Cali, 2017)

Pablo Concha | Colombia, 1980

Nació en Cali, es autor de los libros de cuentos Otra luz (2017) y La piel de las pesadillas (2020), ambas ganadoras de becas de creación de la convocatoria de Estímulos de la Secretaría de Cultura de Cali. Cursó la licenciatura en lenguas extranjeras en la UNAD. Además de escribir narrativa, colabora frecuentemente con reseñas de literatura latinoamericana actual y entrevistas a escritores, editores y traductores en la revista Libros & Letras de Colombia y en otros medios culturales como La Gaceta de El País.

Foto de autor: Jorge Idárraga

Foto de encabezado: Vladimir Agafonkin

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