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CÓSMICA CALAVERA #NoEsUnMundoOrdinario

Cuento

«Pararrayos», por Guillermo Barquero

Más que un río, es un capricho orográfico aquello dentado que raja en dos el territorio. De bordes aserrados, plagados por hongos de basidias cárdenas, los bordes dejan escuchar el eco de las aguas contiguas: fantasmas de corrientes que parecen encender las raigambres arrasadas, inexistentes. Esto que ves allí es la cáscara del antiguo mundo, ahora convertido en ceniza y torsos desnudos. Esto negruzco y ceniciento, humeante remolino de olores de hueso, es la extensión insular que antes albergaba los abrazos, los paseos que buscaban la orilla musgosa y que terminaban encontrando el mar: masa compacta de agua que se despojaba de lo salobre con amplitud, hasta llenar los huecos interiores de los compartimientos viscerales.

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Dio a luz. El pastizal y sus dientes aserrados masticaron al óbito hasta que de él solo quedó el hilo de sangre y mierda que lo unió, en el momento de la expulsión uterina, al cuerpo flaco que recordaba una caverna: silencioso, de amplia estructura pétrea, lento hasta el colmo de la casi extinción. Dio a luz de nuevo. Primero se asomó un torso aristado, casi cubo: la torsión del músculo, allí, emulaba la textura del hueso y todas las cosas que tiene el hueso de imitar la carne sin serlo. Se vio el cincel de lo pegajoso en la vida permitida después de la expulsión de ese cuerpo cavernoso. Latió, buscó la madre dar de mamar al cuadrángulo rosado que se iba secando en el pastizal, hasta que del cuadrángulo brotaron gritos: bestia que pedía leche, leche y más leche. Chorros blanquecinos que al rato se engordaban en verdosos y casi glaucos y en amarillos despojos. Después, cerca de dos semanas luego de las primeras leches, el pastizal de nuevo hizo su trabajo de garganta: carnivorismo de tubérculo, brillante gota convertida en mancha. La madre se terminó extinguiendo.

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El peso del mar circundante parecía ser la fabulación asombrosa de las cosas que flotaban. Anémonas, frutos violeta, cocos despanzurrados que se abrían a la manera de fauces de jeta hedionda. Pero nada de eso contribuía realmente al peso incrementado del mar: eran las flotaciones de los cuerpos de los conquistadores los que, putrescentes y regiamente metálicos —armaduras, escudos, blasones, cornamentas significantes de bestias de compañía—, iban aumentando el peso marino. Pero quizá del desplazamiento de la masa lo único importante era el fenómeno arquimédico: más barcos, más cuerpos, más lanzas insolentes y, como se estila, más chatarra ósea flotando hasta hacer que el nivel de las aguas suba. Lo ves allí en la orilla, a pesar de que semeja lo que otros ojos vieron cientos de miles de años atrás. Esto es la descomposición, la palanca que propele de hinchazones: esto, el fenómeno que requiere de pellejo y de aditamentos como picos de ave o patas de oso llegadas desde el Ártico.

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El borde de cemento solo tenía un significado posible: la ruina. Es un borde más largo que ancho, y en eso semeja la forma que tienen las lenguas de habitar el mundo. Allí hubo algo: es posible decir que allí hubo ruta, calzada y rito. Allí se enterró cuerpos: allí hollaron esa faja oblonga, desplazados desde los bordes del territorio hasta el centro geométrico, difícil de definir. El capricho orográfico no hace más que dejar que la agrimensura sea un simple capricho secundario: desde arriba parece haber un orden de mapa; abajo, dentro de la espesura y la calcinación, en el filo de lo arrasado y lo punzante, no hay más significados que los dados por las ocurrentes bestias que esgrimen habitaciones y zonas de caza y de celo. Incluso, cuando bajan conquistadores de los barcos, las bestias de dientes estalagmíticos se inventan zonas de ornato: se extienden ramajes que hacen el papel de orlas atrayentes: quizá sean trampas para especies de menor tamaño, que pululan en ciertas estaciones. Devorar a esos ejemplares más pequeños haría que las bestias acometiesen con renovadas furias las embestidas a aquellos que descienden de los bancos blandiendo espadas y arcabuces.

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Son isóbatas este territorio y el de las trampas dentadas de oso. Aunque no están lejos, parecen haber venido de la destrucción de dos planetas tan distintos como dos órganos, uno de locomoción y otro de secreción. Se puede escuchar trampas cerrándose, gatilladas por el paso de algún animal incauto. Del bicho solo hay sonido, no es dado ver su caída ni su hocico dolorosamente abierto al babeo de la agonía. Puede adivinarse la talla del oso a partir del látigo elástico de aluminio, resorte y brazo angulado.

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El pararrayos se levanta siete metros. Es posible ver un movimiento pendular cuando las ventiscas salobres recrudecen en el territorio. La función normal de un pararrayos es la de intermediar entre la electricidad furiosa de las masas que flotan en el cielo y la densidad de las raigambres en la musculatura del suelo. ¿Cuáles fuerzas eléctricas detendría este pararrayos? Se mueve de izquierda a derecha: brazo de aleaciones diversas que busca, en el hecho extensor, tragar los rayos lumínicos. Se ha dicho que el pararrayos precedió a los faros, en el territorio, pero no es posible sondear el pasado del que solo puede extraerse la aproximación geológica de capas: hay huesos profundos, gases naturales, anillos muertos. Por doquier anillos muertos. 

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Se lee: Lento el maderamen que fue cruz. Se puede colegir, del texto escrito en los documentos que vuelan desperdigados: la madera es la más brillante pulpa de crucifixión. Se piensa, entonces, que la única explicación del origen y la permanencia de los árboles es el clavamiento final: el encuentro de la apretada lignina con los huesos quebrados y la corona de encendidas espinas. Eso representa la corriente quemada: alguna vez existió el monte de los cuerpos encima de cruces, quizá cerca del pararrayos o del borde de los torsos hechos hueso. Podría leerse, casi estaría obligado leerse: Cruces como significado último del bosque.

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La progenie es negra y brillante. Las pelambres de oleaginoso azabache se confunden con semillas arrojadas de frutos que se rajan en la precipitación, abiertos finalmente en canal. Sigmodon hispidus, la hembra que acarrea las decenas de ratas en su torso. Camina con la dificultad del supliciado, sorteando los obstáculos de la sequedad y de la espina. Y, claro, como es dado esperar, el límite que el veneno impone. Esta barrera está representada por las alimañas que cuelgan de los cuerpos de las ratas, y que se desprenden antes de que los venenos ejecuten la tarea punzante del verdugo: se arrancan las pulgas, las garrapatas, los abejones que buscaron la abundancia capilar del roedor. Sinuoso es el camino desde el origen hasta el núcleo, pero las ratas nunca han llegado al núcleo: se oblitera su pasaje desde la orilla salobre hasta el terreno donde la calzada oblonga recuerda que hubo una historia arquitectónica, devenida ruina. Lento el maderamen que fue cruz.

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Cuando parieron simultáneamente olía a humedad avasalladora de hongos. Perniabiertas, dorsitendidas, ventrirresquebrajadas, podían agarrar esa humedad tremenda con las manos, procurando arrancar los matojos con cada empuje muscular. Sudaban, los pies negros de suciedad: parían encima de la ceniza, como si a partir de un rito se hubiese formado un círculo donde era dado expulsar la amniosis y la carne de la carne. No se sabe por qué escogieron el terreno devastado, si había sitios casi cercanos a lo verde, a la savia que ha sobrevivido el látigo de los truenos. De esas bolsas salieron cuerpos que lloraron hasta hundirse en lo morado del ahogo; los óbitos fueron comidos por los tigres, días después. Perniabiertas, insulares, buscaron el regreso al camino que llevaba a las carabelas. Sus cabezas quemadas de sol y antiguas de reciedumbre, terminaron por quebrarse mucho antes de llegar a la orilla embarrada de un mar de amplia espuma. Acabaron por heder, pesadas, gusaneadas. Amplias, abiertas en picos de bicho, se desperdigaron por todos los sitios aledaños a las zonas cenicientas hasta adelgazarse en el calcio fundamental de la esponja ósea.

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Los dos faros erigidos recordaban cíclopes. Es algo que decían, al menos, algo que repetían insistentemente: los dos grandes cíclopes de ojo abierto a la malignidad fosca de la noche. El faro de la calígine que hendía las posibilidades de navegación hasta obstruirlas de tanta luz. Ya los faros no existen, y puede ser que los testimonios generacionales de sus tesituras ciclópeas no sean más que fabulaciones. ¿Dónde están, si no, sus ruinas? ¿Dónde se levantan los basamentos de yeso o de argamasa de hueso y pellejo que alguna vez sirvieron de lecho? No se enciende el ojo para crear en el circundante mar la raya gorda de luz que dirige embarcaciones, ahora, por más que se crea en la existencia de los faros. Por más que alguien crea. Las ratas se montan, frenéticas, inseminando con furia sus cuerpos que palanquearán el nivel máximo de las aguas: faro, ese, de podredumbre.

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El fuselaje quebrado en imitación franca de la fisura de un cráneo. Consumido en la calcinación. Antes de la caída fulgente, la avioneta dio tres tumbos en el aire, arremolinó su vuelo en una picada que recordó tirabuzones y profundidades marinas, antes de verse encendido el combustible: bola de fuego de anaranjada chispa. A través del ventanuco empañado de carbón y suciedad, el intento de maniobra de salvación, el desquijarado rostro de anguila, las manos tensas y los ojos que han perdido el sentido del mundo. Luego, el golpe. Después, la larva y el musgo. Después los picos metálicos levantados en la devastación, como dientes enormes que brotan de una tierra carnívora.

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Faro, ese, de podredumbre. En el léxico conocido, el faro pudo haberse descrito, no sin cierta malignidad, como vitriolo. Es decir, el faro levantado a orillas de las aguas salobres, ciclópeo, pudo haberse nombrado con los términos equívocos del veneno. Faro-vitriolo que alumbró las noches de los barcos arrastrados por la ondulación de las aguas de engordadas espumas. Faro que permitió encender, palpitantes, los brazos arrancados en el desmembramiento de las trampas. Faro, ese que ves allí, inundado: tirabuzón de agua que lo recorre de arriba abajo y lo ahoga, para terminar dispersando la luz en una niebla fundamental de combustible.

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Se descolgó una esfera del cabezamen, tirado a la orilla del capricho orográfico que serpea. De lejos se puede pensar que es un racimo de verdosos frutos de esponja sólida. De cerca, es el cabezamen, compactado con la sequedad que impone el sol; más de cerca, es la aglutinada masa de ojos saltones desde la cual se ha arrancado la esfera: boca abierta en la mueca que sigue al rigor mortis y antecede a la descomposición cadavérica. El fruto arrancado de la bola de pelos y ojos hechos moco está a punto de caer en el centro de lo que alguna vez fue gorda corriente de agua y lodo. En esa precipitación se esconde el chasquido del hueso craneano, el desplazamiento del humor vítreo de ojos que están a punto de convertirse en poco más que gelatina escindida, la saña de picos del borde serrado que media entre el sitio del cabezamen —fibroso como amplio vómito de sargazos: alguilíneo brote que huele a gusanos y desmembramientos— y el fondo del túnel que parte en zonas desiguales el territorio. De ojos casi desorbitados, la cabeza desprendida del racimo parece querer decir algo: los labios en un inicio de hinchazón lívida sirven de compuerta a la hilera de dientes que, de tanto en tanto, con cierta angulación, destellan como los añicos de los vitrales que permiten encender y arrasar el vegetal, hasta tornarlo maderamen negro. La boca torcida pareciera querer expresar, gritar incluso: la nariz respingada (¿se trataría de una deformación acaecida tras la plétora de decapitaciones que precedió a las llamas del Gran Incendio?) refuerza la sensación de inminente palabra. ¿Será, acaso, la palabra que selle un final?

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Maremágnum de cuerpos que ruedan cabeza abajo, destazados, obliteradas sus formas para hacerlos coincidir con el objeto y la herramienta. Cuerpos que ruedan, arremolinados, dejando al paso de sus vueltas los jirones, la estela babosa, la fragancia de sus humores y el brillo de sus líquidos fundamentales. Cuerpos en avance rectilíneo en la desbarrancada cornamenta de los picos: cuerpos recibidos por la saña, posibilitados solo ahora que descienden, raudos, fulgurantes de carne: cuerpos gravitados hacia la profundidad del barranco que fue río.

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Racimosa pelambre amarilla que atravesó de un tajo la fulígine, llevando en la furia del colmillo el cuerpo enroscado que daba sus últimos embates. En el negror, el brillo del ojo se tornó verde y amplio: encendida la pupila en ranura vertical —débil vista panorámica: más bien, hervor de lo cercano y palpitante, del rectilíneo chorro de lo que gusanea, peludo, muy de cerca, muy de frente— , en el salto la conformación del tendón y del músculo dibujaron los apretados mecanismos que propendían a un descenso en el que lo grácil se borraba, segundo a segundo, hasta que alumbró el cuerpo partido que seguía apretando con los colmillos la presa de ojos saltones. Los juegos de ojos se fueron secando hasta osificarse: la mirada de la presa deshaciendo su corriente de brillo a merced de la mirada del depredador de pelambre amarilla. Eso que ves allí, agazapado, es el tremor felino de los antiguos desbarrancaderos.

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El animal asqueado suelta el rugido de la bilis. Espumea su hocico blandido como arma a los vientos. Se le tuercen las patas mientras intenta el avance cuadrúpedo. Las pupilas le cambian de tamaño y se espesan y se adelgazan, hasta hacerse huecos turbios a través de los cuales la luz se desgrana y le nubla el camino de venenos. Se piensa en la raíz contaminada de la malva, pero se piensa más en el tallo lechoso de una fanerógama que se engorda conforme asciende su escasa altura. El animal asqueado sortea los huecos que sus propios pasos van creando: hace trampas de pasos errabundos conforme brega en la lechosa trampa del próximo aniquilamiento. Se tuerce, cae, se levanta. Le espumea el hocico. Muerde, dentella: vacío de amplio vacío en el que intenta hincar los colmillos. La cumbre indica asfixia.

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El cielo inflamado, enrojecido, precedió al rayo: cielo arrancado de sí mismo en la caída eléctrica del choque de nubes: cielo de estática descontrolada en el fragor del trueno. Abajo, en el territorio, el pararrayos presto a recibir la descarga que infundiría calor y fractura desde el centro hasta la orilla de barranco que da a la espuma oleosa del mar embravecido. La corriente fuliginosa, alcanzada la salinidad, quebraría al batracio, al cefalópodo y al crustáceo: esqueletos y exoesqueletos fustigados por el brillo y por la descarga insolente, hasta hacer que el lecho de las aguas se pueble de carroña y de desperdicio. El pararrayos, arriba, en medio del territorio, sorteando la interrupción del gusaneo del capricho orográfico antes llamado río, seguiría levantando su extensión de lanza clavada en la profundidad de las raíces y la carne malograda de los tubérculos. Esperaría, sin posibilidad de escape, el próximo batir de cielo.

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Arde el brazal en la pira. El humo liberado en volutas oscuras arrastra el olor inmundo del azufre: van desapareciendo, consumiéndose, los pelos de los brazos que pierden poco a poco su forma de extremidad. Semejan las carnes elementos de una arquitectura obliterada por obuses. Arde en la pira el brazal: las uñas crepitan en las llamas y sus sulfurados humos invaden los meandros culebreantes del territorio. Se van tornando los lechos ungueales torcidos fierros que terminan hechos polvo de hediondez. Del brazal se dejan ver, conforme avanza la magia del fuego, sitios donde alguna vez estuvieron implantadas las extremidades: escápulas, pellejos pectorales, axilas, incluso cabezas afeadas por el machete y el látigo.  

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Del fuselaje se yergue la calcinación: representa un túnel ardido en el que lo negro no se puede desprender. Se adosan los hongos de basidia roja, los insectos que consiguen encontrar el abrigo de las piezas quemadas como lanzas y quietas como ojos de muerto. Ábrese en cuatro piezas distintas el metal que cayó del cielo: el túnel tetrapartito deja cámaras que han ido tomando, con el paso lento del tiempo, distintas tesituras y formas de encontrar la podredumbre. El tiempo siempre dicta la saña, siempre marca de voracidad: el tiempo tetrapartido, húmedo, lancinante. El espejeo de la caída en su musgo.

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Barranco de negra noche. El rocío cubre los abrojos y el cierto pasto que crece aquí y allá, torpe, arruinado desde tiempo atrás. Se disgregan las gotas que escarchan el revestimiento del territorio. Barranco de negra noche, tapizado en parches rojos de nubes que disgregan, que manchan de sanguíneo hierro el aire que huele a electricidad. Se engordan las nubes de cargas hasta alcanzar el peso suficiente del rayo que cae sin proponérselo en la lejanía sin horizonte de las aguas que desde el territorio, en el barranco de negra noche, no se pintan más que como lejanas espumas que tragarían carabelas y cuerpos golpeados en el fuste de mástiles embestidos por ventarrones grises, engordados de electricidad y olor a hierro. El pararrayos se mueve pendularmente, de este a oeste, y en el movimiento parece describir un ritmo de profunda noche que no es más que el arbitrio de una violencia contenida en el cirro que se engruesa hasta alcanzar la mancha de sanguíneo hierro. Pendular, de este a oeste, encendido de tanto en tanto el fondo nocturno solo para que se note el movimiento a contraluz del pararrayos terminado en. Terminado en. Desde el punto de vista del territorio y del rocío violentamente cortado, la rajada línea del pararrayos no puede apreciarse desde el nacimiento, a la vera del capricho orográfico que han dado en llamar río, hasta su final obliterado por las nieblas de selenio que tapan el punto en el que golpearía la electricidad venida de las nubes engordadas por la negra noche de barranco, aquí y allá veteada de rojo.

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De la superficie se levantan llamas rojizas. Se han ido uniendo pequeñas quemazones hasta convertirse en la gran conflagración que enciende el paisaje de la más negra madrugada. Las ondulaciones infunden al volumen flamígero un movimiento que, de tanto en tanto, haría pensar en bocas: el chorro de fuego salido de las fauces de monstruos que han poblado el territorio allí donde la laguna de veneno arde. Las llamas conducen un sonido que se confunde, a veces, con el del viento que mece las ramas altas de las coníferas. Hay invasión de un ruidazal de molicie verde y roja: los hongos de basidias cárdenas se mueven también con el viento, y procuran engordar el sonido de las llamas cuando arden en la superficie lacustre. Sin detención, se quema el combustible de un mundo que terminará en el territorio extinto, cuando de los monumentos ecuestres no queden más que astillas de tendón y músculos levantados en una quebrazón veteada de pátina y de final.

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Los ojos han adquirido la forma y la textura de uvas secas: arrugados, taimadamente arrancados de los huecos de pardos interiores que los contuvieron desde que se fueron formando, embrionarios, en la cámara pegajosa y húmeda de un vientre; se adosan a la piel verdosa de la cabeza sin mirada: después de palanquear los globos, por inercia terminaron como colgajos sin agua unidos por los hilos de los nervios ópticos al rostro que ha perdido la voz también: se ha borrado la vibración en esa boca, el tremor del sonido en esos huecos laterales que ahora yacen, confundidos con la masa verdosa de abrojos que pueblan la amplitud del territorio.

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El momento previo a la descarga es de una lentitud grisácea. El ruido de todas las cosas parece anularse en la espera. Lo eléctrico busca la suavidad de los instantes mudos en los que el planeta enlentece la saña de la descomposición y el ruido de la savia de las muchas raigambres. Se cuece la furia lenta de los cuerpos ablandados por la sal. Del brazamen brota un elemento digitiforme que recuerda un monumento de antiquísimo peso; un obelisco, una cabeza cortada, el brazo de un prohombre que blande el cuchillo. Se encienden teas. Se torna en olor de chamuscado la descomposición de las partes que han permanecido en pie. Un ojo flota y su raíz sigue el desplazamiento, el cual se extiende a lo largo de la evasión de un archipiélago que termina con la raíz del ojo pegada en un arrecife que salta de la espuma. Un arcabuz descarga la esfera que hunde su estela de pólvora en el hueso cortado y sonoro. Se bambolea el plomo en la sangre. El cuerpo de extrema gravidez se inunda de abrojos que, a fuerza de rasposidad y fricción incrementada, permite el flujo de lo bermejo y lo ferruginoso. Broncíneas lanzas yerguen su empalizada en el paisaje decrépito. Brinca la luminiscencia de un cuerpo que embate el pico de la rapiña pescadora. Teas hirvientes dibujan la posibilidad de una luz que acabará anulándose, llegada la noche del trueno. Saña por todos lados: saña en el corte sagital de un tronco devorado por las moscas, si es que son moscas las manchas mohosas que zumban en la nube negra que espumea: saña en la raíz que arboresce en procura de la arcilla, ahuecando los estratos hasta vomitar la savia última antes del golpe de hacha del relámpago; saña en el brazo de los conquistadores que descienden de la nave, moviéndose de derecha izquierda, con torpeza, con vértigo, con ocres movimientos de bichos hieráticos; saña en el cuerpo perniabierto, ventritendido, nodular, arrancado como rizoma de tierras negras de carbón. Saña en el fogonazo, en el aturdimiento.

Lento el maderamen que fue cruz.


© Guillermo Barquero | Relato inédito

Guillermo Barquero | Costa Rica, 1979

Nació en la ciudad de San José. Es narrador y fotógrafo; autor de los libros de cuentos La corona de espinas (2005) y Metales pesados (2010), así como de las novelas El diluvio universal (2009), Esqueleto de oruga (2011) y Derrame de petróleo en Lesotho (2017). Junto a Juan Murillo compiló Historias de nunca acabar. Antología del nuevo cuento costarricense (2009). Recientemente recibió el Premio Centroamericano de Novela Mario Monteforte Toledo 2021 por su obra Horca.

Foto de autor: Archivo

Foto de encabezado: Johannes Plenio

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